(Domingo
I - TC - Ciclo B – 2022)
“El Espíritu de Dios llevó a Jesús al desierto (…) el
espíritu demoníaco tentó a Jesús” (cfr. Lc
4, 1-13). En este Evangelio se contraponen en forma antagónica las acciones de
los dos espíritus: el Espíritu de Dios y el espíritu demoníaco. El Espíritu de
Dios lleva a Jesús al desierto, un lugar que naturalmente es poco atractivo
para el ser humano debido a sus características: el desierto se asocia a desolación,
soledad, tristeza, temperaturas extremas –calor extremo en el día y frío
extremo en la noche-, peligro –presencia de víboras, serpientes, escorpiones-,
sed –ausencia o carestía extrema de agua-, hambre –en el desierto es imposible
la caza o el cultivo-. Por otro lado, el espíritu demoníaco, es decir, Satanás,
el Ángel caído, le propone a la naturaleza humana del Hijo de Dios encarnado,
las tentaciones, es decir, aquello que provoca satisfacción en el hombre caído,
el hombre pecador. Con respecto a las tentaciones, hay que decir que Jesús no
podía jamás caer en pecado, aun cuando la tentación fuera la más fuerte de
todas y esto porque Jesús de Nazareth es Dios Hijo en Persona y Dios no puede
pecar porque Él es la Gracia Increada, por eso la tarea del demonio es en vano,
es inútil.
“El Espíritu de Dios llevó a Jesús al desierto (…) el
espíritu demoníaco tentó a Jesús”. En el Evangelio entonces se contraponen dos
espíritus, el Espíritu de Dios y el espíritu demoníaco, Satanás, el Ángel caído
y los dos interactúan con la naturaleza humana de Jesús con objetivos distintos:
uno, el Espíritu de Dios, lo lleva al desierto para que la naturaleza humana de
Jesús, por medio de la mortificación y el sufrimiento que implica, se
fortalezca; el otro, el espíritu satánico, obra sobre la naturaleza humana de
Jesús para, mediante el falso deleite de las pasiones, haga caer en el pecado a
Jesús, lo cual es imposible que suceda, pero el Demonio lo intenta de todas
formas, porque la naturaleza humana de Jesús está unida al Ser divino
trinitario, que es de donde brota, como una fuente de agua cristalina, la
Gracia Increada.
“El
Espíritu de Dios llevó a Jesús al desierto (…) el espíritu demoníaco tentó a
Jesús”. A diferencia de Jesús, que no podía pecar porque Él es el Hombre-Dios,
nosotros sí podemos pecar; de hecho, nacemos con el pecado original y somos
tentados desde que comenzamos a existir, hasta el último segundo de nuestra
vida terrena y esto lo puede experimentar cada uno, porque llevamos la marca
del pecado original en el alma. Lo que nos enseña Jesús es que, aun cuando la
tentación fuera muy grande, la más grande que pueda soportar nuestra humanidad,
si somos sostenidos por la gracia santificante, nunca caeremos en pecado y así
la tentación se volverá no ocasión de caída, sino ocasión de crecimiento en la
gracia, lo cual quiere decir crecimiento en el Amor de Dios. Las tentaciones de
Jesús nos enseñan que la tentación puede ser vencida, pero solo con la gracia
de Dios, además de la oración y el ayuno y esto lo vemos en Jesús: Jesús ES la
Gracia Increada, ora al Padre en el Espíritu Santo y hace ayuno, no de un día o
dos, sino de cuarenta días. Nuestro espíritu humano es sometido a la tentación
desde que comienza a existir, hasta que deja esta vida terrena, pero lo que
Jesús nos enseña es que la tentación no necesariamente finaliza en el pecado,
sino que, con la ayuda de la gracia, la oración y el ayuno, se puede convertir
en ocasión de crecimiento en el Amor de Dios.
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