(Domingo
XXIII - TO - Ciclo B – 2015)
“Jesús tocó los oídos
y la lengua del sordomudo (…) y lo curó al instante” (Mc 7, 31-37). Le presentan a Jesús un sordomudo y le piden que le
imponga las manos. Jesús “toca sus oídos con sus dedos y con su saliva toca su
lengua”; levanta los ojos al cielo y dice: “Éfata”, que significa “Ábrete”. Inmediatamente,
el sordomudo comienza a oír y a hablar. Jesús cura al sordomudo y lo puede
hacer, puede curar milagrosamente, con su poder divino, por cuanto Él es el
Hombre-Dios; es Dios encarnado en una naturaleza humana, y lo que sucede es que
su poder divino se comunica a través de su naturaleza humana –así como la
corriente eléctrica pasa a través de un conductor- y es así como la enfermedad –en
este caso, la sordera y mudez- desaparecen al instante. Con su omnipotencia,
Jesús regenera nuevamente todo el tejido dañado y lo vuelve capaz de recibir
las señales sensitivas, en el caso del oído, y de emitir sonidos, en el caso de
las cuerdas vocales atrofiadas que originaron la mudez. Es sorprendente el
milagro en sí mismo, porque los tejidos del sordomudo, afectados tal vez de
nacimiento, o tal vez por alguna patología en su niñez, estaban atrofiados y
ahora Jesús, con el solo querer de su voluntad, los regenera a nuevo. No es
sorprendente, sin embargo, desde el momento en que Jesús tiene el poder
necesario para hacerlo, por cuanto es Dios.
Ahora bien, esta curación física no es el objetivo último de
Jesús: cuando Jesús hace milagros de orden físico, como la curación de esta
enfermedad corporal, no lo hace para solo curar el cuerpo, porque a Jesús no le
interesa tanto curar el cuerpo, sino el alma; cuando Jesús hace un milagro de
este tipo, es para despertar la fe en el orden espiritual y es esto lo que efectivamente
sucede, tanto en el sordomudo curado, como en quienes observan la escena:
proclaman la gloria de Dios que se manifiesta en Jesús. Jesús cura al
sordomudo, pero al mismo tiempo, despierta la fe en Él en quienes observan el
milagro.
Esta curación del sordomudo tiene entonces, como objetivo
final, el despertar a la fe, es decir, el curar otra sordomudez, en este caso,
espiritual, y es la sordera para escuchar la Palabra de Dios y la mudez para
proclamar la Palabra de Dios. La curación milagrosa del sordomudo es, por lo
tanto, la figura y el preludio de la curación de la sordera y de la mudez
espiritual que se verifican en el Bautismo sacramental, en el que la Iglesia
adopta el mismo signo de Jesús sobre los oídos y los labios y también su misma
oración, pidiendo que los sentidos se abran al Evangelio. En efecto, en el
bautismo sacramental, el sacerdote traza la señal de la cruz en los oídos y en
los labios, al tiempo que reza una oración en la que pide que estos sentidos se
abran a la Buena Noticia de Jesús. El cristiano, por lo tanto, no es “sordomudo”
espiritual, porque Jesús ha trazado, por medio del sacerdote ministerial, en su
bautismo sacramental, la señal de la cruz, que le ha abierto los oídos y los
labios del alma, para escuchar la Palabra de Dios y para proclamarla. Es por
eso que el Apóstol exhorta a proclamar la Palabra de Dios “a tiempo y a
destiempo” (cfr. 2 Tim 4, 2), y si lo
hace, es porque considera que el cristiano tiene aptos los sentidos
espirituales para hacerlo.
En
el bautismo sacramental, el cristiano ha recibido un milagro infinitamente más
grande que el milagro que recibió el sordomudo del Evangelio, porque ha
recibido el don de la apertura de sus sentidos espirituales a la Palabra de
Dios; sus oídos espirituales están capacitados para escuchar la maravillosa
noticia de la Encarnación del Verbo y de su misterio pascual de muerte y
resurrección, misterio por el cual habrá de conducir a todos los hombres que lo
acepten como su Mesías y Redentor, al Reino de los cielos y están abiertos para
“proclamar las maravillas de Dios”, como lo decimos en el Prefacio I de los
Domingos[1]. Todavía
más, el cristiano ha recibido la apertura de la mente a los misterios del
Hombre-Dios Jesucristo, cuando el sacerdote traza el signo de la cruz con el
óleo perfumado sobre la cabeza del bautizando, y recibe la apertura de su
corazón al Amor de Dios, cuando traza sobre el pecho del que se bautiza, la
señal de la cruz del Salvador.
El
Prefacio I del Misal Romano dice que los cristianos están llamados a “proclamar
las maravillas de Dios”, porque el cristiano ha recibido el don de tener
abiertos sus sentidos espirituales que le permiten proclamar las maravillas de
Dios, como es que el Verbo de Dios hable a través del sacerdote ministerial y
pronuncie las palabras de la consagración, dándoles el poder divino de convertir
las materias muertas del pan y del vino en la Carne gloriosa y resucitada del
Cordero de Dios; el cristiano ha recibido el don de proclamar la Buena Noticia
a los hombres, don que lo capacita para gritar desde las azoteas que el Verbo
de Dios ha muerto en cruz, ha resucitado y está en la Eucaristía; el cristiano
ha recibido el don de la apertura de su lengua, para no callar ante los
atropellos, las indiferencias, los sacrilegios y las blasfemias que el Verbo de
Dios recibe, continuamente, día a día, en la Eucaristía, por parte de los
hombres mundanos que niegan su Presencia, niegan su condición de ser Rey de los
hombres y que así construyen, todos los días, un mundo que se aleja cada vez
más de Dios y de sus Mandamientos. El cristiano ha recibido el don de tener sus
oídos abiertos y su boca abierta, para que proclamen al mundo que el Verbo de
Dios humanado renueva su sacrificio en la cruz, cada vez, de modo incruento, en
la Santa Misa, y que entrega su Cuerpo en la Eucaristía y derrama su Sangre en
el cáliz, para perdonar los pecados de los hombres, dar la vida eterna a las
almas y conducirlas al Reino de los cielos. El cristiano ha recibido el don de
la apertura de sus sentidos espirituales en el bautismo, para proclamar que el
mundo debe ser construido sobre la base de los Mandamientos de Dios, y no sobre
palabras humanas. El cristiano ha recibido entonces en el bautismo la capacidad
de escuchar la voz del Verbo, que habla a través de la Liturgia de la Palabra,
en la Santa Misa, y que habla a través del Magisterio de la Iglesia, a través
del Catecismo, a través de los documentos de los Papas y los obispos a Él
unidos y que habla a través de los Mandamientos de la Ley de Dios. El cristiano
tiene abierto el oído, desde el bautismo, para escuchar la voz de Dios, que nos
habla de diversas maneras, pero sobre todo en los Mandamientos. El cristiano
tiene los oídos del alma abiertos para escuchar claramente los Mandamientos de
la Ley de Dios –el primero de todos, el dado por Jesús en la Última Cena: “Ámense
los unos a los otros, como Yo los he amado”-, pero muchos cristianos se
convierten en sordos espirituales por libre decisión, porque no quieren
escuchar la voz de Dios que les habla a través de los Mandamientos, porque esto
significa cambiar radicalmente de vida, y así prefieren continuar, haciendo
oídos sordos a la Palabra de Dios, con sus vidas de paganos. Y si no escuchan la
Palabra de Dios, mucho menos la proclamarán, por lo que estos cristianos son
sordos y mudos espirituales, pero por libre elección.
“Jesús
tocó los oídos y la lengua del sordomudo (…) y lo curó al instante”. En el
Evangelio, Jesús cura a un sordomudo corporal; por el bautismo sacramental,
cura la sordera y la mudez espiritual y capacita a los hijos de Dios para que escuchen y
proclamen la Palabra de Dios. Sin embargo, a juzgar por lo que sucede en
nuestros días, muchos cristianos se comportan como sordos a la Palabra de Dios,
porque fingen no escucharla, y se comportan como mudos, porque fingen no poder proclamar
la Palabra de Dios, que se proclama, más que con palabras, con obras de
misericordia. Muchos cristianos se vuelven sordos y mudos espirituales, por
libre decisión, al taparse los oídos frente a lo que la Palabra de Dios le pide, y lo hacen para
no proclamar la Palabra y así se callan frente al mundo ateo, agnóstico,
materialista, hedonista y relativista, que ataca a la Iglesia y a Jesucristo. Se
vuelven sordos y mudos por temor a los hombres y esa es la razón por la
cual el mundo se rige, en nuestros días, por leyes inicuas, como las del
aborto, la eutanasia, la fecundación artificial y tantas otras leyes más que
atentan contra la vida humana constituyendo pecados que claman al cielo, al
violentar ante todo la Justicia Divina y todo esto sucede por los cristianos que se
vuelven sordos espirituales por libre decisión, haciendo realidad el dicho
que dice: “No hay peor sordo que el que no quiere escuchar”; pero se convierten
también en perros mudos que callan voluntariamente ante la presencia del mal para no tener problemas y así permiten que el mal avance sobre los hombres,
como un lobo que avanza sobre el rebaño, porque el perro mudo, que debería
advertir al pastor con sus ladridos, se calla por miedo al lobo.
Muchos
cristianos se tapan los oídos para no escuchar la Palabra de Dios y callan,
por respetos humanos, cuando deberían gritar desde las azoteas, que el mundo ha
olvidado a Dios y a su Mesías, Cristo Jesús. Sin embargo, los cristianos sordos
para escuchar la Palabra de Dios y mudos para proclamarla, deberán escuchar,
en silencio y sin poder decir ni una palabra, a esa misma Palabra de
Dios encarnada, Jesucristo, pronunciarse sobre ellos, el Día del Juicio Final: “Por haberme
negado delante de los hombres, Yo te niego delante de mi Padre” (Mt 10, 33). No seamos sordos a la
Palabra de Dios, escuchémosla y pongámosla en práctica, obrando las obras de
los hijos de la luz, las obras de misericordia.
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