domingo, 31 de marzo de 2024

Jueves Santo

 



(Ciclo B – 2024)

         En la Última Cena, Jesús, antes de comer la cena pascual, lava los pies a sus Apóstoles. Esta tarea, la de lavar los pies, era una tarea reservada a los esclavos, por lo cual Jesús nos está dando una muestra infinita de humildad y de amor al prójimo. En efecto, si Él, siendo Dios Hijo encarnado, y por lo tanto, siendo Dios Creador, Redentor y Santificador, se humilla haciendo una tarea propia de esclavos y lo hace solo para demostrarnos su Amor y para darnos ejemplo de cómo debemos obrar para con nuestro prójimo, entonces nosotros, que somos “nada más pecado”, no podemos hacer otra cosa que obrar de la misma manera. Jesús sabe bien que el pecado original, entre otras cosas, nos ha herido dejándonos diversos vicios y pecados, entre ellos el orgullo y la soberbia, que nos hace considerar a nuestro prójimo como inferior a nosotros y a nosotros como si fuéramos superiores a cualquiera. Al darnos este ejemplo de humildad, Jesús nos enseña cómo debemos abatir nuestro orgullo, nuestra soberbia, para imitarlo a Él en la virtud de la humildad. Es obvio que no quiere decir que esta virtud se ejercite solamente de esta manera, porque hay muchas maneras de ejercitar la virtud de la humildad, pero una de las principales es en el servicio cristiano del prójimo, sobre todo del más necesitado. Si Jesús, siendo Dios, se humilla realizando una obra propia de esclavos, entonces nosotros debemos hacer lo mismo, para imitarlo a Él, para abatir nuestro orgullo, para crecer en la virtud de la humildad, que es la virtud que más nos asemeja a Jesucristo y que es la virtud pedida explícitamente por Él para que la practiquemos: “Aprendan de Mí, que soy manso y humilde de corazón”. Imitando a Jesús en su humildad, aprenderemos a sofocar nuestro orgullo y nuestra soberbia, que nos asemeja al Ángel caído en su rebelión contra Dios. Imitando a Jesús en su humildad, seremos capaces, por su gracia, de realizar obras de misericordia corporales y espirituales para con nuestros prójimos, lo cual nos abrirá las Puertas del Reino de los cielos cuando llegue el momento de partir de esta vida a la vida eterna. Quien no se haya esforzado por imitar a Jesús en su humildad, tendrá su corazón lleno de soberbia y orgullo y así le será imposible ingresar en el Reino de Dios, por eso es que Jesús no nos enseña a simplemente ser solidarios, sino a ganarnos el Reino de Dios a través de la humildad y de la misericordia.

         Pero en la Última Cena Jesús, además de enseñarnos a ganar el Reino de los cielos, realiza un milagro que supera infinitamente a cualquier otro milagro, el Milagro de los milagros y es la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y en su Sangre, es decir, instituye el Sacramento de la Eucaristía y esto lo hace para permanecer entre nosotros, con nosotros y en nosotros -cuando lo recibimos en gracia por la Comunión Eucarística- “todos los días, hasta el fin del mundo”, cumpliendo así su promesa de no dejarnos solos, aun cuando Él regrese al Padre por el sacrificio de la cruz. En la Última Cena Jesús, entonces, nos da el ejemplo de su humildad y de su amor misericordioso para que nosotros, imitándolo a Él, crezcamos en la humildad y en la misericordia y así nos hagamos capaces de ganar el Reino de los cielos, pero además, no solo nos deja su ejemplo, sino que nos deja la fuente de la humildad y de la misericordia divina, su Sagrado Corazón Eucarístico, para que alimentándonos de su divinidad en la Eucaristía, recibamos de Él su humildad y su misericordia, única forma de ingresar al Reino de los cielos al fin de nuestra vida terrena.

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