domingo, 13 de septiembre de 2020

“El Reino de los cielos es semejante a un propietario que, al amanecer, salió a contratar trabajadores para su viña”

 


(Domingo XXV - TO - Ciclo A – 2020)

“El Reino de los cielos es semejante a un propietario que, al amanecer, salió a contratar trabajadores para su viña” (Mt 20, 1-16). Para graficar al Reino de los cielos, Jesús utiliza una parábola en la que el dueño de una viña sale a contratar trabajadores para su viña a distintas horas del día; al final de la jornada de trabajo, da a todos la misma paga, es decir, reciben el mismo pago tanto los que comenzaron a trabajar a la mañana, como aquellos que comenzaron a trabajar ya casi terminada la jornada de trabajo. Para saber el significado de la parábola, debemos reemplazar sus elementos naturales por elementos sobrenaturales y así la parábola cobrará sentido en el misterio de la salvación de Jesucristo.

Cuando hacemos esto, es decir, cuando reemplazamos los elementos naturales por los sobrenaturales, nos queda lo siguiente: el dueño de la viña es Dios Padre; la viña es la Iglesia Católica; el trabajo en la viña es la actividad apostólica de la Iglesia, por medio de la cual busca la conversión eucarística de las almas, es decir, la conversión de las almas a Cristo Dios oculto en la Eucaristía; los trabajadores contratados al inicio del día son los bautizados que, desde pequeños, se integran a la Iglesia y obran desde el interior de la misma, sea como laicos o como religiosos, para salvar almas; los trabajadores contratados a última hora son católicos que se convirtieron tardíamente, incluso aquellos que se convirtieron recién en el momento de la muerte, y también pueden ser los paganos que, luego de estar en el paganismo, recibieron la gracia de la conversión y se hicieron bautizar, ya siendo adultos; la paga que reciben todos los trabajadores, tanto los que comenzaron a trabajar en la Iglesia a edad temprana, como quienes se convirtieron incluso en el lecho de muerte, es la gracia de Dios o, también, la vida eterna en el Reino de los cielos: Dios da a todas las almas la misma paga, su gracia y la vida eterna, la eterna bienaventuranza, y esto sin importar ni la edad, ni el tiempo en el que el alma estuvo en la Iglesia.

Lo que sorprende en la parábola es la queja egoísta de los primeros trabajadores, quienes se sorprenden que los que llegaron al último reciban la misma paga que ellos, que estuvieron trabajando durante todo el día. Esta queja se debe, como decimos, al egoísmo humano y a la incomprensión de la grandeza de la Misericordia Divina: Dios es Amor y es un Amor no humano, sino divino, lo cual quiere decir Eterno e Infinito y también incomprensible e inabarcable. La grandeza del Amor de Dios se manifiesta en que Él da su perdón y la vida eterna a cualquier pecador, sin importar su edad o el tiempo en el que estuvo en su Iglesia, con tal de que el pecador esté verdaderamente arrepentido de su pecado y desee vivir la vida de la gracia. A Dios no le importa si el pecador vivió noventa años en el pecado y alejado de Él: si el pecador, de noventa años, se convierte antes de morir, lo cual implica un acto de amor a Dios, que lo amó primero dándole su gracia y su Amor, Dios le dará en recompensa el Reino de los cielos, la eterna bienaventuranza en la vida de la gloria, que es el mismo pago que recibirá aquel que, tal vez desde la niñez, estuvo siempre en la Iglesia y nunca se separó de la Iglesia. Esto es así porque el Amor de Dios no es como el amor humano: además de infinito y eterno, es incomprensible, inagotable, inabarcable y se brinda a Sí mismo a cualquier alma, con tal de que el alma lo quiera recibir, sin importar su edad ni su tiempo de militancia dentro de la Iglesia.

“El Reino de los cielos es semejante a un propietario que, al amanecer, salió a contratar trabajadores para su viña”. Cuando veamos a alguien que se convierte; cuando veamos a un pecador salir de su pecado; cuando veamos a un pagano convertirse a la Eucaristía, no seamos egoístas, como el trabajador quejoso de la parábola y, en vez de quejarnos, nos alegremos por esa conversión eucarística, porque eso significa que el alma ha dejado el mundo para convertirse a Dios en la Eucaristía, lo cual equivale a vivir ya desde esta tierra, con el corazón en el Cielo. No seamos egoístas y cuando veamos que alguien se convierte a Jesús Eucaristía, alegrémonos por el alma de nuestro hermano, que así comienza ya a vivir su Cielo desde la tierra.

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