Después de “convocarlos a los Doce y de darles poder para
expulsar demonios y curar enfermos”, Jesús los envía a “proclamar el Reino de
Dios”. Es importante considerar en qué consiste el “Reino de Dios” (cfr. Lc 9, 1-6), para no caer en
reduccionismos de corte mundano que lo desvirtúan. Por ejemplo, muchos
confunden este poder otorgado por Jesús para expulsar demonios y curar
enfermos, con el Reino en sí mismo, es decir, el Reino de Dios consistiría en
la mera acción de expulsar demonios y curar enfermos. Es lo que se ve en sectas
evangélicas y en buena parte de fieles católicos adeptos al pentecostalismo
protestante. La otra desvirtuación del Reino de Dios proviene de la Teología de
la Liberación, que reduce el Reino de Dios a un reino intramundano, en donde la
máxima felicidad es el bienestar material y social, sin importar la
trascendencia y la vida eterna, y en donde el centro de este neo-evangelio es
el pobre y no Jesucristo y la causa de la salvación es la pobreza y no la gracia.
Tanto la visión liberal-protestante como la visión social-comunista del Reino
de Dios lo desvirtúan substancialmente, al punto de reemplazar al verdadero Reino
de Dios por reinos intra-mundanos que nada tienen que ver con el Reino
proclamado por Nuestro Señor Jesucristo.
“Proclamar el Reino de Dios” quiere decir anunciar al
prójimo –más con ejemplo de vida que con sermones- que estamos en esta vida de
paso y que luego de esta vida terrena viene la eterna, previo paso por el
Juicio Particular, luego del cual se decide nuestro destino eterno, o el Cielo
o el Infierno y que sólo entraremos en el Reino de Dios si vivimos en gracia,
si cargamos la Cruz de cada día y si llevamos, en la mente y en el corazón, los
Mandamientos y las Bienaventuranzas del Sermón de la Montaña. Proclamar otra
cosa que no sea esto, es desvirtuar esencialmente el Reino de Dios.
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