sábado, 18 de agosto de 2012

El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él



(Domingo XX – TO – Ciclo B – 2006 – Jn 6, 51-58)
          “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él”. Las palabras de Jesús indican que en la manducación de su cuerpo y de su sangre de resucitado, es decir, del Pan de Vida eterna, no se verifican los procesos que se verifican en la manducación de un pan material.
Al ingerir un pan material, el pan se degrada, por la acción de los jugos intestinales, en sus componentes moleculares más elementales, los cuales son incorporados al organismo por la absorción intestinal y son conducidos por el torrente sanguíneo a los diversos órganos para su utilización.
Es decir, se produce una conversión del pan en la persona del que lo asimila; puede decirse, en cierta manera, que el pan es convertido en parte de la persona que lo consume: las moléculas de hidratos de carbono son incorporadas al organismo, de manera tal que el pan deja de ser lo que era para convertirse en parte de la persona que lo asimiló.
Si Jesús es el Pan de Vida eterna, como Él mismo lo afirma, ¿eso quiere decir que Jesús se convierte en nosotros?
En realidad, sucede al revés de lo que parece: al consumir el Pan de Vida eterna, el cuerpo de Cristo resucitado, el alma es introducida en la participación de la vida íntima de Cristo; es el alma la que se convierte en el Pan, por así decirlo, y no el Pan, Cristo, quien se convierte en el alma. Lo que alimenta y sirve de comida es propiamente la fuerza divina del Verbo que habita en el cuerpo de Cristo[1] y es ese Verbo el que transforma al alma en Cristo. Cristo, Pan de Vida, al ser consumido como Pan de Vida eterna, comunica de su vida divina, de su vida de Hombre-Dios al alma que lo consume. Al alma en contacto con Cristo Eucaristía le sucede lo que a la humanidad de Cristo en la encarnación: es impregnada de la gracia divina. Hablando de la encarnación, dice un padre oriental, Teodoro Abukara[2]: “Si siembras un haba empapada de miel, pasará la dulzura de la miel al fruto. Así asumió Dios nuestra naturaleza sin falta ni mácula; tal como había sido, tal como fué creada en el principio, la inmergió en la miel de la divinidad; y mediante la virtud del Espíritu Santo, del Paráclito, le comunicó su dulzura, para que ella la comunicase como el haba mediante la propragación transmite al fruto que produce, la dulzura que ella recibió”[3]. El alma recibe de Cristo su vida divina. En la comunión se obra en el alma lo que se obra en el cuerpo por la consumición del pan material: así como el pan material es incorporado al cuerpo, así el alma es incorporada a Cristo[4].
Sin embargo, también sucede al revés: al incorporar a Cristo como Pan de Vida eterna, obtenemos por un lado de Él su fuerza divina, pero por otro, Cristo, Hombre-Dios, viene a morar en el alma para ser objeto de posesión y de alegría: “el que come mi carne y bebe mi sangre mora en mí y yo en él”. Es decir, el alma recibe no solo la vida, la fuerza y la alegría del Hombre-Dios, sino que lo recibe a Él en Persona, como algo personal que le pertenece. Al recibir el cuerpo de Cristo y por este cuerpo, resucitado, recibimos no un cuerpo muerto sino glorioso y recibimos al portador de esa gloria, el Hijo eterno del Padre, quien se dona a sí mismo tal cual es, en posesión personal al alma.
Es decir, no solo se produce la nutrición sacramental del alma al introducir como alimento el cuerpo de Cristo, sino que con el cuerpo de Cristo se introduce el Verbo del Padre, verdadero alimento del alma, y al mismo tiempo, así como la consumición del pan produce alegría en quien padece hambre, así la Presencia personal y posesión de Cristo –“yo habito en el alma”- produce la alegría de su sola Presencia personal.
“Quien come mi carne y bebe mi sangre mora en mí y yo en él”: al incorporar su cuerpo resucitado en el pan sacramental, el alma es introducida en la vida íntima del Hombre-Dios, y así mora en Él; pero al mismo tiempo, al incorporarlo por la comunión, el mismo Hombre-Dios viene al alma a inhabitar en ella, cumpliéndose también las palabras de Cristo –“yo moro en él”-, lo cual constituye la máxima felicidad que pueda ni siquiera imaginarse ninguna creatura.
“Quien come mi carne y bebe mi sangre mora en mí y yo en él”. La incorporación del alma a Cristo y la Presencia de Cristo en el alma es algo que ni siquiera puede comprenderse ni valorarse[5].


[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 554.
[2] Cfr. Opusc. 6.
[3] Cfr. Scheeben, ibidem, 414.
[4] Cfr. Scheeben, ibidem, 552.
[5] Cfr. Scheeben, ibidem, 556.

miércoles, 15 de agosto de 2012

Perdona setenta veces siete, perdona siempre



“Perdona setenta veces siete, perdona siempre” (Mt 18, 21-19.1). Pedro, influenciado por la casuística farisea, que imponía un cierto límite al perdón que debía darse al enemigo, pregunta a Jesús si se debe perdonar hasta siete veces, considerando esta cantidad como la máxima capacidad de perdón.
La respuesta de Jesús no deja lugar a dudas no solo de que esta cantidad es insuficiente, sino que además, la ley maldita del Talión –“ojo por ojo y diente por diente”- ya no es más válida: “Perdona setenta veces siete”. Debido a que el siete era considerado como el número perfecto entre los judíos, la expresión “setenta veces siete” no se refiere a una cantidad numérica de veces que se debe perdonar a quien nos ofende: indica un perdón perfecto, que es el perdón divino de Dios Padre a los hombres, otorgado por el sacrificio de Cristo en la Cruz. En otras palabras, el nuevo perdón al que llama Jesús al cristiano, es el mismo perdón con el cual Dios Padre ha perdonado a todos y cada uno de los hombres desde la Cruz.
De esto se sigue la incoherencia radical y el colmo del absurdo contradictorio que significa un cristiano rencoroso, vengativo, enojado, incapaz de perdonar a quien lo ha ofendido. Un cristiano así en una contradicción en los términos, pues el rencor y el deseo de venganza contradicen radicalmente al ser cristiano, ya que asimila al alma al ángel caído, al tiempo que la coloca en las antípodas del Sagrado Corazón de Jesús.
“Perdona setenta veces siete, perdona siempre”. Un cristiano rencoroso, vengativo, incapaz de perdonar, traiciona su condición de cristiano y se cierra a sí mismo las puertas de la felicidad: en esta vida, al perder la íntima comunión de vida y de amor con el Hombre-Dios Jesucristo, Presente en la Eucaristía, y en la otra, al perder para siempre la visión de la Trinidad.

lunes, 13 de agosto de 2012

El que no se haga como niño no entrará en el Reino de los cielos



“El que no se haga como niño no entrará en el Reino de los cielos” (Mt 18, 1-5). Es llamativo que Jesús ponga al estado de la niñez –no el “ser infantiles”- como el ideal para entrar en el Reino de los cielos. Contrariamente a lo que podría pensarse, el estado adulto, con todo lo que implica –madurez intelectual, emocional, capacidad de razonamiento abstracto, plenitud corporal y física-, no conduce al Reino de los cielos.
En otras palabras, la astucia del adulto, que brilla en la diplomacia eclesiástica y mundana, la brillantez de los razonamientos, la excelencia académica, la habilidad para los negocios, las múltiples capacidades intelectuales, espirituales y físicas, no cuentan ante Dios: el que no se haga como niño, no podrá acceder a la feliz bienaventuranza, en la eternidad.
Hay varios motivos que justifican lo dicho por Jesús: un motivo es que, el niño, si bien está bajo los efectos del pecado original, y por lo tanto tiene inclinación a la malicia, no manifiesta la malicia como lo hace el adulto; podría decirse que la niñez representa a la humanidad en su estado primigenio, tal como Dios la creó, colocándola en el Paraíso. Otro motivo es que el niño, en su desvalimiento, en su condición de estar necesitado de sus padres para todo –alimentación, crecimiento, educación, afectos, etc.-, representa al alma humana en su relación con Dios, ya que la verdadera relación de todo ser humano, aun cuando el hombre llegue a la senectud, es la de un niño con su padre; ésta es la razón por la cual la mejor relación del alma para con Dios es la que se da entre un niño y su padre.
“El que no se haga como niño no entrará en el Reino de los cielos”. Sin embargo, teniendo en cuenta todo esto, el hecho de ser o no ser como niños –y por lo tanto, entrar o no en el cielo-, no depende de los esfuerzos humanos, sino de la gracia, ya que la gracia comunica y hace participar al hombre de la vida misma de Dios, de un Dios Trino que, en su inocencia, en su alegría y en su capacidad de amor, es como un Niño.

domingo, 12 de agosto de 2012

Paga con la moneda de plata sacada de la boca del pez



“Paga con la moneda de plata sacada de la boca del pez” (Mt 17, 22-27). Los cobradores de impuestos del templo piden a Pedro el tributo anual, de parte de Jesús y de su Apóstoles, consistente en una moneda de plata. En realidad, tal como Jesús le hace ver a Pedro, ni a Él ni a sus Apóstoles les corresponde pagar, puesto que en Oriente no se exige este impuesto a los miembros de una familia real[1].
Por lo tanto, debido a que Jesús es Dios Hijo en Persona, y debido a que los Apóstoles son, por la gracia de la filiación, hijos de Dios, no les corresponde pagar, pero como había muchos que ignoraban la filiación divina de Jesús y su condición de Dios Hijo encarnado, el haberse rehusado al pago podría haber dado lugar a sospechas de impiedad[2].
Para evitar esto, Jesús elige un asombroso milagro, con lo cual, al tiempo que evitaba el escándalo, no cedía al principio de que no les correspondía pagar por ser Él Dios en Persona y sus Apóstoles hijos de Dios, ya que al sacar la moneda de plata de la boca de un pez, el dinero no proviene de la bolsa común de los Apóstoles.
“Ve al lago, toma la moneda de plata de la boca del pez y paga por Mí y por ti”. Si nos parece prodigioso y nos asombra el milagro de la moneda de plata extraída de la boca del pez, obrado por el poder de Jesucristo, mucho más debería asombrarnos el Milagro de los milagros, obrado por la Santa Madre Iglesia en cada Misa, en donde, por obra del Espíritu Santo, el sacerdote extrae, del seno virginal de la Iglesia, el altar eucarístico, algo que tiene la misma forma circular de una moneda de plata, la Eucaristía, con la cual Jesús paga al Eterno Padre por todos nosotros.


[1] Cfr. Orchard et. Al., Comentarios al Nuevo Testamento, 420.
[2] Cfr. ibidem.

Jesús en la Eucaristía es el verdadero Pan bajado del cielo



(Domingo XIX – TO – Ciclo B – 2012)
         “Los judíos murmuraban de Él porque había dicho: “Yo Soy el Pan bajado del cielo. Y decían: “¿Acaso no es Jesús, el hijo de José, el carpintero? (…) ¿Cómo puede decirnos ahora: “Yo he bajado del cielo”?
         Quienes escuchan a Jesús se muestran incrédulos frente a sus palabras: Jesús les había dicho que Él y no el maná que los israelitas habían recibido en el desierto, era el verdadero Pan bajado del cielo. Los judíos no pueden entender sus palabras, porque por un lado, conocen su historia sagrada, y recuerdan el episodio del maná en el desierto, y les parece absurdo que un hombre les diga que Él es el verdadero pan bajado del cielo, con lo cual parece contradecir a sus antepasados; por otro lado, ven en Jesús a un hombre más, a un vecino del pueblo, al “hijo de José, el carpintero”, y no pueden comprender de qué manera ese hombre común, ese “hijo del carpintero”, cuyos padres son conocidos en el pueblo, haya “bajado del cielo”: si ellos conocen a sus padres, se preguntan, ¿cómo puede decir que ha bajado del cielo?
         Y sin embargo, Jesús es el verdadero Pan bajado del cielo, el verdadero Maná celestial, cuya consumición comunica la vida eterna, y ha venido del cielo, porque Él es Dios Hijo, generado eternamente en el seno del Padre, y encarnado en el tiempo para en el seno de la Virgen Madre para comunicar a los hombres el Espíritu divino, el Espíritu Santo.
La mala interpretación, la ignorancia acerca del origen real de Jesús, la sospecha, llevan a quienes escuchan a Jesús, a murmurar y a no dar crédito a sus palabras: “¿Acaso no es Jesús, el hijo de José, el carpintero? (…) ¿Cómo puede decirnos ahora: “Yo he bajado del cielo”?
La murmuración no es nunca un acto virtuoso; por el contrario, es un acto que refleja malicia, ya que no hay una búsqueda sincera da la verdad, sino el rechazo de esta y el regocijo perverso que surge de atribuir el mal al otro. La murmuración es siempre maligna, porque siembra la desconfianza y la duda en las buenas intenciones del prójimo. Con toda probabilidad, es de estas murmuraciones, producto de la malicia de quien no quiere averiguar la verdad, de donde salieron varios de los testigos falsos que luego testimoniaron en contra de Jesús, en el juicio inicuo que lo llevó a su condena a muerte. Este es el resultado de la murmuración que se convierte en calumnia: la muerte del inocente.
Es por eso que el cristiano no debe murmurar, es decir, hablar mal del prójimo atribuyéndole mala intención, sino que debe, por el contrario, ejercer la caridad, esforzándose por pensar y hablar bien del prójimo, justificándolo en su intención.
Sin embargo, no es la murmuración lo que Jesús les reprocha principalmente –“No murmuren entre ustedes”, les dice Jesús-; Jesús les reprocha su incredulidad, porque se escandalizan de sus palabras, y no debían hacerlo, porque los signos y milagros que Jesús hizo delante de sus ojos –resucitar muertos, curar enfermos, multiplicar panes y peces, expulsar demonios-, eran suficientes para atestiguar su condición divina, con lo cual sus palabras quedan atestiguadas por sus obras. Por eso Jesús dice: “Si no me creéis a Mí, creed al menos por mis obras”.
Pero el murmurador, ciego ante la Verdad que se le manifiesta con signos y milagros, en vez de abrir su corazón a la luz de la Verdad, prefiere cerrar los ojos y vivir en la oscuridad y en la ceguera, con lo cual la murmuración se convierte luego en calumnia. Es lo que le sucederá a Jesús, en el juicio inicuo: los falsos testigos se basan en los murmuradores, para atestiguar falsamente y lograr su condena a muerte.
Más allá de enseñarnos lo negativo de la murmuración –que finaliza en calumnia y en grave daño para el prójimo-, el pasaje del Evangelio nos hace ver la realidad de Jesucristo como Pan de Vida eterna bajado del cielo, que comunica la vida eterna a quien se une a Él por la comunión eucarística, con fe y con amor.
Yahveh, en el desierto, como muestra de su amor de predilección por los judíos, el Pueblo Elegido, les hizo llover el maná, llamado pan bajado del cielo, porque su origen era milagroso y celestial; sin embargo, no era el definitivo y verdadero, porque quienes comieron de ese pan, luego murieron. Es Jesús el verdadero Pan bajado del cielo, que alimenta con un manjar exquisito, la substancia misma de Dios Trinidad, a quien lo consume, y de la misma manera a como los israelitas, alimentados por el pan, pudieron atravesar el desierto, venciendo el calor del mediodía y el frío de la noche, y pudieron, con las fuerzas que le daba ese pan, hacer frente a las alimañas del desierto, las arañas y los escorpiones, para llegar sanos y salvos a Jerusalén, la Tierra Prometida, así también Dios Padre da, al Nuevo Pueblo Elegido, la Iglesia Católica, el verdadero Pan bajado del cielo, el Maná celestial, la Eucaristía, para que quien lo coma, sea alimentado con la misma substancia divina, fortalecido, pueda atravesar el desierto de la vida terrena, venciendo al ardor de las pasiones mundanas, al frío de la corazón sin amor, y a las alimañas espirituales, los ángeles caídos, y llegar sano y salvo a la Jerusalén celestial, la feliz contemplación en la eternidad de la Santísima Trinidad.

sábado, 4 de agosto de 2012

Yo Soy el Pan de Vida. El que viene a Mí jamás tendrá hambre; el que cree en Mí jamás tendrá sed



(Domingo XVIII – TO – Ciclo B – 2012)
         “Yo Soy el Pan de Vida. El que viene a Mí jamás tendrá hambre; el que cree en Mí jamás tendrá sed” (Jn 6, 24-35). Jesús se revela como el Pan de Vida, y dice que quien coma de ese pan, que es su Cuerpo, jamás tendrá hambre, y quien crea en Él, jamás tendrá sed. Pareciera entonces que quien recibe la comunión sacramental, no debería volver a experimentar ni hambre ni sed, pero es de experiencia de todos los días que, aun cuando comulgamos, debemos alimentarnos e hidratarnos, puesto que, de otro modo, moriríamos de hambre y de sed en poco tiempo.
         ¿Por qué entonces Jesús dice que, siendo Él el Pan de Vida, es decir, siendo Él la Eucaristía, quien coma de ese Pan no tendrá hambre ni sed?
         Porque es verdad que quien se alimenta de la Eucaristía, ya no necesita más alimento material, ni tampoco necesita beber líquidos para mantenerse vivo, porque est tanta y tan grande la gracia recibida de la Eucaristía, que esta sola basta para alimentar el alma con la substancia divina, y como el alma se extra-sacia de tan exquisito alimento, le comunica de su abundancia al cuerpo, y éste, así colmado con la substancia de Dios, no experimenta necesidad de alimento material alguno. Es esto lo que sucede en los casos documentados en la Iglesia, de santos y místicos que se alimentaron durante años solamente de la Eucaristía: Marta Robin, Teresa Newman, Alejandrina María da Costa, Santa Catalina de Siena, y muchos otros más.
Pero no es el caso común y corriente nuestro, y la razón está en nosotros mismos, ya que al comulgar, y al hacerlo tan distraídamente, no damos lugar a que la gracia divina actúe y deposite en nuestras almas todos los dones celestiales que cada comunión sacramental trae consigo. Es así que, aún cuando comulguemos todos los días, y hasta dos veces al día, nosotros mismos nos hacemos refractarios a los dones divinos.
Es esta saciedad corporal es la que habla Jesús cuando dice que el que se alimente de su Cuerpo y de su Sangre, no tendrá hambre ni sed: la saciedad que experimentaron los místicos que durante años se alimentaron de la Eucaristía, y no tuvieron necesidad alguna de ningún alimento natural.
Pero hay además otra saciedad a la cual hace referencia Jesús, y es la saciedad del espíritu: el espíritu humano, creado por Dios a su imagen y semejanza, y por lo tanto con capacidad de conocer la Verdad y de amar, pero apartado de Él por el pecado original, tiene una sed insaciable, que no puede ser apagada con ningún alimento material, ni con ningún bien creado, de Amor y de Verdad, y esta sed insaciable sólo la da Dios, y como Dios se ha encarnado en la Eucaristía para donarse como alimento celestial, como Pan de Vida eterna, sólo en la Eucaristía encuentra el hombre la satisfacción de su hambre y sed de Amor y de Verdad.
A esta otra saciedad hace referencia Jesús, y es por eso que les hace ver a los israelitas que el maná del desierto, el que les dio Moisés, no es el verdadero pan bajado del cielo, porque ese maná, si bien era milagroso, no dejaba de ser material, y quien lo comía, moría irremediablemente. Es Jesús el verdadero Pan bajado del cielo, que alimenta no con harina de trigo y agua, para el sostén del cuerpo y la saciedad del hambre corporal, sino que es el Pan del Cielo que alimenta con la substancia divina del Hombre-Dios, con la substancia misma del Ser divino, para el sostén del alma y la saciedad del hambre espiritual que de Dios tiene todo ser humano.
Así como los israelitas fueron alimentados en su paso por el desierto, hasta llegar a la Tierra Prometida, con el maná, el pan milagroso dado por Yahvéh, así también el Nuevo Pueblo de Dios, que peregrina por el desierto de la historia y de la vida humana hacia la Jerusalén Celestial, es alimentado por Dios Padre con el Verdadero Maná, la Eucaristía, el Verdadero Pan bajado del cielo, que alimenta al alma con la substancia misma de Dios, extra-colmándola de luz, de paz, de gracia, de Amor y de verdad divina.
Y al igual que sucede con el cuerpo, que al recibir el pan material recibe también el sustento que le permite conservar la vida, así también el alma, al recibir la Eucaristía, recibe el sustento que le da una nueva vida, la vida de la gracia. Se cumple así lo que dice la Escritura: “Dejad que el Espíritu renueve vuestra mentalidad, vestíos de la nueva condición humana, creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdadera”.
Este es el resultado, en el alma, de aquel que se alimenta del Pan de Vida eterna, la Eucaristía: la transformación en una nueva criatura, en una criatura que vive en la santidad, en la verdad, en la justicia y en el amor de Dios.
De esto se ve también el grave error de quienes, despreciando la Eucaristía por los manjares de la tierra, y por los bienes materiales, privan a sus almas de lo único que puede proporcionarles la paz, la alegría, el amor: el Cuerpo y la Sangre, el Alma y la Divinidad, de Jesús de Nazareth, el Hombre-Dios.

miércoles, 1 de agosto de 2012

El fin del mundo es como una red llena de peces



“El fin del mundo es como una red llena de peces” (Mt 13, 47-53). La cotidiana escena de pescadores que tienden las redes en el mar para pescar, sirve en este caso a Jesús para describir las asombrosas realidades de la vida ultra-terrena.
En la escena de la pesca, cada elemento representa una realidad sobrenatural: el mar es el mundo y la historia humanos; los peces, son los hombres; la pesca, el Día del Juicio Final; la red en la que los peces son subidos a la barca, es Cristo; la barca es la Iglesia; los pescadores, los ángeles que intervendrán en ese momento, separando a los buenos de los malos; los peces en buen estado, son las almas en las que Dios encontrará, al fin de sus días, gracia, amor y bondad hacia el prójimo, y serán consideradas dignas de entrar en el Reino de los cielos. Por el contrario, los peces en descomposición, aquellos que en una jornada de pesca deben ser desechados porque no sirven para la alimentación y el comercio, representan a aquellos que, en el momento del juicio particular, es decir, en el momento de la muerte, fueron encontrados privados de la gracia de Dios, y por lo tanto, sin bondad ni amor hacia Dios y hacia el prójimo en el corazón, y de la misma manera a como los peces que no sirven son arrojados fuera de la barca, así las almas sin gracia y sin amor, serán arrojadas al infierno.
“El fin del mundo es como una red llena de peces”. Para quien quiera saber cuál será su destino eterno, sólo tiene que buscar, en su corazón, cómo vive el primer mandamiento, el más importante de todos, el que abre las puertas del cielo si se lo cumple, o las puertas del infierno si no se los cumple.
Aquel que albergue en su corazón resentimiento y enojo, y sea incapaz de perdonar, y aquel que no refrene su lengua –no vale nada la religión del que no refrena su lengua (Sant 1, 26)-, se encuentra, desde ya, entre aquellos que serán considerados indignos del Reino de los cielos.