(Domingo VI - TP - Ciclo B – 2024)
“Les doy
un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros, como Yo los he amado” (Jn
15, 19-17). En este “mandamiento nuevo” de Jesús, debemos preguntarnos cuál es
la novedad, cuál es lo “nuevo”, porque entre los judíos ya existía un
mandamiento que mandaba amar al prójimo: “Ama a Dios por sobre todas las cosas
y al prójimo como a ti mismo”. Si ya existía un mandamiento en el que, por
orden divina, se debía “amar al prójimo”, debemos entonces considerar en dónde
está la novedad del mandamiento de Jesús.
Un primer aspecto a considerar es que el mandamiento no se limita al prójimo que comparte la misma religión, sino a todo
prójimo. Para los judíos, el prójimo era aquel que compartía la misma religión;
en el catolicismo, el prójimo es el que comparte la misma religión, pero
también todo ser humano, por el solo hecho de ser una persona humana. Por esta
razón, el mandamiento de Jesús es nuevo en cuanto a que es universal, se
extiende a toda la humanidad, el católico debe amar a todos los hombres, sin
importar la raza, la religión, la condición social, etc.
Otro aspecto a considerar es que no es un amor natural. Hasta Jesús, se debía
amar al prójimo, pero con un amor natural, el amor que surge del corazón humano
que, si bien está hecho para amar, como consecuencia del pecado original, se
vuelve un amor limitado, estrecho, egoísta, que se deja llevar por las
apariencias, que ama con condiciones. A partir de Jesús, esto cambia
radicalmente, porque el amor con el que se debe amar, tanto a Dios como al
prójimo, ya no es el solo amor humano, ni siquiera el amor humano purificado
del pecado por acción de la gracia:, sino que es un amor sobrenatural, el Amor de Dios, el Espíritu Santo.
Otra característica es que en el prójimo al que se
debe amar, está comprendido aquel que, por alguna razón, es nuestro enemigo
personal, según lo dice el mismo Jesús: “Amen a sus enemigos”. Esto porque, si
hacemos así, si amamos a nuestros enemigos, estaremos imitando y participando
del amor con el que Dios Padre nos amó en Jesucristo, porque siendo nosotros
sus enemigos, los enemigos de Dios Padre, por causa del pecado, Dios Padre no
nos trató como a sus enemigos, sino como a sus hijos, nos amó con su amor
misericordioso, no solo no tratándonos como lo merecíamos por crucificar a su
Hijo Jesús, sino perdonándonos por la Sangre de Cristo y concediéndonos la Vida
nueva de los hijos de Dios. Entonces así debe hacer el católico con sus
enemigos personales, amarlos, como Dios nos ha amado en Cristo. Pero este amor
a los enemigos no se aplica a los enemigos de Dios, de la Patria y de la
Familia, porque a estos se los debe combatir, a cada uno con las armas
correspondientes, materiales y espirituales, pero se los debe combatir, aunque
no odiarlos, porque se debe odiar la ideología que los convierte en enemigos de
Dios, de la Patria y de la Familia, pero no se los debe odiar en cuanto seres
humanos. Un ejemplo es la ocupación ilegal de Inglaterra en nuestras Islas Malvinas: se debe odiar la ideología criminal que los lleva a cometer la ocupación y usurpación ilegal de nuestro territorio patrio, pero no se los debe odiar en cuanto seres humanos; otro ejemplo, es la subversión marxista que pretende tomar el poder por la violencia: se debe odiar a la ideología comunista que atenta contra nuestra Patria, pero no se debe odiar al subversivo en cuanto ser humano. Entonces, se debe odiar a la ideología -comunismo, liberalismo, etc.-, pero no al ser humano.
Por último, se debe amar “como Jesús nos ha amado” y
Jesús nos ha amado con dos características: hasta la muerte de cruz y con el
Amor del Espíritu Santo, con el Amor Divino, que es la Tercera Persona de la
Trinidad, el Amor que el Padre dona al Hijo y que el Hijo dona al Padre. Amar
al enemigo hasta la muerte de cruz implica literalmente morir a nosotros
mismos, en el sentido espiritual, es decir, morir al deseo de venganza, de
rencor, de enojo, porque Jesús ha desterrado para siempre la ley del Talión del
“ojo por ojo y diente por diente” y no solo debemos morir a este sentimiento, sino amar
al prójimo que nos ha ofendido y amarlo no siete veces, sino “setenta veces
siete”, como dice Jesús, lo cual significa “siempre”. Debemos entonces amar al
prójimo “como Jesús nos ha amado”, hasta la muerte de cruz, muriendo a nosotros
mismos y a nuestro deseo de venganza, deseo que debemos desterrar radicalmente
de nuestros corazones. La otra característica de nuestro amor es la de amar con
el Amor Divino, el Espíritu Santo, porque Jesús nos ha amado hasta la muerte de
cruz y ha derramado sobre nosotros, con su Sangre Preciosísima, el Espíritu
Santo, el Espíritu del Divino Amor, el Amor con el que se aman eternamente el
Padre y el Hijo. Y debido a que, como es obvio, no tenemos ese Amor en
nosotros, porque no somos Dios, debemos suplicar, en la oración, que, por medio
de la Virgen, descienda el Amor del Espíritu Santo sobre nosotros, para que así
seamos capaces de cumplir el “mandamiento nuevo, amarnos los unos a los otros,
como Jesús nos ha amado”. Y si hacemos esto, si amamos a nuestros enemigos
hasta la muerte de cruz y con el Amor del Espíritu Santo, entonces seremos
verdaderamente hijos divinizados de Dios Padre, que nos amó hasta la muerte en
cruz de su Hijo Jesús y con su Amor, el Espíritu Santo.
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