(Domingo
XXV - TO - Ciclo B – 2015)
“El
Señor les hablaba de su Pasión, pero los discípulos no comprendían esto (...)
habían estado discutiendo sobre quién era el más grande” (Mc
9, 30-37). Mientras Jesús revela a sus discípulos su misterio de Pasión, Muerte
y Resurrección, ellos incluidos los Apóstoles, no solo “no comprenden” la
trascendencia de la revelación de Jesús, sino que, en el camino, “discuten”
acerca de “quién sería el más grande entre ellos”. Es decir, Jesús les está
revelando el más grande misterio de todos los grandes misterios de Dios, el
misterio de la Redención de la humanidad por medio de la muerte en cruz del
Hombre-Dios, y los discípulos, que deben transmitir a los demás esta Buena Noticia, “no comprenden” lo que Jesús
les dice y, como si fuera poco, se ponen a discutir entre sí por una banalidad,
por “quién sería el más grande” de entre todos ellos. Jesús les está revelando
que el mundo, tal como ellos lo entienden, con sus estrechos razonamientos
humanos, está por terminar, porque está a punto de comenzar una Nueva Era para
la humanidad, la Era de la gracia del Hijo de Dios, pero los discípulos no
comprenden el mensaje de Jesús y siguen enfrascados en su visión mezquina y
egoísta, que busca desplazar del medio al hermano, para sobresalir y recibir el
aplauso de los hombres.
La
razón de la incomprensión primero y la discusión después, se debe al hecho de
que el diálogo se desarrolla en dos niveles distintos: por un lado, Jesús les
está hablando de su misterio pascual, misterio por el cual Él habría de redimir
a la humanidad, salvándola de sus enemigos mortales, el demonio, la muerte y el
pecado, donándole su gracia santificante para convertir a los hombres en hijos
adoptivos de Dios, para luego, al final de la vida terrena, conducirlos a la
Casa del Padre. Jesús les está revelando el plan divino de salvación, un plan
que viene de lo alto y por el cual los hombres serían llevados a lo alto, a la
vida eterna. Jesús les revela que este plan de salvación pasa por la cruz, y
por eso les anticipa todo lo que Él habría de sufrir, por ellos y por todos los
hombres, para que los hombres sean salvos. Sin embargo, los discípulos “no
comprenden” lo que Jesús les dice y no comprenden, porque sus mentes y sus
corazones no están todavía abiertos a la luz de Dios; es decir, sus mentes y
corazones siguen aferrados a esta vida, siguen pensando con categorías humanas,
siguen teniendo todavía perspectivas terrenas, siguen amando más esta vida que
la otra, los bienes terrenos a los bienes eternos, la vida de pecado a la vida
de la gracia, el aplauso de los hombres y el éxito mundano recibidos en este
mundo, a la gloria de Dios en la otra vida. La incomprensión de las palabras de
Jesús se demuestra con la discusión que se entabla entre ellos, acerca de quién
de ellos sería el más grande. No les interesa ser grandes a los ojos de Dios,
sino a los ojos de los hombres; les interesa una grandeza humana, mundana y
terrenal; no les importa la grandeza celestial y eterna que Jesús, Dios
Encarnado, les ofrece por medio de la cruz. Jesús les ofrece ser grandes, pero
a los ojos de Dios y no de los hombres, una grandeza que los mundanos
desprecian, porque es la grandeza de la cruz, pero los discípulos no solo no
entienden lo que Jesús les ofrece, sino que discuten entre ellos por la gloria
del mundo, que es efímera y no es agradable a los ojos de Dios.
“El
Señor les hablaba de su Pasión, pero los discípulos no comprendían esto (...)
habían estado discutiendo sobre quién era el más grande”. No son solo los discípulos los que
no entienden el mensaje de Jesús, que nos habla del paso a la vida eterna por
medio de la cruz. Lo grave es que esta misma incomprensión del mensaje de
Jesucristo, la poseen muchos cristianos dentro de la Iglesia: muchos cristianos
piensan que la Iglesia de Jesucristo es una especie de empresa en donde quien
se muestre más ante los hombres, es el que más vale, el que más importa; muchos
cristianos piensan que cuanto más poder tienen y cuantos más cargos ocupan,
tanto más importancia tienen, pero eso es continuar y prolongar la
incomprensión total que muestran los discípulos. A los ojos de Dios, dirá Jesús
a los Apóstoles, la grandeza de un alma se mide con otros parámetros, con la
Sabiduría y el Amor divinos y no con la estrecha capacidad de pensar de la
razón humana, y mucho menos con el modo de amar del hombre, un modo de amar que
es centrado en sí mismo y en su egoísmo. Para que sus discípulos sepan cuál es
la grandeza que Él, en cuanto Dios, aprecia, Jesús les dice que “el que quiera
ser el primero, debe hacerse el último y el servidor de todos”. Así, Jesús les
está anticipando la cruz y su grandeza, porque es en la cruz en donde el
Hombre-Dios será despreciado y considerado el más insignificante entre los
hombres, el último entre todos los hombres, pero será el más grande ante su
Padre Dios, porque por su humillación y muerte en cruz, otorgará la salvación a
los hombres, al dar cumplimiento al plan de redención divino.
“El
que quiera ser el primero, debe hacerse el último y el servidor de todos”.
Estamos invitados a la Viña del Señor, pero para trabajar en ella “como los
últimos y como los servidores”, no como los primeros y los patrones, porque
estamos llamados a imitar a Jesús en la cruz, que es, en la cruz, el último y
el servidor de todos. Quien está en la Iglesia pretendiendo ser el primero,
para ser alabado por los hombres, contraría al plan divino, porque deja de
imitar a Jesús, que obró la salvación por la humillación de la cruz. Por lo
tanto, no pretendamos hacernos los dueños de la Iglesia, sino susservidores,
porque si nos creemos dueños de la Iglesia, no imitamos a Jesucristo, que
siendo Dios, se hizo nuestro sirviente: “Estoy a la mesa como el que sirve” (Lc 22, 27), dice Jesús, no como el
dueño, aunque Él es el dueño de la mesa, es decir, de la Iglesia. Sólo el que
sirve a los hermanos como sirviente, como esclavo de los demás, y no como
dueño, ése es el que imita verdaderamente a Jesucristo.
“El
que quiera ser el primero, debe hacerse el último y el servidor de todos”. Estamos
llamados a trabajar en la Iglesia para salvar las almas y para agradar a
Dios nuestro Señor, no para buscar el
aplauso de los hombres; estamos en la Iglesia para participar de la cruz de
nuestro Señor, para participar de su humillación, de sus dolores, de sus penas,
de sus amarguras, de su coronación de espinas; estamos en esta vida para salvar
el alma y ganar el cielo, no para pasarla bien y sin problemas; estamos en la
vida de paso, para ganar la vida eterna, no para quedarnos para siempre en el
tiempo. Cuando Jesús les dice a sus Apóstoles que Él deberá sufrir mucho, ser
traicionado, flagelado y crucificado, para luego resucitar, los Apóstoles “no
comprenden” lo que Jesús les está diciendo y comienzan a discutir entre sí
acerca de quién sería el más grande, demuestran que no saben para qué están en
esta vida y que no quieren participar de la cruz de Jesús.
Quien
en verdad ame a Jesús, no buscará ser aplaudido por los hombres, sino
participar de su cruz, de sus dolores de su humillación, para servir a sus
hermanos en la caridad y así demostrar su amor a Dios.
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