miércoles, 28 de mayo de 2025

Solemnidad de la Ascensión del Señor

 



(Ciclo C - 2025)

 

Antes de ascender a los cielos, Cristo resucitado revela a sus discípulos el motivo por el cual el Mesías ha padecido su Pasión de amor: no solo para perdonar los pecados, sino también para para transmitir a todos los hombres la buena noticia de que sus pecados han sido perdonados por su Sacrificio en Cruz, por su Sangre que ha sido derramada en la Cruz. Les dice además que “permanezcan en la ciudad, en Jerusalén hasta que se revistan de la fuerza que viene de lo alto”, es decir, hasta que reciban al Espíritu Santo que Él va a enviar junto al Padre. Y cuando venga el Espíritu Santo, les hará comprender con plenitud el misterio pascual de Jesucristo, que implica otros misterios, otros contenidos salvíficos de la Buena Noticia que los discípulos deben anunciar y es que no sólo han sido perdonados los pecados, sino que además Dios quiere deificar, hacer dioses a cada uno de los hombres mediante la comunicación de su filiación divina, su resurrección y su gloria, para que los hombres, mucho más que vivir como “hombres buenos”, Dios quiere que vivan como hijos de Dios, es decir, como hombres santos, como hombres que participan de la vida divina de la Trinidad y esto es posible porque gracias al Sacrificio de Jesús en el Calvario, la Iglesia les comunicará, a través de los sacramentos, una vida nueva, la vida de la gracia, vida que los hace partícipes de la vida divina de la Santísima Trinidad.

De esta manera Jesús lleva adelante su misterio pascual de muerte y resurrección, ascendiendo a los cielos para luego enviar al Santo Espíritu de Dios sobre su Iglesia, sobre su Cuerpo Místico en Pentecostés, de manera que, por la misión evangelizadora de la Iglesia, toda la humanidad pueda ser conducida, luego de ser glorificada y deificada por Él, hacia el Padre.

Así, luego de la muerte en cruz, luego de la resurrección y glorificación de su Cuerpo que yacía tendido en el sepulcro, Jesús ha cumplido ya su sacrificio redentor, ha ofrecido su vida en holocausto y ahora, resucitado sube a los cielos y asciende como Víctima Inmolada, Santa y Pura, para ofrecerse al Padre como Sacrificio Eterno para la redención de los hombres. Su Encarnación en el seno virgen de María Santísima fue el primer acto de su misterio pascual y esto lo hizo Jesús para tener un Cuerpo humano que pudiera ser ofrecido en holocausto, para que sea quemado con el fuego del Espíritu Santo en el ara de la cruz y así, esa Carne suya sublimada por el fuego del Espíritu en la resurrección, fuera luego ascendida para ser presentada al Padre como la Víctima Perfectísima, Santa y Pura en beneficio de los hombres, para que cada vez que la Ira Divina se encendiera por los crímenes de la humanidad, al ver al Cordero de Dios degollado para la salvación de los hombres, la Ira Divina fuera aplacada y diera paso a la Misericordia Divina.

Pero la ascensión de Jesús no se entiende ni se aprecia en su verdadero sentido sobrenatural, si no se tiene en cuenta su significado místico: tanto la Resurrección como la Ascensión de Jesús llevan a cabo, de una manera místicamente real, lo que en los sacrificios de animales se simboliza mediante la combustión por el fuego de la carne de la víctima[1]. En el Templo de la Antigua Alianza, cuando se hacía el sacrificio de un cordero, se encendía el fuego y se inmolaba su cuerpo en el fuego y el cuerpo, devorado por las llamas, era sublimado y transformado en humo que ascendía al cielo; con eso se quería significar que el don -la carne del cordero- se había transformado en algo superior por la acción del fuego –la materia se hacía humo que subía la cielo, es decir, la materia se convertía en algo inmaterial, espiritual, por la acción del fuego- y este cordero, con su carne así sublimada por el fuego, ascendía al cielo, en donde pasaba a ser propiedad de Dios; la otra parte del sacrificio del cordero consistía en que se introducía la sangre de las víctimas sacrificadas, en el Santo de los Santos, en el Tabernáculo, donde estaba Dios, significando también que la sangre de esa víctima inmolada en su honor, pasaba a ser propiedad divina, ya no pertenecía más a los hombres, sino que desde ese momento, esta sangre se apropiaba a Dios.

Ahora bien, los sacrificios de la Antigua Alianza eran solo una figura y una representación simbólica del Verdadero y Único Sacrificio, el Sacrificio de Cristo en la cruz y de su función en el cielo, por la cual Él apropia y ofrenda su cuerpo y su sangre glorificados, divinizados por el Fuego del Espíritu Santo, continuamente, eternamente, a Dios[2]. Del mismo modo a como el cuerpo del cordero sacrificado en el altar era consumido por el fuego para luego ascender sublimado, transformado en algo superior, a Dios, así, del mismo modo, pero no ya en un sentido figurado y simbólico, sino haciendo realidad lo que era figura, Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, quema su Cuerpo muerto en el altar de la cruz con el fuego de su Espíritu, absorbiendo su muerte y comunicándole su propia vida divina, la vida divina del Ser Divino Trinitario que Él posee como Hijo junto al Padre y el Espíritu Santo, resucitando su Cuerpo, dándole vida divina con la gloria de la Trinidad, para que su Cuerpo, antes muerto, el Cuerpo del Cordero de Dios, ahora resucitado y glorificado, ascendiera sublimado por el Espíritu Santo, hasta el Cielo, ingresando en el Templo del Cielo con su Sangre glorificada, para que tanto su Cuerpo como su Sangre sublimadas y glorificadas por el Espíritu Santo, pasen a ser propiedad exclusiva de Dios Padre. Entonces, a partir de la Pasión, Muerte, Resurrección, Glorificación y Ascensión al cielo de Jesucristo, aquello que sube a los cielos como don sublime y perfectísimo ofrecido en honor de la Trinidad, no es ya el humo que se desprende de un animal muerto, sino que es el Cuerpo glorioso y resucitado y la Sangre Preciosísima del Cordero de Dios; es el Cuerpo y la Sangre glorificados de Nuestro Señor, que así asciende como don de valor infinito ofrecido a la Trinidad para nuestra salvación.

Aquí es entonces donde encontramos el significado místico y sobrenatural de la Ascensión del Señor: la resurrección, la glorificación, y luego la ascensión, son los actos por los cuales la víctima inmolada, el Verdadero Cordero, el Cordero de Dios Cristo Jesús, empezó a ser posesión verdadera y perpetua de Dios. El Cordero Degollado, Cristo Jesús muerto en la cruz, fue envuelto en el fuego de la divinidad, el Espíritu Santo, el cual infundió una nueva vida, la Vida de la Trinidad, al Cordero que yacía muerto en el Santo Sepulcro y absorbiendo su mortalidad lo asumió y transformó en sí, le comunicó la vida gloriosa trinitaria, lo hizo subir como holocausto de dulce y suavísima fragancia a Dios, para disolverlo y fundirlo, por decirlo así, en Dios[3]. Y esto es lo que se renueva y actualiza en cada Eucaristía: sobre el altar eucarístico se depositan las substancias inertes del pan y del vino y en el momento en el que el sacerdote pronuncia las palabras de la consagración –“Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”-, el fuego del Espíritu Santo desciende sobre el pan y el vino y los convierte en el Cuerpo y la Sangre del Cordero y así la Eucaristía es el Sacrificio Perfectísimo que la Santa Iglesia ofrece a la Trinidad, como holocausto de suave y exquisita fragancia.

De esta manera es cómo toda la vida, toda la existencia terrena del Hombre-Dios Jesucristo es asumida en su supremo culto sacrificial: al encarnarse en el seno de la Virgen, se apropió de un objeto para sacrificar, la naturaleza humana de Jesús de Nazareth y mediante la Encarnación, mediante la unión de esa naturaleza humana a su Persona Divina, la Segunda de la Trinidad, un valor infinito, el valor de ser la naturaleza humana del Hijo de Dios; a través de su Pasión y Muerte consumó la inmolación de este objeto del sacrificio; mediante su Resurrección y glorificación lo transformó en holocausto, y mediante su Ascensión lo subió al cielo ante el acatamiento de su Padre, de manera que por la Ascensión, la naturaleza humana glorificada de Jesús de Nazareth le perteneciese al Padre como prenda eterna del culto más agradable y perfecto[4], como Única Prenda Sacrificial digna del Padre Eterno. Así, tanto la glorificación ocurrida en el sepulcro, como la Ascensión, constituyen las últimas etapas de su misterio pascual, misterio que había iniciado al descender, desde el seno del Padre, hasta el seno virgen de María. El Verbo de Dios baja de los cielos, asume personalmente una carne humana, la ofrenda en el altar de la cruz, la inmola en el sacrificio del Calvario, la resucitó con su propio espíritu de vida y ahora, a esa misma humanidad, glorificada y resucitada, la asciende a los cielos, para depositarla ante los ojos de Dios como un sacrificio espiritual eternamente agradable a la Trinidad.

Con la Ascensión, queda constituido el doble movimiento del misterio pascual de Jesús, consistente en un descenso -la Encarnación- y un ascenso -la muerte en cruz, portal de ingreso al cielo-, cuyo objetivo final es ascender, elevar, junto a Él, en Él y por Él, a toda la humanidad, para conducirla glorificada al Corazón mismo de Dios Uno y Trino.

Este misterio pascual de Cristo, constituido por el doble movimiento de descenso y de ascenso, continúa en el signo de los tiempos y se actualiza en la liturgia, en cada misa: Santo Tomás afirma que Cristo asciende a los cielos para llevarnos a su Sagrado Corazón, y eso es lo que hace en la Eucaristía: desciende en la comunión eucarística hasta nuestra alma para ascendernos a nosotros hasta Su Sagrado Corazón, que es el Corazón de Dios. En otras palabras, Jesús renueva su ascenso y descenso cada vez que se lleva a cabo el Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa: por la liturgia eucarística, Jesús desciende desde el seno del Padre hasta la Eucaristía y desde la Eucaristía continúa su descenso hacia nuestras almas, para desde allí ascender a los cielos, ante trono del Dios, llevando consigo nuestra humanidad, nuestras ofrendas, como sacrificio delante de Dios; Cristo Eucaristía, resucitado y glorioso, asciende desde el altar eucarístico, llevándose nuestra humanidad, nuestras vidas, nuestro ser, nuestros ofrecimientos y agradecimientos, como ofrenda agradable a llevada Dios. La misión que deja Jesús a sus discípulos, antes de Ascender a los cielos, es la de propagar el Evangelio: como testigos, deben declarar, deben testimoniar lo que han visto y oído y esta misión es también para nosotros, cristianos del siglo XXI, porque si el misterio pascual de Cristo se actualiza a través del misterio de la liturgia, entonces también se actualizan para nosotros el mandato misionero y también la alegría de la resurrección, porque los discípulos se alegran, aún cuando el Señor asciende y los deja solos, porque saben que Cristo que Asciende a los cielos no los ha dejado solos, sino que está en su Iglesia en la Eucaristía hasta el fin de los tiempos. Por esto mismo, también nuestros corazones deben inundarse de alegría sobrenatural, al contemplar con la luz de la fe cómo el Hijo de Dios desciende desde el cielo, desde el seno del Padre, hasta el altar eucarístico, para luego ingresar a nuestros corazones y ascender nuevamente hasta el seno del Padre, llevando consigo nuestro ser, nuestra existencia, nuestra vida ofrecida, nuestras tribulaciones, nuestros agradecimientos, nuestras penas y dolores y también nuestras alegrías, para ser ofrecidos en Él, por Él y con Él, como sacrificio a Dios Trino, como un anticipo de nuestra ascensión final, en donde ya resucitados por Él, ofreceremos, en Él y con Él, en sacrificio de alabanza, todo nuestro ser, como ofrenda eterna a la Trinidad.

Por esto mismo, la Ascensión de Jesús, aunque en un primer momento pareciera ser el inicio de una vida sin Jesús -porque Jesús deja de ser visible para su Iglesia-, es sin embargo el punto de partida para la misión de la Iglesia Militante en la tierra, con Jesús resucitado y glorioso en la Eucaristía; la Ascensión de Jesús señala el inicio de la Presencia Eucarística de Jesús entre nosotros; la Ascensión de Jesús señala el inicio de una nueva vida para los bautizados, una vida en Jesús Eucaristía, con Jesús Eucaristía, para Jesús Eucaristía; la Ascensión de Jesús señala el inicio de nuestra propia ascensión a los cielos en Él, siempre y cuando permanezcamos unidos a su Cuerpo Místico, por medio de la Eucaristía, hasta el fin de nuestra vida en la tierra.



[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 461.

[2] Cfr. Scheeben, ibidem, 461.

[3] Cfr. Scheeben, ibidem, 462.

[4] Cfr. Scheeben, ibidem, 462.


martes, 20 de mayo de 2025

“El Espíritu Santo os enseñará todo y os recordará todo”

 


(Domingo VI - TP - Ciclo C - 2025)

          “El Espíritu Santo os enseñará todo y os recordará todo” (Jn 14, 23-29). Jesús revela a sus discípulos, poco antes de sufrir su Pasión y muerte en cruz, que Él, junto al Padre, enviarán a la Tercera Persona de la Trinidad, el Espíritu Santo, sobre la Iglesia -este evento pneumático y santificador recibirá el nombre de “Pentecostés”- pero además Jesús revela cuáles serán las obra o funciones que llevará a cabo el Espíritu Santo. Estas obras o funciones del Espíritu Santo serán esencialmente de dos tipos, mnemónicas -de recuerdo, de memoria- y de inteligibilidad -es decir, conocimiento-; es decir, las funciones del Espíritu Santo serán de recuerdo de lo dicho por Jesús y de enseñanza de los misterios de la vida de Cristo. La doble función del Espíritu Santo, ejercida sobre el Cuerpo Místico de Jesús, es decir, los bautizados en la Igesia Cató.ica, es esencial para que el cristiano pueda no solo ser llamado “cristiano”, sino ante todo que viva como cristiano. Hasta tanto el Espíritu Santo no ejerza esta doble función, mnemotécnica y de inteligibilidad de los misterios, es decir, de recuerdo y de enseñanza de los misterios sobrenaturales absolutos de la religión católica, esta se convierte en una religión más entre tantas, una religión sin misterios sobrenaturales, que racionaliza todo y que todo lo explica con la sola razón y que aquello que no puede explicar, como los milagros o como la Encarnación del Verbo o la Transubstanciación, lo deja simplemente de lado, como sucede con la falsificada religión inventada por Lutero, el Protestantismo. En otras palabras, si no actúa el Espíritu Santo en las almas y corazones de los bautizados, la religión católica se reduce a una religión naturalista, perdiendo su característica esencial, la de ser una religión de misterios y de misterios sobrenaturales absolutos; sin la función del Espíritu Santo, la religión católica se rebaja a la mera capacidad de la razón humana, la cual no puede trascender más allá del horizonte racional y así, sin la ayuda de la gracia que concede el Espíritu Santo, le es imposible -como le es también imposible al intelecto angélico- ni descubrir los misterios del cristianismo, ni alcanzarlos, ni comprenderlos, ni aceptarlos. Y cuando esto sucede, la fe se reduce al sentimiento -Dios es lo que siento, o mejor, para creer en Dios debo “sentir” la experiencia de Dios-; la liturgia se reduce a entretenimiento -por eso los sacrilegios innumerables cometidos en la Santa Misa, como el asistir disfrazados de payasos, o peor aún, con disfraces de la fiesta satánica de Halloween-; la oración se convierte en auto-descubrimiento de sí mismo y no lo que es, relación de diálogo y amor con las Tres Divinas Personas.

          Debemos preguntarnos, entonces, de manera concreta, en qué consiste la doble función del Espíritu Santo, de enseñanza y recuerdo.

          Una función que realiza el Espíritu Santo es la función mnemónica, de memoria, de recuerdo de todo lo que Jesús hizo y dijo, pero no se trata solamente de un simple recuerdo de las palabras de Jesús, sino ante todo el Espíritu Santo hará recordar y comprender, sobrenaturalmente, las enseñanzas de Jesús; el Espíritu Santo permitirá que el recuerdo no sea meramente lógico, racional o natural, sino ante todo sobrenatural y divino. A través de la iluminación del Espíritu Santo, la Iglesia Naciente de Jesús no solo recordará lo que Jesús hizo y dijo, sino que las creerá con sentido sobrenatural: creerá en los milagros de Jesús, como realizados por el Hombre-Dios y creerá en las enseñanzas de Jesús como las enseñanzas provenientes del mismo Dios Hijo en Persona.

          Este recordar, pero no solo recordar, sino comprender con sentido sobrenatural, es lo que les sucede, por ejemplo, a los discípulos de Emaús: antes de que Jesús les done el Espíritu Santo en el momento de la fracción del pan, los discípulos de Emaús son cristianos racionalistas, con cristianos que creen en un Cristo, sí, pero no en Cristo Dios, sino que creen en un Cristo humano, incapaz de resucitar; antes de recibir el Espíritu Santo, los discípulos de Emaús sí se acuerdan de la obras y de las palabras de Jesús, pero las creen en un sentido meramente racional, horizontal, sin sentido sobrenatural, porque les falta precisamente la luz del Espíritu Santo que los hace partícipe del Intelecto Divino y es por esto que son cristianos, pero cristianos que creen en un Cristo que no es Dios y por eso mismo su religión es una religión sin misterios sobrenaturales; es una religión sin trascendencia eterna, es una religión cristiana pero humanizada, rebajada al simple nivel horizontal de la capacidad de comprensión de la inteligencia humana. Pero después de la efusión del Espíritu Santo por parte de Cristo en el momento de partir del pan, es ahí cuando se produce en ellos un cambio trascendental: es ahí cuando se convierten en verdaderos cristianos de la Iglesia Católica, y esto sucede cuando recuerdan las palabras de Cristo en su sentido sobrenatural, dándoles su correcto, verdadero y único sentido sobrenatural y esto significa creer firmemente que Cristo es Dios, la Segunda Persona de la Trinidad y que ha muerto en Cruz, pero como es Dios, ha resucitado, venciendo en la Cruz al demonio, al pecado y a la muerte.

          Cuando no se recibe al Espíritu Santo, el cristiano cree en un cristianismo falso, humanizado, en el que Jesús es una persona humana; sin el Espíritu Santo, se cree en un Cristo falso, revolucionario, rebajado a un mero agitador social o al creador de una religión más entre tantas. El Espíritu Santo enseña que Jesús no es nada de esto; el Espíritu Santo enseña que Jesús no es un simple hombre, ni un profeta, ni un hombre santo y mucho menos un vulgar revolucionario, sino el Hombre-Dios, es decir, Dios Hijo hecho hombre por la asunción hipostática, en su Persona divina, de la naturaleza humana de Jesús de Nazareth; el Espíritu Santo enseña que Cristo es Dios, el Verbo del Padre, co-substancial al Padre, expirador del Espíritu Santo junto al Padre; el Espírit Santo enseña que Cristo es Dios de igual majestad y honor que el Padre y el Espíritu Santo. El Espíritu Santo enseña que el Verbo, invisible a los hombres e inaccesible a ellos, por amor a Dios y a los hombres, se hizo visible y accesible por los sentidos, porque se encarnó en el seno de María Virgen no por obra humana sino por obra del Amor de Dios, el Espíritu Santo. El Espíritu Santo enseña lo que la mente humana ni tampoco la inteligencia angélica pueden alcanzar ni comprender por sí mismas, esto es, los misterios sobrenaturales absolutos de la religión católica, la Trinidad de Personas en Dios, la Encarnación del Verbo de Dios y la prolongación de la Encarnación en la Sagrada Eucaristía, por el misterio de la liturgia eucarística del Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa. El Espíritu Santo enseña los misterios que convierten a la religión católica en una religión de origen celestial y no humano, como sí lo es el resto de las religiones; el Espíritu Santo enseña los misterios que se originan en la Santísima Trinidad, enseña que la constitución íntima de Dios es la de ser Uno en naturaleza y Trino en Personas y que la Segunda Persona, sin dejar de ser Dios Hijo, se encarnó en el seno Virgen de María Santísima por obra suya, por obra de la Tercera Persona de la Trinidad. El Espíritu Santo enseña también los misterios sobre la Única Iglesia de Jesucristo, la Iglesia Católica Apostólica Romana: enseña que la Iglesia no es una ONG cuya función es acabar con el hambre y la pobreza del mundo: es la Esposa Mística del Cordero, creada por Dios a partir del costado abierto del Segundo Adán, Cristo crucificado y traspasado y cuya función primordial es la de arrebatar las almas al Demonio y al Infierno, salvándolas de la eterna condenación para así luego conducirlas al Reino de los cielos. El Espíritu Santo enseña también los misterios de la Sagrada Eucaristía: enseña no sólo que el Verbo se hizo carne en las entrañas purísimas de la Virgen, sino que el Verbo continúa y prolonga esta encarnación en el seno virgen y en las entrañas purísimas de la Iglesia, el Altar Eucarístico, para donarse a las almas como Pan de Vida eterna, como Pan Celestial que hace partícipe al alma de la vida y el amor de la Santísima Trinidad. El Espíritu Santo enseña que los sacramentos no son hábitos culturales sin más valor que el que la sociedad del momento les da, como quiere hacer creer el progresismo católico, sino que son actualizaciones de los misterios de la vida de Cristo por medio de los cuales se produce la gracia santificante, gracia que quita el pecado del alma al tiempo que le concede la filiación divina y la hace partícipe de la vida de las Tres Divinas Personas. Estas son algunas de las enseñanzas del Espíritu Santo, que versan ante todo sobre la constitución íntima de Dios como Uno y Trino, en la Encarnación de la Segunda Persona en el seno de María Virgen y en la prolongación y actualización de esa Encarnación cada vez, en el seno virgen de la Iglesia, el Altar Eucarístico.

          El Espíritu Santo no solo permite el recuerdo y la comprensión de los misterios de Cristo, sino que los actualiza y los hace presentes a través de los sacramentos en general pero sobre todo a través de la liturgia eucarística. Y esta actualización de los misterios se lleva a cabo en Pentecostés, de ahí la necesidad imperiosa, por parte de los bautizados, de recibir al Santo Espíritu de Dios, de manera tal que no solo nunca caigamos en el error protestante luterano y en el error progresista católico, la racionalización de la religión, sino que creamos firmemente en el fundamento de nuestra Fe Católica -Dios es Uno y Trino y la Segunda Persona se encarnó en María Virgen y prolonga su Encarnación en la Eucaristía- y también para que recordemos las palabras de Jesús, sobre todo las referidas a su Presencia Eucarística: “Yo estaré todos los días con vosotros, hasta el fin del mundo” y estas palabras hacen referencia a la Eucaristía, porque es en la Eucaristía en donde Cristo está Presente, en Persona, vivo, glorioso, resucitado, todos los días, hasta el fin del mundo.

 


viernes, 16 de mayo de 2025

“Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado”

 


(Domingo V - TP - Ciclo C - 2025)

“Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado” (Jn 13, 31-33a.34-35). Jesús nos deja un mandamiento al que Él llama “nuevo”; “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado”, pero en este mandamiento debemos preguntarnos cuál es la novedad, en qué consiste lo “nuevo”, porque en el Antiguo Testamento ya existía este mandamiento, el del amar al prójimo; de hecho, el Primer Mandamiento de la Ley de Dios, practicada por el Pueblo Elegido, consistía en “amar a Dios y al prójimo como a uno mismo”. Si nos quedamos en este primer análisis superficial, podemos decir que el mandamiento de Jesús no es tan nuevo como Él lo dice. Sin embargo, el mandamiento de Jesús es nuevo y lo es de tal manera, que es completa y absolutamente nuevo, aun cuando en el Antiguo Testamento ya existiera un mandamiento que mandara amar al prójimo y es tan nuevo el mandamiento de Jesús, que podemos decir que es substancialmente nuevo, a pesar de que su formulación con el mandamiento de la Ley de Moisés es casi idéntica.

Si esto es así, si el mandamiento de Jesús es substancialmente nuevo y tan nuevo que es distinto al mandamiento de la Ley Antigua, debemos preguntarnos en qué consiste la novedad del “mandamiento nuevo” de Jesús. La novedad del mandamiento nuevo de Jesús radica, principalmente, en dos aspectos: el primero se refiere a la consideración del prójimo y el segundo, en la cualidad del amor con que Nuestro Señor Jesucristo manda amar al prójimo. Con relación al prójimo, hay que tener en cuenta que para los judíos se consideraba como “prójimo”, solo a quien pertenecía al pueblo judío -por eso los samaritanos no eran considerados prójimos y no estaban, por lo tanto, incluidos en el Primer Mandamiento-: así, el Primer Mandamiento quedaba limitado solo a los de raza hebrea o solo a quienes profesaran la religión judía; en el mandato de Jesús, queda suprimida toda barrera de raza, de nación, de edad, e incluso de amistad, porque el concepto católico de “prójimo” incluye a todo ser humano, por el solo hecho de ser un ser humano; la segunda diferencia, que hace verdaderamente nuevo al mandamiento de Jesús, se refiere a la cualidad del amor con el que se debe amar al prójimo: en el Antiguo Testamento, el mandamiento mandaba amar al prójimo -con las limitaciones que mencionamos- con las solas fuerzas del amor humano, ya que así lo dice explícitamente la formulación del mandato: “Amarás a Dios -y al prójimo- con todas tus fuerzas” y el amor humano, además de estar contaminado por el pecado original, está también condicionado por nuestra naturaleza humana, de ahí que el amor humano, aun cuando sea genuino, es limitado, se deja llevar por las apariencias, es superficial en muchos casos; en cambio, el tipo de amor con el que Jesucristo nos manda amar al prójimo es substancialmente distinta, porque Jesús nos manda a amar con el Amor con el que Él nos ha amado y ese Amor es el Amor de Dios, el Espíritu Santo, el Amor que el Padre dona al Hijo desde la eternidad y el Amor con el que el Hijo ama al Padre desde la eternidad y así lo dice Jesús: “Ámense los unos a los otros como Yo os he amado”, es decir, con el Amor con el que Jesús nos ha amado y ese Amor es el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico, el Divino Amor, el Espíritu Santo. Por último, hay otro elemento que estaba totalmente ausente en el mandamiento del Antiguo Testamento y ese elemento es la cruz: Jesús nos dice que nos amemos los unos a los otros “como Él nos ha amado” y Él nos ha amado con el Divino Amor, el Espíritu Santo, y hasta la muerte de Cruz, porque nos dona ese Divino Amor a través de la efusión de Sangre de su Corazón traspasado en la Cruz. Estas son entonces las diferencias que hacen que el mandamiento de Jesús sea verdadera y substancialmente nuevo, porque implica amar a todo prójimo, sin distinción de razas, es decir, implica amar a todo ser humano, incluido nuestro enemigo –“Ama a tu enemigo”-; el mandamiento nuevo de Jesucristo implica también amar no ya con el simple y limitado amor humano, sino con el amor de Dios, el Espíritu Santo; por último, implica amar a Dios y al prójimo, no hasta cuando nos parezca, sino hasta la muerte Cruz. Todos estos son elementos que hacen que el mandamiento de Jesús sea un mandamiento verdaderamente nuevo y de origen celestial, sobrenatural, divino.

Finalmente, cuando nos decidimos a cumplir este mandamiento nuevo de Jesús, nos enfrentamos con la realidad, la realidad de no tener un amor suficiente y capaz de cumplir el mandamiento como Jesús nos pide. Entonces, nos preguntamos: ¿dónde conseguir el Amor Divino, el Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Trinidad, el Amor de Dios, con el cual sí podemos amar a todo prójimo, incluido el enemigo; con el cual podemos amar con el Divino Amor, el Santo Espíritu de Dios; con el cual podemos amar a nuestros hermanos hasta la muerte de Cruz? ¿Dónde encontrar este Amor verdaderamente celestial? Encontraremos este Amor Divino allí donde reside como en su sede natural, el Sagrado Corazón de Jesús. ¿Y dónde está el Sagrado Corazón de Jesús, vivo, glorioso, resucitado, palpitante con el Divino Amor? En la Sagrada Eucaristía. Entonces, si queremos vivir el mandamiento nuevo de Jesucristo, recibamos con el corazón en gracia al Divino Amor que el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús derrama sobre nuestras almas, por medio de la Comunión Eucarística.

 


sábado, 3 de mayo de 2025

“¡Es el Señor!”

 


(Domingo III - TP - Ciclo C - 2025)

          “¡Es el Señor!” (Jn 6, 16-21). Luego de resucitar, Jesús se aparece a sus discípulos -entre los cuales se encuentran Pedro y Juan Evangelista- y lo hace en la orilla del mar, a la madrugada, ubicado de pie a unos cien metros de la barca en la que los discípulos han estado pescando infructuosamente. La secuencia de la interacción entre Jesús y los discípulos es la misma de la de todas sus apariciones ya resucitado: Jesús se aparece resucitado, los discípulos no lo reconocen en primera instancia; luego de este primer momento de desconocimiento, Jesús sopla su Espíritu sobre las inteligencias y los corazones de los discípulos y estos, recibiendo la gracia santificante que los ilumina y los hace capaces de reconocer a Jesús glorioso, lo reconocen como al Señor Jesús resucitado. En esta escena en particular, a la cual podemos llamar la “segunda pesca milagrosa”, el Señor les dice que “echen las redes” y, luego de hacer lo que Jesús les manda, las redes se llenan tanto de peces, que corren incluso el riesgo de naufragar. Es en este momento, inmediatamente después del milagro de la segunda pesca milagros, que el Evangelista Juan habiendo recibido la gracia santificante que ilumina su intelecto y con la luz divina lo reconoce, exclama: “¡Es el Señor!”. La misma gracia de reconocer a Jesús la recibe Pedro, quien inmediatamente se lanza al mar en pos de Jesús. En la playa, el Señor los espera con pescado asado y pan y les convida a sus discípulos. Terminado el refrigerio, Jesús pregunta a Pedro tres veces si lo ama, para darle la oportunidad de reparar su triple negación y así lo hace Pedro, reparando con eso la triple negación en la Pasión. Pero el objetivo de Jesús no es solo que Pedro repare su negación, sino además prepararlo para la misión que le ha de encomendar: ejercer como su Vicario, como el Vicario de Cristo, apacentando a las ovejas del rebaño del Buen Pastor, lo cual significa guiar al pueblo fiel en la fe hacia la Jerusalén celestial bajo el Estandarte Ensangrentado de la Santa Cruz.

          A partir de entonces, la tarea del Vicario de Cristo, cualquiera que este sea y cualquiera sea el tiempo en el que éste ejerza su tarea, será siempre la misma: que el Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica, sean confirmados en la Única Verdad acerca de Jesucristo: Él es la Segunda Persona de la Trinidad encarnada en el seno virgen de María que prolonga su Encarnación en la Eucaristía. De nada sirve proclamar que Cristo ha resucitado glorioso con su Cuerpo y su Sangre, si no se proclama al mismo tiempo que ese mismo Cristo, glorioso y resucitado, está Presente en Persona, real, verdadera y substancialmente, en la Eucaristía.

          La tarea de Pedro, de “apacentar el rebaño”, implica, por un lado, defender al rebaño -la Iglesia Católica- del Lobo infernal, de sus insidias, de sus ataques, que procurarán, por todos los medios, destruir a la Iglesia incluso desde su seno mismo, tal como lo demostró atacando a la Iglesia en la misma Cena Pascual, induciendo primero a Judas a traicionar a Jesús y luego poseyéndolo en alma y cuerpo. Por otro lado, la tarea de Pedro en cuanto Vicario de Cristo implica proclamar “a tiempo y a destiempo” la Verdad Inmutable acerca del Hombre-Dios Jesucristo, de su misterio pascual de muerte y resurrección y de su prolongación de la Encarnación en la Eucaristía. El misterio pascual de Jesucristo se actualiza en la administración de los sacramentos, por los cuales no solo se perdonan los pecados, sino que se concede al alma la filiación divina del Hijo de Dios y se la alimenta con la substancia misma de la naturaleza divina trinitaria, a través de la Sagrada Eucaristía.

          “¡Es el Señor!”, exclama Juan con asombro y sobrenatural estupor y sin dudarlo ni un solo instante, tanto él como Pedro, se dirigen al encuentro de Jesús resucitado. También nosotros, iluminados por el Espíritu Santo, debemos exclamar, al contemplar la Sagrada Eucaristía, “¡Es el Señor!”. De la misma manera a como el Evangelista Juan al contemplar a Cristo en la playa, lo reconoció como al Hombre-Dios encarnado y exclamó “¡Es el Señor!”, también nosotros, al contemplar por la luz de la fe al mismo Señor Jesucristo en la Eucaristía, debemos exclamar: “¡Es el Señor!” y adorar a Jesús resucitado en el Santísimo Sacramento del altar. Y el Señor Jesús, por la Eucaristía, no nos convidará con pescado asado en el fuego, sino que nos dará a comer Carne de Cordero, la Carne gloriosa del Cordero de Dios, asada en el Fuego del Espíritu Santo. Jesús, glorioso y resucitado, no se nos aparece a la orilla del mar, para que lo podamos ver visiblemente y tampoco nos da a comer pescado asado: se nos aparece, invisible pero personal, real, substancial y verdaderamente, en la Hostia Consagrada, la Sagrada Eucaristía, para alimentar nuestras almas con algo infinitamente más exquisito que carne de pescado asado: nos alimenta con la Carne del Cordero de Dios, su Carne gloriosa y resucitada, en la Eucaristía. Es por esto que, cada vez que contemplemos a la Eucaristía, iluminados por el Espíritu Santo, exclamemos asombrados y llenos de amor, junto con Juan, en la fe de Pedro: “¡Es el Señor!” y vayamos en pos de Él, de pie en el Altar Eucarístico.

 


domingo, 20 de abril de 2025

Domingo de Resurrección

 


(Domingo de Resurrección - Ciclo C - 2025)

“…el sepulcro estaba vacío…” (cfr. Jn 20, 1-9). Pasadas las primeras horas del Domingo de Resurrección, el sepulcro que hasta hace poco alojaba al Cuerpo muerto de Jesús, ahora está vacío; la fría loza de piedra ha quedado vacía, el Cuerpo de Jesús ya no yace más tendido ahí. Hasta horas antes, el sepulcro alojaba al Cuerpo muerto y frío de Jesús y el frío de la piedra de la loza se confundía con el frío del Cuerpo sin vida de Jesús. Frente a la muerte, frente al frío y a la descomposición de la muerte, que se hacía presente descomponiendo la materia orgánica y comenzando a emitir nauseabundos olores, los judíos hacían frente a la muerte con los aromas de los perfumes y para ello tenían la costumbre de envolver el cadáver con lienzos y ungirlo con perfumes aromáticos, de manera de ocultar, al menos de una manera lo más aparente posible, el fenómeno inevitable de la descomposición del cadáver y es esto lo que las Santas mujeres de Jerusalén van a hacer el Domingo de Resurrección, cuando se dan con la escena de la piedra de la entrada corrida y con el sepulcro vacío.

Es decir, nadie y tampoco entre los discípulos de Jesús, se imaginaba que no serían necesarios los lienzos y los perfumes aromáticos; nadie se imaginaba que los ritos de los judíos destinados a enmascarar la muerte ya no serían, en adelante, nunca más necesarios, porque Jesús había resucitado, Jesús había vencido a la muerte para siempre, la muerte había sido derrotada por el Dios de la Vida, por el Dios Viviente y Él, que estaba muerto, ahora estaba Vivo y vivía para siempre, para no morir jamás, para no morir nunca jamás. Nadie imaginaba que nunca jamás iban a necesitar los ritos de la muerte, los aromas del sepulcro, porque un nuevo aroma, el aroma de la gloria de Jesús, el Dios de la Vida, que es la Vida Increada y Fuente de toda vida creada, ahora inunda toda la tierra con su exquisito aroma de vida divina. Si Jesús estaba muerto en el sepulcro era solo porque Él, el propio Jesús, había permitido que le quitaran la vida o mejor dicho, había entregado su Vida para que, muriendo en la Cruz, su muerte nos diera la vida eterna a nosotros, que vivíamos en la muerte del pecado y así, recibiendo su vida, muriésemos a la vida de pecado, para vivir a la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios, la vida de los hijos de la Resurrección, la vida de los hijos de la luz. Jesús permite que le sea quitada su vida en la Cruz porque es Él mismo Quien luego, con su propio poder divino, vuelve a infundir, en su Cuerpo muerto y frío, tendido en el sepulcro, el aliento vital de vida divina y eterna que fluye como de su fuente inagotable de su Corazón de Hombre-Dios. Cuando Jesús da la vida a su Cuerpo muerto en la fría loza del sepulcro, da así cumplimiento a su Palabra: “Yo doy la Vida eterna” y puede dar la Vida eterna porque Él es la eternidad en Sí misma, es la eternidad en Persona.

“El sepulcro estaba vacío”. El Padre y el Hijo envían al Espíritu de Vida eterna para dar vida al Cuerpo muerto de Jesús, repitiendo así el milagro que el Espíritu hiciera en el seno virgen de María, al donar la vida divina del Hijo de Dios a la naturaleza humana de Jesús concebida virginalmente en el seno virginal de María. El milagro del Domingo de Resurrección no se limita sin embargo al día histórico de la Resurrección, sino que en el misterio de los tiempos, se prolonga hasta alcanzar todos los días de la historia humana: así como en el sepulcro tomó vida por el Espíritu Santo el Cuerpo inerte de Jesús, así en el Altar Eucarístico, por el Espíritu Santo enviado por el Padre y el Hijo en la consagración, toma vida la materia inerte del pan y el vino para convertirse en el Cuerpo glorioso de Cristo resucitado en la Sagrada Eucaristía. En otras palabras, el milagro del Domingo de Resurrección se prolonga en el milagro del Domingo, Dominus, Día del Señor Resucitado, día que debe su sobrenatural claridad a la luz que brota del Sol Eterno que es Jesús resucitado y glorioso en la Eucaristía.

“El sepulcro estaba vacío”. El dato central del catolicismo es que Cristo ha resucitado[1] y es este dato el que tenemos que transmitir a los hombres de nuestro tiempo. Pero este dato se complementa con otro dato, tan importante como el primero y es la Presencia real de ese Cristo resucitado en la Sagrada Eucaristía: es decir, si debemos comunicar al mundo que la piedra del Santo Sepulcro está vacía porque Cristo ha resucitado, también debemos comunicar al mundo que la piedra del Sagrario está ocupada porque Cristo resucitado la ocupa, porque el Cristo glorioso y resucitado ocupa, con su Cuerpo glorioso y resucitado, el Santo Sagrario. Si en el Santo Sepulcro estaba el Cuerpo muerto y frío de Jesús, ahora, en la piedra del Altar Eucarístico se encuentra, en la Hostia Consagrada, el Cuerpo glorioso, vivo y resucitado, de Jesús Eucaristía.

El sepulcro estaba vacío (…) Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó. Si el hecho de que el Apóstol Juan viera el Sepulcro vacío fue motivo para que el Espíritu Santo lo iluminara y le concediera la luz de la fe en Jesús resucitado, entonces para el bautizado, ver la piedra del Altar Eucarístico, en donde se encuentra el Cuerpo glorioso de Jesús resucitado en la Eucaristía, también es motivo de iluminación por parte del Espíritu para creer.

Es por esto que decimos que a la asombrosa noticia del sepulcro vacío por la Resurrección de Cristo, se le agrega una noticia aún más asombrosa, imposible siquiera de ser imaginada y es la alegre noticia que la Iglesia anuncia a los hombres de todos los tiempos, la Presencia real de Cristo en la Eucaristía y es esto lo que debemos transmitir a los hombres: “La piedra del sepulcro estaba vacía, pero alegrémonos con alegría sobrenatural, porque la piedra del altar está ocupada con el cuerpo glorioso y resucitado de Cristo Eucaristía”. Esto explica que si la nota dominante en Cuaresma y en Viernes y Sábado Santo eran la tristeza por la Pasión y muerte en cruz, y la oscuridad, por el triunfo de las tinieblas, en Pascua, en el Domingo de Resurrección, resaltan por el contrario la alegría de la resurrección y el esplendor de la luz divina que, surgiendo de la losa del sepulcro, resplandece con brillo celestial e invisible en la Eucaristía, para iluminar al alma que recibe a Jesús.

Ésta es la alegre noticia que la Iglesia debe anunciar, como lo hicieron las mujeres piadosas, a un mundo vacío de fe y de amor: la piedra del sepulcro está vacía y en la piedra del altar está, vivo, resucitado y glorioso, Jesús Eucaristía.

La luz de Cristo glorioso y Resucitado, la luz del Cristo Pascual, es la misma luz del Cristo Eucarístico, porque el Cristo Eucarístico es el mismo Cristo Resucitado, y Cristo, resucitado en la Eucaristía, es la luz de Dios que alumbra al mundo, anunciando el fin de las tinieblas y el inicio del Día sin ocaso de Dios Trino, el Domingo, el “Dominus”, el Día del Señor Jesús.

 



[1] Cfr. Benedicto XVI, L’Osservatore Romano, …


viernes, 18 de abril de 2025

Sábado Santo y Vigilia Pascual

 



(Ciclo B – 2025)

“A la madrugada del primer día de la semana, cuando salía el sol, María Magdalena, María, la madre de Santiago, y Salomé fueron al sepulcro (…) vieron que la piedra había sido corrida (…) Al entrar al sepulcro, vieron a un joven sentado a la derecha, vestido con una túnica blanca. Ellas quedaron sorprendidas, pero él les dijo: “No teman. Ustedes buscan a Jesús de Nazaret, el Crucificado. Ha resucitado, no está aquí” (cfr. Mc 16, 1-7). El Domingo a la madrugada las santas mujeres de Jerusalén se dirigen al sepulcro con perfumes para ungir el Cuerpo –que ellas suponen muerto- de Jesús. Cuando llegan, se dan cuenta de que la piedra que sirve de puerta de entrada ha sido movida de su lugar; al asomarse al interior del sepulcro, un ángel les anuncia que Aquel al que ellas buscan, Jesús de Nazareth, no está en el sepulcro, porque “ha resucitado”.

Es decir, mientras las mujeres santas de Jerusalén acuden al sepulcro esperando el encuentro con un Jesús tendido en la fría loza del sepulcro; mientras ellas esperan encontrarse con una escena de dolor, desolación, oscuridad, en el que predominan la frialdad y el silencio de la muerte, la escena con la que se encuentran es totalmente distinta: se encuentran con algo que ni siquiera podrían haber imaginado, se encuentran con la puerta del sepulcro abierta, se encuentran con un sepulcro abierto, iluminado, por el que ingresa la luz del sol, al haber sido corrida la piedra que cerraba la entrada; sobre todo, encuentran un sepulcro vacío, pero no porque el cadáver de Jesús haya sido trasladado, sino porque Jesús, como les dice el ángel, “ha resucitado”, ha vuelto a la vida, estaba muerto y ahora vive y todavía más, vive con la vida que tenía antes de la Encarnación, vive con la vida de la gloria del Ser divino trinitario, vive con su Cuerpo y su Alma glorificados y así vivo y glorificado, vive para siempre, para no morir nunca jamás. Jesús ha resucitado y ha vencido a la muerte, al pecado y al infierno y es con este panorama, con esta escena, con lo que se encuentran las Santas mujeres de Jerusalén. Las Santas mujeres de Jerusalén iban en busca del Cuerpo muerto de Jesús, para ungirlo con perfumes y en cambio se encuentran con la alegre noticia de que el Cuerpo de Jesús no está muerto sino vivo, resplandeciente, glorioso, emanando el fragante y exquisito perfume de la gloria de Dios.

Jesús resucita gloriosamente el Domingo de Resurrección, tal como lo había prometido, regresando a una vida infinitamente más gloriosa que la vida terrena que tenía antes de resucitar; resucita con un Cuerpo y un Alma glorificados con la gloria del Ser divino trinitario, con la misma gloria que Él poseía, como Hijo Eterno del Padre, desde toda la eternidad. Ahora bien, este hecho de su resurrección, si bien es una resurrección suya personal, que corona de manera magnífica su misterio pascual, no se detiene de ninguna manera en Jesús, sino que se extiende a toda la humanidad porque a partir de la Resurrección de Jesús, toda la humanidad está llamada, a partir de ahora, a participar de esta gloriosa Resurrección: el único requisito es aceptar a Jesucristo como el Único Rey y Señor y Salvador y Redentor de la humanidad. Que Jesús haya resucitado significa para los hombres que la gloria de la Trinidad, brotando del Acto de Ser divino trinitario de Jesús -Acto de Ser divino unido a su Cuerpo muerto y a su Alma puesto que la divinidad no se separó ni del Cuerpo ni del Alma de Jesús y esa es la razón por la cual el Cuerpo no se descompuso y el Alma bajó al Limbo de los Justos-, invade el Cuerpo sin vida de Jesús y, a medida que lo invade –brotando del Corazón de Jesús, la luz de la gloria divina se esparce por todo el Cuerpo en una fracción de segundo-, lo llena de la gloria, de la luz y de la vida de Dios y así lo plenifica con la vida divina trinitaria, regresándolo a la vida, pero no a la simple vida terrena, sino a la vida divina, a la vida de la gloria del ser divino trinitario y esa es la razón por la cual el Cuerpo y el Alma de Jesús resucitado resplandecen con la luz de la gloria divina, tal como resplandecen en la Epifanía y en el Monte Tabor. Que Jesús haya resucitado significa no solo que el proceso de rigidez cadavérica se haya detenido en el Cuerpo, al estar éste separado del Alma, sino que el Alma, unida a la Divinidad, se une al Cuerpo, en el cual está también la Divinidad, produciéndose así un hecho inverso al de la muerte, esto es, la reunificación del Cuerpo y del Alma -en la muerte se produce la separación irreversible del cuerpo y del alma, aquí, se unen el Cuerpo y el Alma de Jesús, por mandato de la Divinidad- y como los dos están inhabitados por la vida y la gloria de la Trinidad, la gloria de Dios Trino, que es Luz Eterna, esta gloria resplandece a través del Cuerpo glorificado de Jesús y así Jesús resucitado y glorificado aparece luminoso a los ojos de su Madre y de sus discípulos. Como dijimos, con la reunificación del Alma y del Cuerpo de Jesús de Nazareth por mandato del Ser trinitario divino Jesús regresa a la vida pero no la vida natural de la naturaleza humana, la vida que tenía antes de la Resurrección, sino a una vida distinta, la vida divina de la gloria de Dios Uno y Trino. Y puesto que la gloria de Dios es luz y la luz de Dios es vida, el Cuerpo resucitado de Jesús resplandece con la luz de la gloria divina trinitaria iluminando con su divino resplandor el Santo Sepulcro y el Domingo de Resurrección y, por su intermedio, a todo día Domingo que habrá de existir hasta el fin del tiempo y así todo día Domingo, independientemente del tiempo climatológico, resplandece con la luz del Sol Eterno que es Cristo Resucitado en la Eucaristía. Jesús, con su Cuerpo glorioso y lleno de la vida de Dios Trino, comunica de esa vida divina a quien ilumina: esto es lo que explica la reacción de todos los discípulos a los que Jesús resucitado se les aparece: todos pasan de la natural y lógica tristeza humana por el dolor de la crucifixión a la alegría sobrenatural y celestial de ver a Jesús resucitado el Domingo de Resurrección; todos pasan del desconocimiento de Jesús, a reconocerlo como a Jesús resucitado; todos pasan de la vida natural, a comenzar a vivir la vida de la gracia que se irradia de Jesús. La Resurrección de Jesús es mucho más que detención del proceso natural de muerte y mucho más que simplemente regresar a esta vida para continuar viviendo con esta vida natural y humana, como sucedió en la resurrección de Lázaro: implica volver a la vida desde la muerte, pero para comenzar a vivir con una vida nueva, que no es la humana, sino la vida divina, la vida de la gracia, la vida misma de Dios Uno y Trino, la vida que nos comunican los Santos Sacramentos de la Iglesia Católica y esa es la alegre noticia que como católicos debemos comunicar al mundo.

“No teman. Ustedes buscan a Jesús de Nazaret, el Crucificado. Ha resucitado, no está aquí”. Muchos católicos, dentro de la Iglesia, al igual que las santas mujeres antes de llegar al sepulcro, que buscaban a un Jesús muerto, viven y se comportan como si Jesús no hubiera resucitado, como si Jesús todavía estuviera muerto, tendido en la fría loza del sepulcro, sin vida. Y esto se demuestra porque muchos cristianos viven, en la vida cotidiana, la vida de todos los días, como si Jesús no existiera, muchos viven como si Jesús estuviera muerto, como si Jesús fuera un personaje del pasado, sin vida, como si en realidad no hubiera resucitado, como si no estuviera vivo y glorioso y resucitado en la Eucaristía: en el fondo de sus corazones, no creen que Jesús haya resucitado y ésa es la razón por la cual no viven según sus Mandamientos y no acuden el Domingo a recibir su Cuerpo glorioso en la Eucaristía y por ese motivo, sin la vida de Cristo en sus almas, no dan testimonio de ser cristianos, perdiendo la Iglesia todo tipo de influencia moral y espiritual en la vida civil, moral y espiritual de las naciones.

Pero no es así: Jesús ha resucitado y el sepulcro oscuro y frío del Viernes y Sábado Santo, se iluminó con la luz de su gloria divina el Domingo de Resurrección, llenando la tierra con un soplo de vida nueva, la vida del Espíritu de Dios; Jesús ha resucitado, ha dejado vacío el Santo Sepulcro, para ocupar el Santo Sagrario; ha vivificado su Cuerpo y su Alma el Domingo de Resurrección, para que lo recibamos el Domingo en la Santa Misa, por la Sagrada Eucaristía, porque el mismo Jesús que resucitó el Domingo de Resurrección, es el mismo Jesús que está, vivo, glorioso y resucitado, en la Sagrada Eucaristía. Ésta es la alegre noticia que los católicos debemos transmitir al mundo, la misma noticia que las mujeres santas de Jerusalén recibieron de labios del ángel: Jesús ha resucitado, su Cuerpo muerto ya no está en el sepulcro, porque su Cuerpo vivo y glorioso vive con la vida de Dios en la Hostia Consagrada; ya no está en el Santo Sepulcro, para estar en el Santo Sagrario. A diferencia de las mujeres santas de Jerusalén, nosotros tenemos que comunicar al mundo –con obras de misericordia y caridad y no tanto con palabras- no solo que el Cuerpo muerto de Jesús ya no está en el sepulcro, sino que el sepulcro está vacío porque el Cuerpo vivo, glorioso y resucitado de Jesús está en la Eucaristía, en el sagrario. Como cristianos, no podemos anunciar solamente que Jesús ha resucitado y que ha dejado vacío el sepulcro, sino que con su Cuerpo glorificado ocupa un lugar, el sagrario, porque está vivo y glorioso en la Eucaristía. Éste es el alegre mensaje, la alegre noticia, que el mundo espera recibir de nosotros, los cristianos: Cristo ha resucitado y con su Cuerpo glorioso está en la Eucaristía.

 


Viernes Santo

 



Viernes Santo

(Ciclo C – 2025)

         El Viernes Santo y luego de un juicio inicuo y de una injusta condena a muerte, Nuestro Señor Jesucristo es finalmente crucificado en el Monte Calvario. De esta manera el Viernes Santo representa el triunfo, al menos aparente, del Infierno sobre Dios y sus planes de salvación, porque Aquel que muere en la Cruz es Quien debía salvar a los hombres y ahora, el que debía salvarlos a todos, el que debía darles vida, está muerto en la Cruz. El Viernes Santo es el momento de máxima debilidad para la Iglesia, para la humanidad y el momento de mayor dolor para la Madre de Dios. Es el momento de máxima debilidad para la Iglesia, porque habiendo nacido el Jueves Santo con los Sacramentos del Orden y de la Eucaristía, contempla con dolor que su Fundador yace muerto en la Cruz y que la gran mayoría de los integrantes de la Nueva Iglesia se han dispersado o están paralizados por el miedo. Es también el momento más trágico para toda la humanidad, porque Aquel que era la esperanza para los hombres, el que se llamaba a Sí mismo “Luz del mundo” y “Camino, Verdad y Vida”, ahora ha apagado su Luz, el Camino parece haberse extraviado, la Verdad no se encuentra y la Vida se ha cambiado en muerte, de manera que no parece haber ninguna esperanza para la humanidad que yace “en tinieblas y en sombras de muerte”, las tinieblas del error, de la ignorancia, de la mentira, del pecado y de la muerte, y las tinieblas del infierno, siniestras tinieblas vivas que parecen haber obtenido su triunfo más resonante.

         Para la Madre de Dios, la Virgen, representa el Viernes Santo el momento del máximo dolor, porque ve morir al Hijo de su Corazón y es tanto el dolor que experimenta que le parece morir aun estando viva. Para la Virgen el Viernes Santo es el día más negro y triste; es el Día de los Dolores, en el que se origina el Dolor de todos los Dolores, porque no hay dolor más grande que ver a su Hijo muerto en la Cruz.

Tanto para la Iglesia naciente como para la humanidad toda, el Viernes Santo es el día de luto, de duelo, de tristeza, de amargura, de llanto, de pena, de aflicción, de abundantes lágrimas, de dolor, de desconsuelo, porque el Rey pacífico, el Redentor, ha muerto en la Cruz, y por eso, se les aplica este pasaje del libro de las Lamentaciones: “Jerusalén, levántate y despójate de tus vestidos de gloria; vístete de luto y de aflicción. Porque en ti ha sido ajusticiado el Salvador de Israel. Derrama torrentes de lágrimas, de día y de noche; que no descansen tus ojos” (2, 18).

El Viernes Santo es un día de derrota para los sacerdotes ministeriales, para los fieles laicos, y para la Iglesia toda, porque la muerte de Cristo en la Cruz significa el triunfo de las tinieblas vivientes; es el Día de los dolores, es el Día de la máxima tristeza; es el Día del lamento; es el Día de la pena y del llanto, porque el Sumo Sacerdote, el Sumo Pastor y Pastor Eterno, el Pastor de las ovejas, Cristo Jesús, ha muerto crucificado, y debido a que su muerte significa el triunfo al menos aparente del pecado sobre la gracia y del odio del Príncipe de las tinieblas sobre el Amor de Dios Trino, parece en este Día Negro no haber ninguna posibilidad de salvación para los hombres.

Es tanta la tristeza de este día que la Iglesia quiere significarla exteriormente por signos litúrgicos, como así también la tragedia que para Ella significa, y esto lo hace ocultando con velos morados, símbolo de penitencia, las imágenes sagradas, para significar que el pecado, nacido del corazón del hombre, posee una enorme fuerza destructora, capaz de romper la comunión del hombre con Dios; el otro elemento con el cual la Iglesia expresa su dolor y luto, es la suspensión del Santo Sacrificio del altar: el Viernes Santo es el único día del año en el que no se confecciona el Santísimo Sacramento del Altar, la Sagrada Eucaristía; es el único día del año en el que no se celebra la Santa Misa, renovación sacramental del Sacrificio de la Cruz, en señal del triunfo aparente de las tinieblas del infierno que han logrado, en complicidad con la malicia del corazón humano, dar muerte de Cruz al Sumo Sacerdote y Redentor, el Hombre-Dios Jesucristo. Hay dos expresiones litúrgicas con las cuales la Santa Iglesia Católica expresa la participación real, por el misterio de la liturgia, al Viernes Santo de hace dos mil años, en el que moría Cristo en la Cruz y estas son: la postración que hace el sacerdote ministerial, delante del altar vacío, y el hecho de no celebrar la Santa Misa. El sacerdote ministerial se echa por tierra, queda abatido, en señal de luto y dolor por la muerte del Sumo y Eterno Sacerdote Jesucristo en la Cruz, porque Jesucristo es el fundamento del sacerdocio ministerial y si Él ha muerto, entonces el sacerdocio ministerial y los sacerdotes ministerial han sido derrotados y abatidos y han perdido todo su poder sacerdotal y es eso lo que se significa con la postración.

Todo en el Viernes Santo indica el profundo dolor y el estado de desolación y abatimiento espiritual de la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo y Esposa del Cordero: se suspende y no se celebra el Santo Sacrificio del Altar, el Supremo Sacrificio Eucarístico; el Sacerdocio Ministerial, Representación del Sumo Sacerdote Jesucristo en la tierra, yace abatido y postrado por tierra; las imágenes están cubiertas en señal de duelo y dolor; todo esto expresa el inmenso dolor que embarga a la Esposa del Cordero el Viernes Santo, el Día de la Muerte de su Esposo, Autor de la vida y Vida Increada misma, Cristo Jesús.

Por el contrario, para el mundo, el Viernes Santo representa un día de malsana alegría y de infernales risotadas, porque ha sido quitado de en medio Aquel que con su Luz Eterna disipaba las tinieblas del Infierno y ahora estas tinieblas se esparcen y se difunden sin control sobre el mundo y sobre las almas y así convierten la Semana Santa, de Semana Sagrada, en semana de vacaciones, diversiones y turismo, en donde se da rienda suelta a las ofensas a Dios y a su Mesías el Cristo.

Sin embargo, en medio de tanta desolación y de tanto dolor, brilla una Estrella en la noche del dolor y esa Estrella es la Estrella de la mañana, la Aurora de la mañana, María Santísima, quien al igual que la Aurora brilla con particular esplendor, anunciando la pronta llegada del sol, así la Virgen, Estrella de la mañana, amanece en el cielo de la esperanza de la Iglesia, para darnos ánimo y fortalecernos en la fe en la pronta Resurrección de su Hijo Jesús, el Domingo de Resurrección. Así como la Estrella de la mañana anuncia el fin de la noche y la llegada del sol y del nuevo día, así María Santísima al pie de la Cruz, con su fe inquebrantable en la Resurrección de su Hijo Jesús, nos anuncia el fin de la noche del dolor del Calvario y la llegada del sol del Nuevo Día del Domingo de Resurrección.

Cristo, su Hijo, el Redentor, ha muerto en la Cruz, pero Ella, la Co-Redentora, sigue viva, y habrá de ser, según la Tradición, la Primera a la cual se le aparecerá Jesús resucitado; la Virgen será la Primera en ser testigo del triunfo victorioso de su Hijo Jesús sobre la muerte, el infierno y el pecado, y Ella lo sabe, y por eso, en su dolor inmenso, no hay ni la más mínima sombra de desesperación, sino serenidad, fe, confianza, y alegría, alegría que será desbordante el Domingo de Resurrección y es esa alegría la que nos transmite a nosotros, como Iglesia, aun en medio del dolor del Viernes Santo.

Pero hoy, Viernes Santo, la Virgen de los Dolores llora en silencio, con su Inmaculado Corazón estrujado por el dolor agudísimo, más intenso que siete espadas de doble filo, el dolor causado por la muerte del Hijo de su Amor.

 

jueves, 17 de abril de 2025

Jueves Santo de la Cena del Señor

 



(Ciclo C – 2025)

         “Sabiendo Jesús que había llegado la Hora de pasar de ese mundo al Padre (…) los amó hasta el fin” (Jn 3, 1-15). Sabiendo que es la última vez que habrá de compartir una cena terrena con sus discípulos, Jesús celebra la “Cena Pascual Cristiana”, conocida en la Iglesia Católica como “Última Cena”, la noche del Jueves Santo. Si bien es una cena terrenal, el hecho de que sea Él quien la presida y la conexión a su vez de la Última Cena con su Misterio Pascual de Muerte y Resurrección, sobre todo con su Muerte Sacrificial en la Cruz, en el Viernes Santo, convierte a la Cena Pascual en la Primera Misa de la historia, en donde habría de implementar, a su vez, dos de los principales sacramentos de la Iglesia Católica, el Sacramento de la Eucaristía y el Sacramento del Orden.

En cuanto Dios Hijo que era Jesús sabía, que había llegado la Hora establecida por el Padre para la “Pascua”, es decir, para el “Paso”, por medio del Sacrificio de la Cruz, de esta vida al seno del Eterno Padre, de donde había venido. Jesús sabe que Él está por cumplir la Verdadera Pascua, el verdadero “Pésaj”, es decir, “Paso” -paso de la esclavitud de los egipcios a la libertad de Jerusalén; de la esclavitud del pecado, a la libertad de la vida de la gracia; de la esclavitud de la carne a la libertad de la vida eterna en el Reino de los cielos para quien se una a Él en su misterio Pascual de Muerte y Resurrección-, de esta vida a la otra; la Pascua judía era solo una prefiguración de la Verdadera y Única Pascua, la que está a punto de realizar Jesús a través del Sacrificio Cruento del Calvario. La Pascua de Jesús consiste en morir en la Cruz para alcanzar la gloria de la vida eterna junto al Padre y esto como anticipo y modelo del Misterio Pascual que todo cristiano está llamado a imitar: la muerte de Jesús en la Cruz significa la muerte al pecado, mientras que su gloriosa resurrección significa el nacimiento a la vida nueva de la gracia, la vida nueva de los hijos de Dios. Precisamente, para que el Misterio Pascual de Muerte y Resurrección que Él está por emprender y que tiene como medio la Cruz del Hijo, como fin la gloria del Padre y como corona divina el Amor del Espíritu Santo, pueda ser llevado a cabo por todos los hombres de todos los tiempos, instituye para esto dos grandes sacramentos, el Sacerdocio ministerial y la Sagrada Eucaristía. La institución de estos dos Sacramentos se encuentra dentro de los planes de Jesús de perpetuar el Misterio Pascual “hasta el fin de los tiempos”, puesto que Él así lo ordena en la Última Cena a su Iglesia, que su Iglesia haga lo que Él hace en la Última Cena: “Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre, Hagan esto en memoria mía”. Por eso debemos preguntarnos qué es lo que hace Jesús en la Última Cena, ya que no se trata de una mera cena material, terrena, al estilo humano; la cena material, en donde se consume el Cordero Pascual, es solo el medio a través del cual Jesús, el Hombre-Dios, instituirá dos sacramentos que son esenciales para la subsistencia de su Iglesia, la Iglesia Católica, hasta el Día del Juicio Final. Nos preguntamos entonces, ¿qué es lo que hace Jesús en la Última Cena? Por un lado, y para que Su Presencia Sacramental esté garantizada hasta el fin, Jesús instituye un nuevo sacerdocio, fundado en Él mismo, en Él, que es el Sumo y Eterno Sacerdote, de manera tal que los sacerdotes de la Nueva Alianza, que son los sacerdotes ministeriales de la Iglesia Católica, tendrán el inmerecido honor de poseer como predecesor en su linaje sacerdotal nada menos que al Hombre-Dios Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, participando en mayor o menor medida de sus poderes sacerdotales, el primero y principal de todos, el consagrar el pan y el vino y convertirlos, por el milagro de la Transubstanciación, en el Cuerpo y la Sangre de Él, del Hombre-Dios Jesucristo.

Por otro lado Jesús instituye, en la Última Cena -que es al mismo tiempo la Primera Misa de la historia, cuando pronuncia las palabras de la consagración sobre el pan primero y el vino después, diciendo: “Tomen y coman, esto es mi Cuerpo, tomen y beban, esta es mi Sangre”-, el Sacramento de la Eucaristía, el Sacramento de su Cuerpo y su Sangre, Cuerpo y Sangre unidos hipostáticamente, personalmente, a su Persona Divina de Dios Hijo, de manera de asegurarse su Presencia Personal, real, verdadera y substancial en la tierra, en medio de su Iglesia, al mismo tiempo que reina glorioso en los cielos, cumpliendo así su promesa de quedarse entre nosotros “todos los días, hasta el fin del mundo”. El Sacramento de la Eucaristía queda instituido en el momento en el que Jesús pronuncia las palabras de la consagración –“Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”-: en ese mismo momento, por la acción de la omnipotencia divina, se produce la conversión de la substancia del pan en la substancia del Cuerpo de Jesús y la substancia del vino se convierte en su Sangre, siendo esta la Ofrenda Santa y la Víctima Santa y Pura que la Iglesia ofrece a la Santísima Trinidad por la salvación de los hombres y para su mayor glorificación. Ahora bien, es obvio que el Cuerpo y la Sangre así consagrados, no son un Cuerpo y una Sangre sin vida ni tampoco separados entre sí o con la Persona de Jesús: por el contrario, se trata del Cuerpo y la Sangre glorificados del Cordero de Dios que, por concomitancia natural, están unidos entre sí y a su vez están unidos cada uno al Alma de Jesús y el Alma, a su vez, está unida a la Segunda Persona de la Trinidad, por la unión hipostática producida en la Encarnación. Esto es lo que explica que la Eucaristía no sea un simple pan compuesto de harina de trigo sin levadura y agua, sino el “Pan de Vida Eterna” que da verdaderamente la vida eterna a todo aquel que lo consume en gracia, con fervor, con piedad y con amor. Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, confecciona, en el Altar Eucarístico de la Última Cena, la Primera Misa, por primera vez, el Sacramento de la Eucaristía, compuesto por su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad y ordena a su Iglesia que repita esta acción suya “hasta que Él vuelva”. Y es esto lo que la Iglesia hace cada vez a través del sacerdocio ministerial, en cada Santa Misa: renueva y actualiza lo actuado por Jesús en la Última Cena, esto es, la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús; es decir, en cada Santa Misa, la Iglesia hace, por medio del sacerdote ministerial, lo que Jesús hizo en la Última Cena, convertir el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre, confeccionar, en el Altar Eucarístico, el Santísimo Sacramento del Altar, la Sagrada Eucaristía.

         “Sabiendo Jesús que había llegado la Hora de pasar de ese mundo al Padre (…) los amó hasta el fin”. En la Última Cena, que es la Primera Misa de la historia, Jesús instituye dos grandes Sacramentos, el Sacramento del Orden y el Sacramento de la Eucaristía, con el fin de cumplir su promesa de quedarse entre nosotros “todos los días hasta el fin del mundo”. Y esto lo hace Jesús movido por un solo motor, el Divino Motor del Amor: no lo hace por necesidad y tampoco por obligación, sino por amor y sólo por amor, lo cual tiene una repercusión de orden práctico en nuestra vida espiritual, ya que si es verdad lo que el adagio dice: “Amor con amor se paga”, entonces nosotros debemos asistir a la Santa Misa, renovación del sacrificio de la cruz y de la Última Cena, no por necesidad ni obligación, sino por amor a Jesucristo; debemos recibir la Eucaristía no por costumbre o mecánicamente, sino con el corazón lleno de amor, o al menos, con el corazón “contrito y humillado” y además abierto al amor, para que Jesús lo colme con su amor, el Amor de Dios, el Espíritu Santo.

         Una consecuencia de no entender esto la vemos en la actitud de Judas Iscariote, quien acude a la Última Cena, la Primera Misa, movido no por el amor a Jesús, sino por el amor al dinero que, en última instancia, es rendición a Satanás, como queda demostrado en el Evangelio, ya que Judas Iscariote es poseído por Satanás, según la Sagrada Escritura: “Cuando Judas tomó el bocado, Satanás entró en él”. Quien no ama a Jesús Eucaristía, termina siendo dominado por sus pasiones carnales y terrenas, representadas en el bocado que toma Judas, y termina siendo poseído por el demonio, también como Judas. Judas no comulga la Eucaristía, sino el “bocado”, símbolo de la gula, de la satisfacción de los apetitos terrenos. Esto sucede porque no hay término intermedio: o se está en el seno del Cenáculo, el interior de la Iglesia Católica, palpitando con el Sagrado Corazón Eucarístico, o se sale del seno de la Iglesia al exterior, en donde “es de noche”, es decir, en donde viven las tinieblas vivientes, como hace Judas Iscariote.

         Otro aspecto a considerar en la Última Cena es el Lavatorio de pies por parte de Jesús a los discípulos, una tarea humillante, reservada a los esclavos. Jesús lava los pies a los discípulos, hace una tarea reservada a los esclavos: como en ese tiempo las únicas rutas empedradas eran las que los romanos habían construido, la gran mayoría de las calles eran de tierra y como usaban sandalias, los pies se ensuciaban, por lo que había que lavarlos, pero era una tarea considerada humillante y reservada a los esclavos. Jesús se humilla una vez más, para demostrarnos su amor y para que nosotros, que somos soberbios y orgullosos, al recordar cómo Él se humilló por nosotros, también nosotros nos humillemos por Él y abajemos nuestro orgullo y nuestra soberbia. Mientras no estemos dispuestos a literalmente lavar los pies a nuestro prójimo, por su bien, incluido el prójimo que nos quiere quitar la vida –Jesús lavó los pies de Judas Iscariote- no podemos llamarnos cristianos; mientras un atisbo de soberbia y de orgullo asome en nuestros actos, no podemos llamarnos discípulos del Señor Jesús, que se humilló haciendo una tarea de esclavos. Mientras pretendamos ser los mandamás y que todos reconozcan con aplausos lo poco o nada que hacemos, no podemos llamarnos discípulos de tan admirable Señor. Si Él, siendo Dios Hijo encarnado, se humilló hasta el punto de lavarles los pies a sus discípulos, haciendo una tarea propia de esclavos, mientras nosotros no hagamos lo mismo, tarea propia de esclavos, no podemos llamarnos cristianos.

“Sabiendo Jesús que había llegado la Hora de pasar de ese mundo al Padre (…) los amó hasta el fin”. El Motor de la Pascua de Jesús es el Amor Divino; es el que lo impulsa a morir en la Cruz para cumplir el “Pésaj”, el “Paso” de este mundo al otro, de este mundo al seno del Padre; es el Amor el Motor que lo impulsa a crear el Sacerdocio Ministerial, para así participar de su poder sacerdotal a los sacerdotes varones, de manera que estos puedan, con el poder divino, convertir el pan y el vino en su Cuerpo y su Sangre, perpetuando el Memorial de su Pasión, la Sagrada Eucaristía, para quedarse en el seno de su Iglesia y en los corazones de los fieles “todos los días, hasta el fin del mundo”. No seamos tardos y necios en acudir a la Hora Santa, la Hora de la Pasión, de la Renovación Incruenta y Sacramental de la Pasión, la Santa Misa, cada vez que esta se celebre, pues cada vez que se celebra la Santa Misa, se celebra nuestra Pascua, nuestro “Pésaj”, nuestro “Paso” anticipado a la eternidad, toda vez que comulgamos el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.