(Ciclo
C – 2022)
En la Última Cena, antes de comenzar su Pasión redentora,
Jesús deja a la Iglesia Católica un don inimaginablemente grandioso, imposible
siquiera de imaginar si no fuera revelado por el mismo Dios: el don de su
Cuerpo y su Sangre, su Alma y su Divinidad, en la Sagrada Eucaristía. Es tanto
el Amor que reside en el Corazón de Jesús por todos los hombres, que sabiendo
Él que iba a morir en cruz y que regresaría al seno del Padre, desde donde
provenía desde la eternidad, Jesús establece un modo de quedarse en medio de
los hombres, en medio de su Iglesia, la Iglesia Católica y es por medio del
Sacramento de la Eucaristía, confeccionado en el Santo Altar, en cada Santa
Misa. Por el don de la Eucaristía, Jesús está Presente, en Persona, en la
Hostia consagrada, con su Humanidad Santísima glorificada, unida a su Persona
Divina, la Segunda de la Trinidad. Esto significa que Jesús está en la
Eucaristía tal como está en el cielo: así como está en el cielo, con su Cuerpo
y su Sangre glorificados y unidos a la Persona Divina del Hijo de Dios, así
está en la Eucaristía. Por esta razón, la Eucaristía es el Don de dones, el Don
más grandioso que la Trinidad pueda hacer a los hombres, porque es el Don de la
Segunda Persona de la Trinidad unida por la Encarnación a la Humanidad
Santísima de Jesús de Nazareth. Esto es lo que justifica la adoración que la
Iglesia tributa a la Eucaristía, porque la Eucaristía no es lo que parece, un
poco de pan, sino el Cuerpo y la Sangre del Hombre-Dios Jesucristo. Porque es
la Segunda Persona de la Trinidad encarnada, que prolonga su Encarnación en la
Eucaristía, es que la Eucaristía merece ser adorada y amada por los bautizados,
quienes deben reunirse en torno al Altar para postrarse en adoracióna al
Cordero Místico, así como los ángeles y santos adoran al Cordero en los cielos.
La Eucaristía es el Don más preciado que nos deja Jesús, porque no nos deja ni
oro ni plata, sino algo infinitamente más valioso que todo el oro y la plata
del universo, su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.
También deja Jesús, en la Última Cena, otro don, segundo
don, sin el cual, el Primer Don, la Eucaristía, no podría prolongarse en el
tiempo: el sacerdocio ministerial. Sin el sacerdocio ministerial, es imposible
que Jesús baje del Cielo en la Santa Misa, para convertir el pan en su Cuerpo y
el vino en su Sangre. Entonces, estos son los dos grandes dones que deja Jesús
para nosotros, que formamos su Cuerpo Místico: el don de su Cuerpo, Sangre,
Alma y Divinidad, la Sagrada Eucaristía, por la cual Dios baja del cielo a la
tierra para quedarse en la Hostia consagrada; el segundo don, el sacerdocio
ministerial, sin el cual Dios no baja a la tierra, no convierte el pan en su
Cuerpo y el vino en su Sangre. Sin Eucaristía, no hay Presencia de Dios en la
Iglesia; sin el sacerdocio ministerial, no hay Eucaristía, no hay Presencia
real de Cristo en la Hostia consagrada.
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