viernes, 5 de septiembre de 2014

“Donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, Yo estoy presente en medio de ellos”


(Domingo XXIII - TO - Ciclo A - 2014)
         “Donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, Yo estoy presente en medio de ellos” (Mt 18, 15-20). En este Evangelio, Jesús nos hace ver dos cosas: por un lado, la importancia de la oración, y por otro, la importancia de la oración en comunidad: “Donde hay dos o tres -comunidad- reunidos en mi Nombre, Yo estoy presente en medio de ellos”. Cuando hay oración y oración en comunidad –esto es lo que significa “dos o tres”, quiere decir “grupo” o “cantidad”, Jesús está “en medio de ellos”-, lo cual es un aliciente para que los miembros de la Iglesia se reúnan a orar en grupos. No es un alegato contra la oración individual, todo lo contrario, puesto que la oración individual también es encarecidamente recomendada por Jesús, cuando dice que el que quiera rezar debe “cerrar la puerta de su habitación y orar al Padre del cielo, y el Padre, que ve en lo oculto” escuchará esa oración; la oración individual es sumamente necesaria, porque nuestra relación con Dios es ante todo y en primer lugar, de tipo personal, individual, y es por eso que la “puerta cerrada de la habitación” y el orar en esa “habitación cerrada”, significa el orar a solas, de modo individual, íntimo y privado, con Dios Uno y Trino. Aún más, el cristiano está llamado a entablar una relación personal, de “tú a tú” con cada una de las Personas de la Santísima Trinidad, y esto no se puede hacer de manera grupal, colectiva, sino individual, personal, íntima, porque cada persona es un individuo único e irrepetible.
Hecha esta salvedad acerca de la oración personal, retornamos entonces a la oración grupal a la cual nos invita Jesús en este Evangelio: cuando Jesús dice: “Donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, Yo estoy presente en medio de ellos”, esto sí nos conduce a la noción de una oración hecha ya no de modo individual, personal, íntimo, sino a una oración realizada entre personas reunidas en grupos de oración, es decir, es una oración que se realiza de modo grupal y no individual. Dentro de la Iglesia, hay distintos modos y niveles de hacer esta oración grupal, pero lo que hay que tener en cuenta, desde un principio, es que, tanto en la oración individual, como en la grupal, cuando se siente el impulso de rezar a Jesús en cuanto Hombre-Dios, ese deseo de orar proviene del Espíritu Santo; es decir, es una gracia y se debe secundar de inmediato, y no debe, de ninguna manera, dejársela de lado, porque como dice Sor Faustina Kowalska, esa gracia pasa y luego no vuelve más[1].
Ahora bien, podríamos decir que en la Iglesia hay dos niveles de oración grupal, inspiradas por el Espíritu Santo: la familia y la misma Iglesia.
El primer nivel de oración grupal, inspirado por el Espíritu Santo, es la familia, y es por esto que los Padres de la Iglesia la llamaban la “Iglesia doméstica”[2], porque la consideraban como una verdadera iglesia en pequeño, en donde los padres debían ser los primeros catequistas de los hijos y en donde los hijos debían amar y respetar a los padres, por representar estos a la voz de Dios.  Los padres, por lo tanto, tienen el deber de construir sus familias como verdaderas “Iglesias domésticas”, según la enseñanza de los Padres de la Iglesia.
Los padres de familia pueden -y deben- hacer gustar el Amor de Jesús a sus hijos: si se preocupan por dar de comer a sus hijos y porque sus hijos tengan la mejor educación, mucho más tienen que preocuparse porque sus hijos se alimenten de la Palabra de Dios encarnada, que es Jesús en la Eucaristía, que se dona a sí mismo en la Misa del Domingo, y deben preocuparse porque sean educados por la Sabiduría divina, que es Jesús en Persona, que se dona en la Palabra y en el Evangelio dominical. Los padres de familia pueden y deben transformar a sus respectivas familias en una 2Iglesia doméstica”, según el espíritu de los Padres de la Iglesia, convocados por el Espíritu Santo, para que todos gusten la Presencia de Jesucristo, y esto lo pueden lograr mediante el recurso de su autoridad paterna, convocando, de modo amoroso, pero firme, a los hijos, alrededor de un altar familiar, en donde estén las imágenes centrales de Jesús y de la Virgen y luego también las de San Miguel Arcángel y las de los santos a los cuales se les tenga más devoción, para así hacer oración en familia, dedicándole un tiempo durante la semana a la oración, recordando las palabras de Jesús en el Evangelio: “Donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, Yo estoy presente en medio de ellos”, y donde está Jesús, está la Virgen, y donde están Jesús y la Virgen, están los ángeles de luz y los santos, y esa es la razón por la cual la familia que reza, se convierte en un faro de luz que irradia luz de salvación a los demás (lo que deben tener en cuenta los padres es que, si no se rezan con sus hijos, si Jesús y la Virgen no constituyen el centro de las familias, el centro familiar será ocupado por el televisor, por Internet, por el celular, por la Tablet, por la Play Station, lo cual quiere decir, el espíritu del mundo, que es el espíritu de las tinieblas, porque el espíritu de las tinieblas está pronto a ocupar el lugar que solo le corresponde a Dios, pero que por tibieza, indiferencia, negligencia o ignorancia, queda vacío).
La familia entonces se convierte en un lugar de oración cuando los padres, respondiendo al impulso del Espíritu, convocan a los hijos a orar, y esto constituye para los padres una obligación y un deber ante Dios, pero si los padres de familia tienen la obligación de convertir a sus hogares en Iglesias domésticas, los hijos, a su vez, tienen el deber de amor de escuchar a sus padres y de obedecerles, cuando estos les inviten a rezar, en virtud del Cuarto Mandamiento de la Ley de Dios: “Honrarás Padre y Madre”, porque la honra se demuestra con la obediencia y la obediencia se basa en el amor. Entonces, es el Espíritu Santo el que convoca a los padres de familia y a los hijos a formar grupos de oración en sus hogares, pero lo hace no para que lo sientan como un “deber obligatorio, pesado y aburrido, porque lo dijo el padre en el sermón”, sino que el Espíritu Santo sopla en los corazones invitando a la oración en familia, para que padres e hijos hagan de sus hogares la Iglesia doméstica, y así experimenten en sus corazones la dulce Presencia de Jesús, quien no dejará de hacerse sentir, con el Amor de su Sagrado Corazón, en lo más profundo de quienes lo invoquen con fe y con amor. Ése es entonces el primer nivel en donde actúa el Espíritu Santo, convocando a los miembros de la Iglesia a formar una comunidad viva y orante: en la familia, constituyéndola como “Iglesia doméstica”.
         El otro nivel de oración comunitaria en el que actúa el Espíritu Santo es el propiamente eclesial, en donde la Iglesia se encuentra organizada ya como institución y en donde el Espíritu de Dios opera insuflándole vida, porque lo que mueve a la Iglesia, lo que le da vida, es el Espíritu Santo, el cual por este motivo es llamado también “Alma de la Iglesia”. Y como Alma de la Iglesia, le da vida al Cuerpo Místico de la Iglesia, los bautizados y la vida para los bautizados consiste en la unión con el Ser trinitario de Dios y esa unión viene por la oración y de todas las oraciones de la Iglesia, la más perfecta de todas, es la Santa Misa, porque en ella es Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, quien reza y se ofrece como Víctima propiciatoria, en expiación por los pecados del mundo. 
           Entonces, si el impulso a rezar en la familia se debe a la acción del Espíritu Santo, mucho más intensa es la acción convocante del Espíritu para la Santa Misa, en donde Jesús se hace Presente en Persona, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma, su Divinidad y el Amor de su Sagrado Corazón eucarístico y se hace presente en el altar eucarístico, en medio de la asamblea, para donarse a sí mismo, a todos y cada uno, para dar a todos la plenitud del Amor del Padre y del Hijo.
“Donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, Yo estoy presente en medio de ellos”. El Espíritu Santo convoca a los hombres para hacer gustar el Amor de Dios por medio de la oración y por la Santa Misa, pero hoy los hombres, la inmensa mayoría, hacen oídos sordos a esta invitación, y prefieren en cambio reunirse por motivos muy distintos: por partidos de fútbol, de rugby, o por carreras de fórmula uno, o por eventos sociales de todo tipo, como casamientos, cumpleaños, graduaciones, etc. y en esos eventos, el espíritu mundano es el que los convoca, y ese espíritu mundano les propone todo tipo de vanidades y mundanidades -diversiones vanas, pasajeras, superfluas, peligrosas, que ponen en riesgo la salvación eterna-, y los hombres, sin embargo, acuden gustosos a esas reuniones mundanas; los hombres, de todo tipo de clase y condición social, y de cualquier edad, acuden gustosos a reunirse para festejar y celebrar el espíritu del mundo, pero cuando el Espíritu Santo les sugiere reunirse para orar y así gustar la Presencia del Señor Jesús –“Ved qué bueno es el Señor, hagan la prueba y véanlo, dichoso aquel que busca en Él refugio”, dice el Salmo[3]-, todos tienen excusas para no acudir a la cita, posponiendo e intercambiando al Rey de los cielos por pasatiempos vanos e inútiles que conducen, detrás de la sensualidad, las luces multicolores, la música estridente, las carcajadas, el alcohol y las substancias tóxicas sin freno, a las siniestras puertas del Abismo de donde no se sale y en donde no hay redención.
“Donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, Yo estoy presente en medio de ellos”. Cuando se siente el deseo y el impulso de rezar a Jesucristo –sea de modo individual o en grupo-, hay que tener en cuenta que es el Espíritu Santo el que nos convoca a la oración, y que esto es una gracia, porque “nadie puede pronunciar el nombre de Jesús, sino es inspirado por el Espíritu”[4], por lo cual no se debe rechazar esa gracia, a riesgo de que no vuelva más. También hay que considerar que la convocatoria a la oración que hace el Espíritu, es una convocatoria de amor, porque el Espíritu que nos congrega a los bautizados es el mismo Espíritu que une al Padre y al Hijo en el Amor, y que procediendo de ambos en el cielo[5], convoca a la unidad y a la comunión en un solo Cuerpo Místico, la Iglesia, y por eso es una convocatoria a la comunión en el Amor y para el Amor Divino, porque el Espíritu Santo, dice San Agustín, nos reúne entre nosotros, formando un solo Cuerpo, que es la Iglesia, en el Amor, pero para que gocemos del Padre y del Hijo, en el Espíritu, que es Amor[6]; en otras palabras, cuando el Espíritu Santo nos convoca a orar, esa convocatoria es una convocatoria para gustar el Amor del Sagrado Corazón de Jesús, para que por su Amor nos unamos al Padre. 
Y si esta convocatoria del Espíritu sucede a nivel de familia -que es un grupo eclesial pequeño- es válido, con mucha mayor razón todavía es válido, cuando se trata de la Santa Misa: cuando el Espíritu Santo nos convoca para la Santa Misa, no nos convoca para un rito aburrido y tedioso; no nos convoca para un evento social; no nos convoca para cumplir con un precepto religioso de una determinada iglesia; cuando el Espíritu Santo nos convoca a la Santa Misa, lo hace porque se hará Presente el Rey de reyes y Señor de señores, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, el Hombre-Dios Jesucristo, quien luego de bajar del cielo obedeciendo al sacerdote ministerial, después de las palabras de la transubstanciación, se ocultará y quedará escondido detrás de algo que parece pan pero que ya no lo será más, porque será su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, es decir, la Eucaristía, y todo lo hará para donar el Amor de su Sagrado Corazón. 
“Donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, Yo estoy presente en medio de ellos”. Para que asistamos a la renovación incruenta del Santo Sacrificio de la Cruz, el Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa y para que recibamos la plenitud del Amor de Dios, contenido en el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, es que el Espíritu Santo nos convoca el Domingo, Día del Señor.





[1] Esto quiere decir que debemos aprovechar absolutamente todo lo que nos sucede, en el día a día, aun lo que parece más monótono y “aburrido”, para ofrecerlo a Dios, a Jesús en la cruz. Dice así Sor Faustina: “¡Oh vida gris y monótona, cuantos tesoros encierras! Ninguna hora se parece a la otra, pues la tristeza y la monotonía desaparecen cuando miro todo con los ojos de la fe. La gracia que hay para mí en esta hora no se repetirá en la hora siguiente. Me será dada en la hora siguiente, pero no será ya la misma. El tiempo pasa y no vuelve nunca. Lo que contiene en sí, no cambiaría jamás; lo sella con el sello para la eternidad” (Diario 62).
[2] Además, entre otros muchos lugares del Magisterio, así la llama también el Catecismo de la Iglesia Católica en su número 1666: “El hogar cristiano es el lugar en que los hijos de Dios reciben el primer anuncio  de la fe. Por eso la casa familiar es llamada justamente ‘Iglesia doméstica’, comunidad de gracia y de oración, escuela de virtudes humanas y de caridad cristiana”; el Concilio Vaticano II en su documento Lumen Gentium,  en el numero 11, llama a la familia Ecclesia domestica, y dice que los padres son los primeros anunciadores de la fe para los hijos; Juan Pablo II la llama “Iglesia doméstica” en el número 21 de la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio.
[3] 34, 8.
[4] Cfr. 1 Cor 12, 3.
[5] Cfr. Yves M.-J., Congar, El Espíritu Santo, Editorial Herder, Barcelona 1991, 222-223.
[6] Cfr. B. de Margerie, La doctrine de Saint Augustin sur l’Esprit Saint comme communion et source de communion, “Augustinianum”, 12 (1972) 107-119.

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