miércoles, 18 de enero de 2023

“Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”

 


(Domingo II - TO - Ciclo A – 2023)

          “Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29-34). Mientras Jesús va caminando, Juan el Bautista, que lo ve pasar, lo señala y lo nombra con un nombre nuevo, jamás pronunciado hasta entonces: “Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. El Bautista llama a Jesús “Cordero”, pero no un cordero cualquiera, sino “el Cordero de Dios”, y esto no solo porque Jesús es manso y humilde como un cordero -la mansedumbre y la bondad es el aspecto característico del cordero-, sino porque Jesús es la Humildad, la Mansedumbre y la Bondad Increadas, desde el momento en que Él es la Segunda Persona de la Trinidad y, en cuanto tal, contiene en Sí mismo todas las perfecciones y virtudes posibles, en grado infinito y perfectísimo y la bondad, la mansedumbre y la humildad, son virtudes en sí mismas excelsas y perfectas.

          Al ser Dios Hijo encarnado, Jesús no podía no manifestarse como Cordero, por su humildad, su bondad y su mansedumbre, constituyendo así en su Persona divina encarnada, como la ofrenda perfectísima de sacrificio para honra y gloria de la Trinidad. Jesús es entonces “el Cordero de Dios”, en cuanto ofrenda perfectísima y agradabilísima para la Trinidad, pero también es “Dios hecho Cordero de sacrificio”, es Dios hecho Cordero místico, Cordero de sacrificio, de ofrenda por la salvación de los hombres; Jesús es Dios hecho Cordero, sin dejar de ser Dios, Cordero que derramará su Sangre Preciosísima en el ara del Calvario, el Viernes Santo, para concedernos, con su Sangre derramada, no solo el perdón de los pecados, sino también y ante todo, la vida divina de la Trinidad, la vida misma del Acto de Ser divino trinitario, para que purificados de nuestros pecados por medio de su Sangre Preciosísima, seamos convertidos en hijos adoptivos de Dios, en herederos del Reino de los cielos, en templos vivientes del Espíritu Santo, en altares de Jesús Eucaristía. Pero la Sangre del Cordero, al ser derramada sobre nuestras almas por el Sumo y Eterno Sacerdote, Cristo Jesús, nos asimila a Él y nos convierte en imágenes vivientes suyas, destinadas a ser, como Él, víctimas de oblación para el sacrificio perfecto para la Trinidad, es decir, somos convertidos, por la Sangre del Cordero, en víctimas en la Víctima por excelencia, el Cordero de Dios, Cristo Jesús.

          “Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, dice el Bautista al ver pasar a Jesús. Como Iglesia, como miembros de la Iglesia, también nosotros, al contemplarlo en la Eucaristía, adoramos a Cristo Dios y le decimos: “Jesús, Tú en la Eucaristía eres el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Y luego de adorarlo, pedimos la gracia de unirnos a su Santo Sacrificio, para ser sacrificados, como Él, en el ara de la Cruz, por la salvación de los hombres, nuestros hermanos. Si somos fieles a la gracia recibida en el Bautismo sacramental, gracia por la cual fuimos incorporados al Cordero de Dios en su Cuerpo Místico, también de nosotros se podrá decir: “Éstos son los corderos de Dios que, purificados por la Sangre del Cordero, siguen al Cordero adonde Él va”. Y como el Cordero de Dios va a la Cruz, a ofrendar su vida en el Calvario, también nosotros, corderos en el Cordero, debemos seguirlo por el Via Crucis, el Camino Real de la Cruz, el Único Camino que conduce a algo infinitamente más hermoso que el Reino de los cielos, el seno eterno de Dios Padre.

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