“El que no se haga como niño
no entrará en el Reino de los cielos” (Mt
18, 1-5). Es llamativo que Jesús ponga al estado de la niñez –no el “ser
infantiles”- como el ideal para entrar en el Reino de los cielos.
Contrariamente a lo que podría pensarse, el estado adulto, con todo lo que
implica –madurez intelectual, emocional, capacidad de razonamiento abstracto,
plenitud corporal y física-, no conduce al Reino de los cielos.
En otras palabras, la
astucia del adulto, que brilla en la diplomacia eclesiástica y mundana, la
brillantez de los razonamientos, la excelencia académica, la habilidad para los
negocios, las múltiples capacidades intelectuales, espirituales y físicas, no
cuentan ante Dios: el que no se haga como niño, no podrá acceder a la feliz
bienaventuranza, en la eternidad.
Hay varios motivos que
justifican lo dicho por Jesús: un motivo es que, el niño, si bien está bajo los
efectos del pecado original, y por lo tanto tiene inclinación a la malicia, no
manifiesta la malicia como lo hace el adulto; podría decirse que la niñez
representa a la humanidad en su estado primigenio, tal como Dios la creó,
colocándola en el Paraíso. Otro motivo es que el niño, en su desvalimiento, en
su condición de estar necesitado de sus padres para todo –alimentación, crecimiento,
educación, afectos, etc.-, representa al alma humana en su relación con Dios,
ya que la verdadera relación de todo ser humano, aun cuando el hombre llegue a
la senectud, es la de un niño con su padre; ésta es la razón por la cual la
mejor relación del alma para con Dios es la que se da entre un niño y su padre.
“El que no se haga como niño
no entrará en el Reino de los cielos”. Sin embargo, teniendo en cuenta todo
esto, el hecho de ser o no ser como niños –y por lo tanto, entrar o no en el
cielo-, no depende de los esfuerzos humanos, sino de la gracia, ya que la
gracia comunica y hace participar al hombre de la vida misma de Dios, de un
Dios Trino que, en su inocencia, en su alegría y en su capacidad de amor, es
como un Niño.
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