(Domingo II - TC - Ciclo C – 2025)
“Su rostro
y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante” (Lc 9, 28b-36). El relato del Evangelista describe lo que en el
Monte Tabor aparece visiblemente ante los ojos de Pedro, Santiago y Juan: en la
cima del Monte Tabor, Jesús resplandece con una luz blanca, resplandeciente: “Su
rostro y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante”. El fenómeno
descripto por el Evangelista es aquello que de inmediato capta la atención de
los discípulos que están frente a Jesús y es la luz que se irradia desde Jesús,
desde la humanidad de Jesús. Ahora bien, lo que debemos tener en cuenta es que
se trata de un fenómeno sobrenatural, es decir, un fenómeno que se origina en
Jesús, que es Dios, y por lo tanto, aunque el fenómeno de la emisión de luz por
parte de Jesús se describe con lenguaje humano, el lenguaje no puede transmitir
la real magnitud del esplendor de Jesús, llamado por la Iglesia como
“Transfiguración”.
Por esta
razón, debemos preguntarnos: ¿de qué luz se trata? Porque la esencia de la
Transfiguración es la emisión de luz por parte de Jesús y, siendo así, no se
trata de un hecho secundario, sino central; en otras palabras, dilucidar la
naturaleza de la luz emitida por Jesús, nos conduce no solo a saber de qué luz
se trata, sino la razón por la cual Jesús se transfigura, es decir, emite luz
radiante, resplandece “con una blancura deslumbrante”, como dice el
Evangelista.
La interpretación racionalista es la propia de quienes niegan la naturaleza divina de Jesús y sea desde fuera o desde dentro de la Iglesia, pretenden instalar un discurso racionalista-progresista, negador de todo lo sobrenatural, de lo celestial, de lo divino, sería que la luz emitida por Jesús se trata, en realidad, de la luz natural: el racionalismo progresista católico, que tuerce la fe en la dirección del evangelismo protestante, dice que esta emisión de luz, a la que la Iglesia llama “Transfiguración”, no es otra cosa que un fenómeno óptico o visual, una especie de distorsión de la realidad provocada por la imaginación de los Apóstoles: en realidad, la Transfiguración, para un racionalista, no es otra cosa que la luz del sol: el día estaba nublado y, en un determinado momento, las nubes corridas por el viento dan lugar a la aparición del sol, cuyos rayos, convergiendo de forma repentina e intensa sobre el rostro y la humanidad de Cristo, por unos pocos segundos o minutos, da la sensación visual de una luminosidad extraordinaria, fuera de lo normal. Es obvio que esta interpretación racionalista no se corresponde con la fe católica.
La respuesta a la pregunta sobre la verdadera naturaleza de la luz de la Transfiguración emitida por Jesucristo en el Monte Tabor la proporcionan los monjes griegos del Monte Athos, los cuales dicen así: “La luz de la inteligencia es diferente a la luz percibida por los sentidos. La luz sensible nos hace percibir los objetos materiales, al alcance de nuestros sentidos, mientras que la luz intelectual nos manifiesta la verdad que está en la inteligencia. La vista y la inteligencia perciben dos luces distintas. Sin embargo, en aquellos que son dignos de recibir la gracia y la fuerza espiritual y sobrenatural, reciben tanto por la vista como por la inteligencia una luz que está más allá de toda luz creada, de todo sentido y de toda inteligencia… Esta luz no es conocida sino por Dios, porque Él mismo es esa luz, y la da a conocer a quienes tienen la experiencia de la gracia”[1]. Según esta última interpretación, se puede decir que la luz que irradia de Cristo es la luz de Dios que ilumina el intelecto humano, concediendo a éste una capacidad superior a la normal, con la cual puede ver lo que antes estaba oculto, en este caso, la verdad sobre la divinidad de Cristo[2]. Esta interpretación explica qué es lo que sucede en el intelecto humano cuando es iluminado por la luz de la gracia, a través de la cual puede conocer la divinidad de Cristo; esta es una respuesta que da la interpretación verdadera sobre la luz de Cristo en el Tabor. Es por eso que los discípulos ven la luz de Cristo con los ojos del cuerpo y con la inteligencia, pero la experiencia propiamente mística y sobrenatural, es ver a Cristo envuelto en su gloria divina. En otras palabras, Cristo es Dios; Él, en cuanto Dios, emite la luz de su gloria divina trinitaria en el Monte Tabor; los Apóstoles, iluminados por la gracia, perciben la luz divina trinitaria auxiliados por la gracia; el Evangelista describe esta luz divina trinitaria como luz de “blancura deslumbrante”, haciendo una analogía con lo que él conoce en la naturaleza, pero refiriéndose a un fenómeno sobrenatural que sobrepasa infinitamente todo fenómeno natural conocido.
Los monjes
del Monte Athos distinguen entonces dos luces, la de la inteligencia y la de la
sensibilidad, de otra luz, la luz increada, la luz divina, que sobrepasa
infinitamente a estas dos[3].
Es esta última luz, la luz de la divinidad, la luz de la Santísima Trinidad, la
que surge de Cristo en el Monte Tabor como de su fuente.
La luz que
irradia de Cristo en el Monte Tabor y que provoca su Transfiguración, es la luz
que procede de su propio ser divino trinitario, de su propia esencia divina, de
su propia naturaleza divina trinitaria. “Dios es luz”, dice el evangelista Juan[4],
y Cristo afirma de sí mismo: “Yo Soy la luz del mundo”[5],
y la Iglesia lo confirma en el Credo Niceno-Constantinopolitano al referirse a
Jesucristo como: “Dios de Dios, Luz de Luz”[6]
y esta “Luz de Luz” la que Cristo emite en el Monte Tabor, la que resplandece a
través de su Humanidad Santísima y la que la Iglesia denomina “Transfiguración”.
Entonces,
la luz que emite Cristo no es una luz natural, como la luz del sol, ni tampoco
es una luz en sentido analógico, como la luz de la razón humana: es la luz de
la gloria del Ser divino trinitario y esta consideración es esencial porque, a
diferencia de la luz creada, la luz del Ser divino trinitario, la luz que emite
Jesús, Luz de Luz, Dios de Dios, es una luz viva, porque posee la vida del Ser
divino de la Trinidad y esta luz que es Vida Increada, da vida a quien ilumina,
en este caso, a los hombres. Y además de iluminarlos, los une al Ser divino de
Dios Trino, es decir, une a Dios con los hombres y así el hombre, iluminado por
Cristo, Luz Eterna de Dios, vive una nueva vida, una vida que ya no es la vida
humana, sino una participación a la vida divina trinitaria, y ya no vive en
tinieblas, ni en las tinieblas del error, ni en las tinieblas de la mentira, ni
en las tinieblas del pecado y, todavía más, es liberado de la opresión y del dominio
de las tinieblas vivientes, los ángeles caídos, cumpliéndose así las palabras
de Jesús: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no
andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12).
Jesús dice
que aquel a quien Él ilumine, tendrá “la luz de la vida”, es decir, será
iluminado por la luz divina del Ser divino trinitario y como esta luz divina es
una luz viva, que da la vida de la Trinidad a quien ilumina, el que sea iluminado
por Cristo tendrá en sí la luz de la Trinidad, una luz que es vida porque es
viva, pero con una vida distinta a la humana y a la angélica, porque es la vida
misma de la Santísima Trinidad. Es una vida en la que la persona humana
iluminada entra a participar de la vida de la Trinidad, es decir, comienza una
vida de íntima comunión de diálogo y amor con las Tres Divinas Personas de la
Trinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Por esta razón, mucho más que
simplemente “no vivir en tinieblas”, quien es iluminado por Cristo vive con la
luz viva de la Trinidad y esto quiere decir entrar en íntima comunión de vida y
amor con las Tres Divinas Personas de la Sacrosanta Trinidad, algo que es tan
inmensamente grandioso y sublime, que no nos alcanzarían eternidades de
eternidades, ni para comprenderlo, ni para dar gracias por tan inmerecido don,
conseguido al precio de la Sangre de Cristo derramada en la Cruz.
Éste es un
primer aspecto a considerar en la Transfiguración de Nuestro Señor en el Monte
Tabor, el de la naturaleza de la luz que emite Jesús y qué efectos produce en
el alma a quien Jesús ilumina.
El otro
aspecto a considerar en la Transfiguración es que Jesús se transfigura, es
decir, deja resplandecer la luz de la gloria divina de su Ser divino trinitario
antes de la Pasión, dice Santo Tomás, con el objetivo de hacerles ver a sus
Apóstoles que Él es Dios y que luego del drama de la Pasión, luego de su
Dolorosa y Sangrienta Pasión, luego de su Muerte en Cruz, Él habría de
resucitar con su poder divino. Jesús se transfigura, deja resplandecer la luz
de su divinidad, para hacerles ver que Él es Dios en Persona y que en cuanto
tal, tiene poder sobre la vida y la muerte; Él es “el Alfa y el Omega, el
Primero y el Último, el Principio y el Fin” (Ap 22, 13); Él es “el que
estaba muerto y ahora vive” (cfr. Ap 1, 18) para siempre y su reino no
tendrá fin, porque durará por eternidades de eternidades.
En el
Monte Tabor, el Hombre-Dios Jesucristo aparece envuelta en la luz gloriosa de
la Trinidad, para que su Iglesia de todos los tiempos contemple esta gloria
divina y contemplándola, comprenda que luego de la Cruz viene la Luz; comprenda
que no hay Luz sin Cruz; comprenda que a la Eterna Luz se llega por el Madero
Santo de la Cruz; comprenda que no hay Monte Calvario sin Monte Tabor y no hay
Monte Tabor sin Monte Calvario; Cristo se transfigura en el Monte Tabor para
que nosotros, que somos su Iglesia, comprendamos que solo por la Santa Cruz
viene la gloria eterna y la comunión de vida y amor con las Tres Divinas
Personas de la Trinidad.
Un último
aspecto a considerar en la Transfiguración es que tanto el Cristo Crucificado y
Sangrante del Monte Calvario, como el Cristo Resplandeciente y luminoso del
Monte Tabor, está en Persona, real, verdadera y substancialmente, en ese Nuevo
Monte Calvario, en ese Nuevo Monte Tabor, que es el Altar Eucarístico, el Altar
del Sacrificio. Es decir, en la Eucaristía está contenida la misma gloria divina
trinitaria que resplandece en la Humanidad de Jesús en el Monte Tabor, en la
Transfiguración, solo que está oculta a la percepción sensible de nuestros ojos
corporales.
En el
Nuevo Monte Tabor, el Altar Eucarístico, la Humanidad y la Divinidad de
Jesucristo están contenidas en el Sacramento de la Eucaristía; Cristo
Eucaristía resplandece en el Altar Eucarístico, Nuevo Monte Tabor, para
hacernos ver que la Cruz de esta vida terrena es pasajera y que luego de esta
Cruz nos espera la luz de la gloria divina contenida en la Eucaristía. Además,
por la Eucaristía, somos iluminados con la luz de la gloria del Cristo Eucarístico,
luz que nos hace entrar en comunión de vida y amor, ya desde esta vida terrena,
con las Tres Divinas Personas de la Trinidad, el Padre y el Espíritu Santo. La
Iglesia oriental, en la fiesta de la Transfiguración, le dirige a Cristo Dios
esta oración: “Tú te has transfigurado sobre la montaña, oh Cristo Dios, y la
gloria ha colmado de tal admiración a Tus discípulos, que al verte crucificado
han comprendido que tus sufrimientos son voluntarios y por eso anunciarán al
mundo que Tú eres verdaderamente el Esplendor del Padre”[7].
Nosotros podemos decir, análogamente: “Tú, Cristo Dios, apareces transfigurado
en la gloria del sacramento del altar, para hacernos comprender que unidos a tu
cruz en esta vida, viviremos para siempre en la gloria de Dios Trino en la vida
eterna”.
[1] Cfr. Lossky, ibidem, 220.
[2] Cfr. Vladimir Lossky, Théologie mystique de l’Église d’Orient, Ediciones Montaigne, Paris
1944, 220.
[3] Cfr. Lossky, ibidem, 220.
[4] 1 Jn, 1, 5.
[5] Jn 8, 12.
[6] Cfr. Misal Romano, Liturgia de
[7] Cfr. Lossky, ibidem, 145, nota 1.