(Ciclo B – 2024)
Según la
doctrina de la Iglesia Católica, la Santísima Trinidad es un misterio sobrenatural
absoluto, lo cual quiere decir que es, para el intelecto creado, sea angélico o
humano, un misterio incomprensible, insondable, inabarcable; es un misterio que se encuentra infinitamente por encima de la
capacidad de comprensión de cualquier intelecto creado, sean los ángeles o los
hombres[1]. Un
ejemplo de la incapacidad de comprender a la Santísima Trinidad que tenemos los
hombres, es el episodio sucedido a San Agustín, en un momento en el que,
caminando por la playa, meditaba acerca del misterio de la Santísima Trinidad. Estando
San Agustín en sus meditaciones sobre la Trinidad, se encontró repentinamente
con un niño pequeño, que jugaba con un balde y una pequeña pala. El niño excavaba
un pozo en la arena y luego iba corriendo al mar, llenaba su pequeño balde con
el agua del mar y lo vaciaba en el pozo que había excavado. Extrañado por este
juego del niño desconocido, San Agustín le preguntó qué era lo que hacía y el niño
le respondió que quería hacer entrar todo el mar en el pozo que había cavado.
San Agustín le dijo que eso era una tarea imposible, porque el mar era
demasiado grande como para que pudiera caber en un espacio tan reducido. Entonces
el niño -que no era un niño, sino su Ángel de la Guarda- le dijo: “¿Ves? De la
misma manera a como el mar no puede caber en este pequeño pozo, así el misterio
de la Trinidad es tan inmensamente infinito, que no puede caber en la mente
limitada del hombre”. Y diciendo esto, desapareció. De este episodio de San Agustín podemos deducir, por analogía, que el inmenso mar es el misterio de la Trinidad, mientras que el pequeño pozo es nuestra limitada mente humana. Así nos podemos dar cuenta,
desde un inicio, lo que implica el misterio de la Santísima Trinidad: es un
misterio sobrenatural absoluto, que para nosotros -y también para los ángeles, que tienen un intelecto mucho más poderoso que el nuestro- es
infinitamente incomprensible, insondable, inabarcable. Y esto es válido no solo para nosotros
que vivimos en el tiempo, sino también para quienes ya están en la eternidad, los
ángeles buenos y los santos, es decir, para quienes ya participan en plenitud de la contemplación de la Santísima Trinidad al contemplarla cara a cara; también para ellos es un misterio inagotable de
perfección divina, de hermosura divina, de majestad divina, de bondad divina,
de justicia divina, de infinidad de infinidades de perfecciones divinas, que brotan
del Acto de Ser divino trinitario y que por esto mismo no pueden ser, ni lo serán nunca, por
toda la eternidad, agotadas y comprendidas por completo. No bastan las
eternidades de eternidades para contemplar el misterio sobrenatural absoluto,
inefable, insondable, de la Trinidad de Personas. La Santísima Trinidad es un Dios
tan perfectamente hermoso en su Acto de Ser divino trinitario, que el alma que tiene
la dicha de contemplarla por primera vez, al ingresar al Cielo -recordemos que hay no todas las almas van al Cielo, unas van Cielo, otras al Purgatorio y otras al Infierno-, no puede y no
quiere dejar de contemplar tanta hermosura, de manera tal que queda prendida de
la hermosura divina como si se tratara de un gigantesco imán que atrae a una pequeñísima
partícula de hierro. A pesar de que en el Cielo el alma bienaventurada puede interactuar y alegrarse
-y lo hace- con la alegría de los otros que se han salvado y ahora son santos y
a pesar de que puede participar de la alegría de todos los ángeles buenos de Dios,
que no se rebelaron contra Dios sino que lo amaron y lo sirvieron, a diferencia
de los ángeles caídos, a pesar de eso, el alma que contempla a la Santísima
Trinidad queda eternamente atrapada en el Amor Divino y Eterno y en la
Hermosura Increada, Infinita y Eterna de la Santísima Trinidad y no quiere, es un
decir, saber nada más que no sea la contemplación de la Santísima Trinidad y
también del Cordero, porque el Cordero es la Persona Segunda de la Trinidad que
se encarnó, llevó a cabo su misterio pascual de muerte y resurrección y ahora
es adorado y glorificado por la eternidad por los espíritus celestiales y el alma bienaventurada, aunque puede interactuar con los ángeles y santos, solo quiere contemplar, amar y adorar a la Santísima Trinidad y al Cordero, por los siglos sin fin.
Ahora bien, la Santísima Trinidad, siendo la Felicidad Increada en Sí misma, siendo el Amor Misericordioso en Sí mismo, siendo la Justicia Divina en Sí misma, por la naturaleza misma del Amor Misericordioso que brota como un manantial inagotable de su Acto de Ser divino trinitario, no puede ni quiere quedarse para sí con ese Amor Divino y como el Amor Divino es por sí mismo comunicable, la Santísima Trinidad quiso comunicar es Divino Amor, tanto a los ángeles como a los hombres. Para comunicarlo a los hombres, la Persona Divina del Padre le pidió a la Persona Divina del Hijo que se encarnara en el seno purísimo de María Santísima para que cumpliera su misterio pascual de Muerte y Resurrección y así, luego de su Santo Sacrificio de la Cruz, prolongara y renovara su Encarnación a través del Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa y por medio del Don de la Eucaristía donara a los hombres al Divino Amor que une al Padre y al Hijo desde la eternidad y esto lo hace el Hijo a través de Su Sagrado Corazón Eucarístico, que está envuelto en las llamas del Divino Amor, el Espíritu Santo, el Divino Amor, el cual es soplado sobre las almas que reciben el Cuerpo Sacramentado de Cristo en estado gracia -por eso la necesidad de la Confesión Sacramental-, y además con fe, con piedad y con amor.
Así el Santo Sacrificio de la Cruz, renovado sacramental e
incruentamente en el Santo Sacrificio del Altar -la Santa Misa-, se convierte en la más suprema y hermosa
expresión y en el más maravilloso vehículo de la comunicación ad
extra -hacia afuera- de la Trinidad para con el hombre[2],
introduciendo al mismo tiempo al hombre, purificado por la gracia, en la unidad substancial de
la Trinidad, mediante la Encarnación y la Eucaristía[3]. Esto
quiere decir que la Santísima Trinidad, en un doble movimiento, descendente y ascendente, nos dona su Amor a través del Corazón Eucarístico
de Jesús -movimiento descendente- para que, inflamados en su Divino Amor, seamos presentados en Cristo al Padre -movimiento ascendente-, como ofrenda agradable a Él, primero
en el tiempo y luego por la eternidad, para adorarlo, amarlo, darle gracias y
bendecirlo por los siglos sin fin.
Por esta
razón, la Santísima Trinidad es el Único Dios Verdadero que merece la
adoración y el amor de las creaturas, ya que fue la Trinidad quien creó tanto
el universo visible como el invisible; es el Único Dios que merece ser adorado y amado por sobre todas las cosas y por sobre todas las creaturas sobre todo
por el hombre -de ahí la blasfemia de los satanistas que adoran al Demonio en vez de adorar a Dios-, por ser Dios Uno y Trino su Creador, su Redentor y su Salvador, porque a
través de su obra más magnífica, la Santa Misa, la Sagrada Eucaristía, que es
la prolongación de la Encarnación del Verbo, el medio por el cual los hombres, unidos al Cuerpo
Eucarístico de Jesús, pueden ser elevados, en el tiempo y por toda la eternidad,
en el Espíritu Santo, al Padre.
Entonces, si la
Trinidad se nos dona en la Eucaristía, para que, por la Eucaristía, el Cuerpo
del Hijo, seamos llevados al Padre, en el Espíritu Santo, este hecho admirable
debe hacernos reflexionar en cuán ligeras, mecánicas, indolentes, indiferentes y frías son a menudo
nuestras comuniones -y eso, cuando nos dignamos a comulgar, porque la inmensa mayoría de las veces, preferimos dormir, ver la televisión, salir de compras, pasear, jugar al fútbol, charlar con amigos, antes que comulgar, es decir, recibir al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, envuelto en el Fuego del Divino Amor-. Comulgar no es recibir un trocito de pan bendecido en una
ceremonia religiosa; comulgar es unirnos al Hijo, para adorar al Padre, en el
Amor del Espíritu Santo, el Amor de la Santísima Trinidad.
[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo,
Editorial Herder, Barcelona 1964, 31ss.
[2] Cfr. Scheeben, ibidem, 469.
[3] Cfr. Scheeben, ibidem, 430.
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