martes, 28 de diciembre de 2010

En el Niño de Belén se hace visible la gloria de Dios


En Epifanía, contemplando la escena del Pesebre, con el Niño en el centro, la Iglesia canta: “Levántate y resplandece, Jerusalén, que ya se alza tu luz, y la gloria del Señor alborea para ti (…) Sobre ti viene la aurora del Señor, y en ti se manifiesta su gloria” (Is 60, 1; Epist.). En Navidad y Epifanía, la Iglesia dice que en Ella se manifiesta “la gloria del Señor”. ¿De qué gloria está hablando? ¿De la gloria de Dios, tal como la ven los ángeles y los santos en el cielo? No puede ser, porque no estamos todavía en el cielo, y lo que vemos, es un Niño acostado en un pesebre.

Sin embargo, la Iglesia dice “gloria”, y Juan dice, refiriéndose a Jesús, que es el Niño de Belén: “Hemos visto su gloria” (cfr. Jn 1, 14). Nuevamente nos interrogamos: ¿de qué gloria habla Juan? ¿A qué gloria hace referencia la Iglesia en Navidad?

La respuesta está en San Pablo: “Cristo crucificado es el Kyrios –el Señor- de la gloria” (cfr. 1 Cor 2, 6). San Pablo dice que Cristo, el Hombre-Dios, es el Señor de la gloria: Cristo en el Pesebre, Cristo crucificado, es el Señor de la gloria.

En Cristo la gloria de Dios, invisible, se hace visible en la carne, a través del cuerpo humano de Jesús, Dios Hijo encarnado. Ahora bien, como es por la fe que sabemos que Cristo es Dios Hijo, entonces, la luz de la gloria de Dios que vemos en Él, no la vemos tal como la ven los ángeles y los santos en el cielo, sino que es la luz de la gloria de Dios que se vislumbra por medio de la fe, no con los ojos del cuerpo.

La gloria de Dios que tanto la Iglesia como Juan ven en Cristo es la gloria y la luz eterna que se percibe no con los ojos terrenales, sino con los ojos del alma, iluminados con la luz de la fe.

Entonces, quien ve a Cristo en el Pesebre, quien ve a Cristo crucificado, ve al “Señor de la gloria”, ve al Dios glorioso que manifiesta su luz divina en nuestro tiempo, a través de la carne y a través de la cruz de Jesús.

En Navidad, en el Niño de Belén vemos, por la fe, la gloria de Dios, su luz eterna, que se irradia a través del pequeño cuerpo de un niño recién nacido; en el Niño de Belén, se hace visible, a los ojos del alma, la gloria de Dios. Es la misma gloria que contemplaremos luego, en la crucifixión, cuando ese Niño, ya adulto, suba a la cruz. No es la que contemplan los bienaventurados cara a cara, pero para nosotros, que vivimos en el tiempo, la contemplación del Niño de Belén, y la contemplación del Crucificado, son el equivalente de la contemplación en la bienaventuranza del cielo.

Pero no sólo en Belén y en el Calvario vemos la gloria del Señor: también vemos resplandecer, con la luz de la fe, a esa misma gloria, en el Sacramento de la Eucaristía: si a los pastores y a los Magos la gloria de Dios les estaba oculta a sus ojos corporales por el cuerpo de un Niño recién nacido, a nosotros se nos oculta por la apariencia de pan, pero así como ellos lo adoraron porque por la fe reconocieron en ese Niño a Dios en Persona, así también nosotros adoramos a la Eucaristía, porque reconocemos en la Eucaristía al Señor de la gloria, Cristo Jesús.

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