“Paga
con la moneda de plata sacada de la boca del pez” (Mt 17, 22-27). Los cobradores de impuestos del templo piden a Pedro
el tributo anual, de parte de Jesús y de su Apóstoles, consistente en una
moneda de plata. En realidad, tal como Jesús le hace ver a Pedro, ni a Él ni a sus
Apóstoles les corresponde pagar, puesto que en Oriente no se exige este
impuesto a los miembros de una familia real[1].
Por
lo tanto, debido a que Jesús es Dios Hijo en Persona, y debido a que los
Apóstoles son, por la gracia de la filiación, hijos de Dios, no les corresponde
pagar, pero como había muchos que ignoraban la filiación divina de Jesús y su
condición de Dios Hijo encarnado, el haberse rehusado al pago podría haber dado
lugar a sospechas de impiedad[2].
Para
evitar esto, Jesús elige un asombroso milagro, con lo cual, al tiempo que
evitaba el escándalo, no cedía al principio de que no les correspondía pagar
por ser Él Dios en Persona y sus Apóstoles hijos de Dios, ya que al sacar la
moneda de plata de la boca de un pez, el dinero no proviene de la bolsa común
de los Apóstoles.
“Ve
al lago, toma la moneda de plata de la boca del pez y paga por Mí y por ti”. Si
nos parece prodigioso y nos asombra el milagro de la moneda de plata extraída
de la boca del pez, obrado por el poder de Jesucristo, mucho más debería
asombrarnos el Milagro de los milagros, obrado por la Santa Madre Iglesia en
cada Misa, en donde, por obra del Espíritu Santo, el sacerdote extrae,
del seno virginal de la Iglesia, el altar eucarístico, algo que tiene la misma forma
circular de una moneda de plata, la Eucaristía, con la cual Jesús paga al
Eterno Padre por todos nosotros.
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