(Ciclo B – 2024)
Para
poder comprender qué es la Ascensión del Señor, debemos reflexionar, ante todo,
en su misterio pascual de muerte y resurrección, puesto que la Ascensión es la
continuación y consumación de su sacrificio en cruz[1].
En otras palabras, no podemos entender la Ascensión si no la contemplamos en la
totalidad del misterio sacrificial de Jesucristo en la cruz.
Y no
solo la Ascensión, sino toda la vida, toda la existencia terrena de Cristo es
asumida, según la idea de Dios, de un modo esencial, en su supremo culto
sacrificial. Toda su vida, desde su Concepción y Encarnación, hasta su Muerte,
Resurrección y Ascensión, están incluidas y tienen por centro y por eje el
Santo Sacrificio del Calvario. Al Encarnarse en la naturaleza humana, la
Segunda Persona de la Trinidad, el Hijo de Dios, de dignidad y majestad
infinitas, se apropió de un objeto que había de sacrificar, el alma y el cuerpo
humanos de Jesús de Nazareth y lo unió hipostáticamente a su Persona Divina; al
hacer esto, al unir al cuerpo y al alma de Jesús a su Persona Divina, el Hijo
de Dios le comunicó a la naturaleza humana de Jesús de Nazareth un valor de
sacrificio infinito; mediante su Pasión y muerte en cruz -las cuales las tuvo
presentes desde el momento mismo de la Encarnación-, consumó la inmolación de
este objeto de su sacrificio, esto es, su cuerpo y su alma humanos; mediante su
Resurrección y glorificación transformó esta naturaleza humana en holocausto,
en prenda de gloria ofrecida a la Trinidad para mayor gloria y alabanza de Dios
Uno y Trino y mediante su Ascensión lo subió al cielo ante el acatamiento de su
Padre, para que le perteneciese al Padre esta naturaleza humana glorificada
que, como propiedad del Hijo, Éste le ofrecía al Padre, para que el Padre tome
posesión de su Cuerpo y su Alma como prenda eterna del culto más perfecto y
agradable que jamás pudiera recibir.
Ahora
bien, el sacrificio de Cristo es un sacrificio personal pero ante todo
sacerdotal, porque Él es el Sumo y Eterno Sacerdote, de cuyo sacerdocio
participan los sacerdotes ministeriales; sacerdotal significa que el sacerdote
es el que sacrifica como delegado y en nombre de toda la humanidad, siendo instituido por
Dios mismo y ofrece el sacrificio en nombre de los hombres; así el sacerdote
se coloca entre Dios y los hombres, haciendo llegar a Dios el culto de la
humanidad y entregando de parte de Dios a la humanidad los frutos del
sacrificio. Y así como el sacerdote en su sacrificio se sacrifica a sí mismo,
así también la humanidad, mediante la participación en el sacrificio del
sacerdote ha de representar el sacrificio de sí misma, es decir, se sacrifica a sí misma al unirse al sacrificio del Sumo y Eterno Sacerdote Jesucristo, por medio de la Santa Misa.
Jesucristo
es el representante del linaje, de la raza humana, por haber salido del seno de
la misma, por haber tomado de la raza humana el cuerpo y la sangre que había de
sacrificar a Dios. La carne y la sangre que Él inmoló en la cruz el Viernes Santo y que fueron sublimadas
por el fuego del Espíritu Santo el Domingo de Resurrección, eran al mismo tiempo
nuestra carne y nuestra sangre y por eso no fue solamente Cristo, sino todo el
linaje humano que a Él se une por la gracia santificante que dan los
sacramentos, quien en la carne y la sangre de Cristo ofreció a Dios la prenda
de valor infinito y la elevó, en la Ascensión, al cielo.
La carne y la sangre que habían sido contaminadas por la impureza y la mancha del pecado original desde Adán, ahora son elevadas, sublimadas, purificadas, santificadas por el Espíritu Santo en la Resurrección de Cristo, al Ascender Nuestro Señor a los cielos.
Entonces,
en la Ascensión de Cristo, debemos ver a la Víctima Perfectísima, el Cordero
Inmaculado, que, sublimado por el fuego del Espíritu Santo, es ofrecido a Dios
como suave perfume de incienso, que se eleva al cielo así como el humo del
incienso, quemado por el fuego de la brasa incandescente, se eleva al cielo.
Pero también nosotros podemos ser parte de esa ofrenda agradabilísima a Dios,
por medio de la unión con Cristo a través de la gracia santificante concedida
por los sacramentos, de ahí la importancia de la recepción de los mismos, sobre
todo la Confesión y la Eucaristía. Si no nos unimos a Cristo por los
sacramentos, nunca seremos ascendidos a los cielos; peor aún, seremos
precipitados en el Abismo en donde el fuego nunca se apaga; pero si nos unimos
a Cristo por la fe, el amor y los sacramentos, entonces seremos ascendidos con
Él al cielo, para ser una eterna ofrenda de amor, al Padre, por el Hijo, en el
Amor del Espíritu Santo.
[1] Cfr. Mathias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo,
Ediciones Herder, Barcelona 1964, 460ss.
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