miércoles, 22 de diciembre de 2010

El prodigio de Navidad se prolonga y perpetúa en la Santa Misa de Nochebuena, y en cada Santa Misa


¿Qué representa la Natividad para la Iglesia y para el mundo? ¿Qué representa el Pesebre? ¿Cuál es el motivo por el cual la Iglesia se alegra y exulta en una noche como esta? ¿Qué debemos ver, en el Pesebre, cuando ya sea cumplida la Navidad? ¿Debemos ver lo que parece, una madre que contempla, regocijada, a su hijo recién nacido? ¿Un niño que acaba de nacer, que nos recuerda el valor de la vida humana? ¿Qué debemos ver en el Pesebre? ¿Qué relación tiene el Pesebre, la escena de la Nochebuena, con la Santa Misa?

Las preguntas se responden sólo a la luz de la fe en Cristo como el Hombre-Dios, como la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que sin dejar de ser lo que es, Dios de inmensa majestad, decide venir a este mundo como un pequeño niño recién nacido.

La Natividad del Señor representa, no solo para la Iglesia, sino para la humanidad entera, el acontecimiento más grandioso y sublime que pueda jamás suceder: se trata de la Llegada, en la carne, en el cuerpo de un niño, del Verbo eterno del Padre; se trata del arribo, al tiempo y a la historia de los hombres, de la Palabra eterna de Dios; en Navidad, Dios Hijo, el Dios Inmortal por los siglos, se manifiesta a los hombres revestido del cuerpo mortal de un niño.

En Navidad, la Iglesia exulta de alegría y canta de gozo, porque ha nacido el Salvador de los hombres, pero no se entiende el Nacimiento, si no se vislumbra el estado en el que se encontraba la humanidad antes de la Encarnación y Nacimiento del Verbo de Dios, porque Él viene para terminar con la esclavitud del hombre para siempre, y para llevarlo a las regiones de luz, de donde Él mismo proviene.

En Navidad, la larga noche y las oscuras tinieblas en las que habita el hombre, ve su fin, porque ha llegado el Sol de justicia, Jesucristo, Segunda Persona de la Trinidad, oculto en el cuerpo de un niño. Como consecuencia del pecado de Adán y Eva, la humanidad se había alejado de Dios, y debido a que “Dios es luz” (cfr. 1 Jn 1, 5) y “vida” (cfr. Jn 14, 6-9), la humanidad se había internado en “oscuras regiones de muerte”, tal como las describe en visión el profeta Isaías: “El pueblo que andaba en tinieblas vio una luz grande. Los que vivían en tierra de sombras, una luz brilló sobre ellos” (Is 9, 1-2). El pueblo del que habla Isaías es toda la humanidad, que por la rebeldía contra Dios, se internó, voluntariamente, en la oscuridad y en la muerte, en el pecado, en el error y en la ignorancia.

De esta situación de extravío habla también el Salmo 107[1], y dice así, dirigiéndose a la humanidad sin Dios: “Habitantes de tiniebla y sombra –donde no está Dios, sólo hay sombra y oscuridad-, cautivos de la miseria y de los hierros –se refiere al dominio que sobre el hombre ejercen las pasiones sin control y los ángeles caídos, que lo mantienen aferrado con sus garras inhumanas-, por haber sido rebeldes a las órdenes de Dios y haber despreciado el consejo del Altísimo –la causa de la desgracia del hombre es su alejamiento de Dios y la pérdida del paraíso, por la desobediencia de Adán y Eva-, él sometió su corazón a la fatiga, sucumbían, y no había quien socorriera –nadie, ni hombre ni ángel alguno, podían rescatar a la humanidad de la oscuridad en la que se encontraba”[2]. Pero luego continúa el mismo Salmo: “Y hacia Yahveh gritaron en su apuro, y él los salvó de sus angustias, los sacó de la tiniebla y de la sombra, y rompió sus cadenas. ¡Den gracias a Yahveh por su amor, por sus prodigios con los hijos de Adán!”. El hecho de que en el Salmo se hable de luz y de tinieblas, no es mera poesía: es la descripción de la realidad espiritual de la humanidad sin Dios, y sometida al dominio del Príncipe de las tinieblas y de toda oscuridad, el demonio.

El Salmo describe la acción de Dios, que interviene a favor de su pueblo, sacándolo de las tinieblas y de la sombra –llevándolos a su luz- y rompiendo las cadenas que oprimían al hombre –derrotando al demonio, al mundo y a la carne, y Aquel que cumple esta acción de liberación, es precisamente el Niño de Belén. Las tinieblas a las que se hace referencia en el Salmo y en la Escritura, que son las tinieblas que este Niño viene a derrotar para siempre, no son las tinieblas cosmológicas, las tinieblas que sobrevienen en el mundo luego de que el sol se oculta, porque estas son tinieblas inertes, sin vida: las tinieblas a las que este Niño viene a combatir y vencer, que son las tinieblas que tienen dominado al hombre, son tinieblas vivas, habitadas por seres oscuros vivos, los ángeles caídos.

Porque ha nacido Aquél que viene a derrotar a las tinieblas y a salvar al mundo, es que la Iglesia exulta y canta de gozo y de alegría en Navidad, haciéndose eco del anuncio de los ángeles a los pastores: “Os anuncio una gran alegría: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2, 1-14).

Es por esto que el Pesebre, con el Niño en el centro, con la Virgen y San José, no debe evocar en nosotros una bucólico e ideal escena familiar; la escena del Pesebre, con una madre y con un padre que se alegran por su hijo recién nacido, va más allá de lo humano: se trata de Dios en Persona, que viene a este mundo, revestido del cuerpo de un niño, para subir a la cruz y ofrendar su vida para salvar a la humanidad, quitándole sus pecados, y concediéndoles el don de la filiación divina.

Dios Hijo viene a este mundo como un niño, para que los hombres, convertidos en niños, en hijos de Dios, por el don del Espíritu, sean conducidos a las mansiones eternas del Padre, en el Espíritu.

Dios Hijo viene a iluminar este mundo en tinieblas; el Niño Dios es la luz del mundo, que viene a vencer a las tinieblas que gobiernan este mundo, para entregarlo al Padre.

Al contemplar el Pesebre, en Nochebuena, y al detener la mirada en el personaje central, el Niño Dios, veámoslo no con los ojos del cuerpo, sino con los ojos de la fe: este Niño es Dios, es luz, es Amor, es vida divina, y viene a donarnos su vida, su luz, su amor, y su Ser divino, para que nosotros no solo salgamos de la oscuridad, sino para que vivamos de Él, que es luz divina, y para que, al morir, seamos conducidos a la luz que no tiene fin, a la luz sin ocaso, la luz de la eternidad de Dios Uno y Trino.

Al contemplar el Pesebre, demos gracias a Dios Padre, porque nos ha enviado a su Hijo, que se nos aparece como Niño, a salvarnos, y demos también gracias a la Virgen Madre, porque gracias a que Ella dijo “sí” al plan de Dios, el Verbo de Dios vino a este mundo, y recordemos también que la Iglesia, en el misterio de la liturgia, continúa esta acción materna de la Virgen: así como la Virgen, por el poder del Espíritu Santo, concibió y dio a luz al Hijo de Dios en el Portal de Belén, para que éste se donara como Pan de Vida eterna, así la Iglesia, cuyo modelo es la Virgen María, concibe y da a luz, como madre virginal, por el poder del Espíritu Santo, a Dios Hijo, en el Nuevo Portal de Belén, el altar eucarístico, y lo dona al mundo como Pan Vivo bajado del cielo.

Ésta es la relación de la Nochebuena con el Pesebre: el portentoso milagro de Navidad se repite, delante de nuestros ojos, en la Santa Misa de Nochebuena, y en cada Santa Misa.


[1] 11-12.

[2] 13-15.

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