(Domingo XVIII – TO – Ciclo B – 2012)
“Yo Soy
el Pan de Vida. El que viene a Mí jamás tendrá hambre; el que cree en Mí jamás
tendrá sed” (Jn 6, 24-35). Jesús se
revela como el Pan de Vida, y dice que quien coma de ese pan, que es su Cuerpo,
jamás tendrá hambre, y quien crea en Él, jamás tendrá sed. Pareciera entonces
que quien recibe la comunión sacramental, no debería volver a experimentar ni
hambre ni sed, pero es de experiencia de todos los días que, aun cuando
comulgamos, debemos alimentarnos e hidratarnos, puesto que, de otro modo,
moriríamos de hambre y de sed en poco tiempo.
¿Por qué
entonces Jesús dice que, siendo Él el Pan de Vida, es decir, siendo Él la Eucaristía, quien coma
de ese Pan no tendrá hambre ni sed?
Porque
es verdad que quien se alimenta de la Eucaristía, ya no necesita más alimento material,
ni tampoco necesita beber líquidos para mantenerse vivo, porque est tanta y tan
grande la gracia recibida de la
Eucaristía, que esta sola basta para alimentar el alma con la
substancia divina, y como el alma se extra-sacia de tan exquisito alimento, le
comunica de su abundancia al cuerpo, y éste, así colmado con la substancia de
Dios, no experimenta necesidad de alimento material alguno. Es esto lo que
sucede en los casos documentados en la Iglesia, de santos y místicos que se alimentaron
durante años solamente de la
Eucaristía: Marta Robin, Teresa Newman, Alejandrina María da Costa, Santa Catalina de Siena, y muchos otros más.
Pero no es el caso común y
corriente nuestro, y la razón está en nosotros mismos, ya que al comulgar, y al
hacerlo tan distraídamente, no damos lugar a que la gracia divina actúe y
deposite en nuestras almas todos los dones celestiales que cada comunión
sacramental trae consigo. Es así que, aún cuando comulguemos todos los días, y
hasta dos veces al día, nosotros mismos nos hacemos refractarios a los dones
divinos.
Es esta saciedad corporal es
la que habla Jesús cuando dice que el que se alimente de su Cuerpo y de su
Sangre, no tendrá hambre ni sed: la saciedad que experimentaron los místicos
que durante años se alimentaron de la Eucaristía, y no tuvieron necesidad alguna de
ningún alimento natural.
Pero hay además otra
saciedad a la cual hace referencia Jesús, y es la saciedad del espíritu: el
espíritu humano, creado por Dios a su imagen y semejanza, y por lo tanto con
capacidad de conocer la Verdad
y de amar, pero apartado de Él por el pecado original, tiene una sed
insaciable, que no puede ser apagada con ningún alimento material, ni con
ningún bien creado, de Amor y de Verdad, y esta sed insaciable sólo la da Dios,
y como Dios se ha encarnado en la
Eucaristía para donarse como alimento celestial, como Pan de
Vida eterna, sólo en la
Eucaristía encuentra el hombre la satisfacción de su hambre y
sed de Amor y de Verdad.
A esta otra saciedad hace
referencia Jesús, y es por eso que les hace ver a los israelitas que el maná
del desierto, el que les dio Moisés, no es el verdadero pan bajado del cielo,
porque ese maná, si bien era milagroso, no dejaba de ser material, y quien lo
comía, moría irremediablemente. Es Jesús el verdadero Pan bajado del cielo, que
alimenta no con harina de trigo y agua, para el sostén del cuerpo y la saciedad
del hambre corporal, sino que es el Pan del Cielo que alimenta con la
substancia divina del Hombre-Dios, con la substancia misma del Ser divino, para
el sostén del alma y la saciedad del hambre espiritual que de Dios tiene todo
ser humano.
Así como los israelitas
fueron alimentados en su paso por el desierto, hasta llegar a la Tierra Prometida, con el maná,
el pan milagroso dado por Yahvéh, así también el Nuevo Pueblo de Dios, que
peregrina por el desierto de la historia y de la vida humana hacia la Jerusalén Celestial,
es alimentado por Dios Padre con el Verdadero Maná, la Eucaristía, el
Verdadero Pan bajado del cielo, que alimenta al alma con la substancia misma de
Dios, extra-colmándola de luz, de paz, de gracia, de Amor y de verdad divina.
Y al igual
que sucede con el cuerpo, que al recibir el pan material recibe también el
sustento que le permite conservar la vida, así también el alma, al recibir la Eucaristía, recibe el
sustento que le da una nueva vida, la vida de la gracia. Se cumple así lo que
dice la Escritura:
“Dejad que el Espíritu renueve vuestra mentalidad, vestíos de la nueva
condición humana, creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdadera”.
Este es el
resultado, en el alma, de aquel que se alimenta del Pan de Vida eterna, la Eucaristía: la
transformación en una nueva criatura, en una criatura que vive en la santidad,
en la verdad, en la justicia y en el amor de Dios.
De esto se
ve también el grave error de quienes, despreciando la Eucaristía por los
manjares de la tierra, y por los bienes materiales, privan a sus almas de lo
único que puede proporcionarles la paz, la alegría, el amor: el Cuerpo y la Sangre, el Alma y la Divinidad, de Jesús de
Nazareth, el Hombre-Dios.
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