martes, 21 de octubre de 2025

“El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado”

 


(Domingo XXX - TO - Ciclo C - 2025)

            “El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado” (cfr. Lc 18, 9-14). En la parábola del fariseo -que cree que él es justo, pero en realidad es injusto- y la del publicano -que se considera pecador y que por esto recibe el perdón de Dios-, Jesús finaliza con un elogio de la humildad y la condena de la soberbia: “El que se humilla –el que sea humilde como el publicano- será ensalzado y el que se ensalza –el que sea soberbio como el fariseo- será humillado”. La enseñanza de la parábola sería, entonces, que debemos practicar la virtud de la humildad, al tiempo que debemos evitar el pecado de soberbia. Sin embargo, hay algo más profundo que el simple elogio de la virtud y el evidente rechazo del pecado.

          La enseñanza de las virtudes ha sido una constante a lo largo de la historia y esto antes y después de Jesús, tanto por parte de autores, filósofos, ascetas, ermitaños, maestros de religión, incluso paganos, los cuales hicieron elogio de las virtudes, entre las primeras la humildad; por esto mismo, podríamos pensar que esta frase de Jesús y este fragmento del Evangelio –“El que humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado- no contienen ninguna novedad trascendental, nada que no se haya dicho antes.

          Sin embargo, si pensamos que Jesús, con la parábola del fariseo y del publicano se limita a simplemente alabar la humildad y condenar la soberbia, estaríamos reduciendo su enseñanza a una simple lección de moral, con lo cual rebajaríamos de esta manera el misterio de Jesús, de su Iglesia y de su misterio pascual al nivel de cualquier otra religión.

          Es verdad que Jesús alaba la humildad del publicano y condena la soberbia del fariseo, pero detrás de esto, mucho más que una enseñanza moral, se esconde un misterio sobrenatural, el misterio pascual de Jesús, que es el misterio de la cruz, y es por este misterio por el cual las realidades humanas, como la humildad, por ejemplo, adquieren otra dimensión, otro significado: por el misterio de la cruz, la humildad se convierte de simple virtud humana en manifestación de la divinidad del Hombre-Dios en la encarnación, en la Pasión, en la cruz, en su Presencia gloriosa en el sacramento del altar.

          En otras palabras, en Jesús, la humildad es mucho más que una simple virtud: es la manifestación de la divinidad a través de la Encarnación, a través de su Pasión, a través de la Cruz.

          Todo el misterio pascual de Jesús se convierte así en una manifestación de su divinidad por medio de la humildad: a través de su anonadamiento en la Encarnación, Jesús revela su divinidad; al anonadarse y tomar la forma de un débil niño humano, sin dejar de ser Dios omnipotente, Jesús se revela por medio de la humildad; por medio de la humillación sufrida voluntariamente en su dolorosa Pasión, Jesús revela su divinidad, apareciendo como el Gran Derrotado, cuando en realidad podía aniquilar a sus enemigos con el aliento de su boca; Jesús revela su divinidad al aparecer en la humildad de la gloria escondida del sacramento del altar, como Pan de Vida eterna en medio de su Iglesia y no en el esplendor de su gloria visible, tal como se encuentra en el Reino de los cielos.

          Por la Encarnación y por el misterio pascual de la cruz, Jesús da un nuevo significado a la humildad, un valor y un que antes de la Encarnación de Dios Hijo la humildad no la poseía: por ser una virtud vivida por el Hijo de Dios encarnado, la humildad se convierte, de simple virtud humana, en la vía de la manifestación del Ser divino, a través del misterio de la Pasión, de la Cruz y del Sacramento del Altar.

          Antes del misterio de Jesucristo crucificado, la virtud de la humildad era una virtud que ennoblecía y engrandecía al alma que la practicaba, la poseía o al menos se esforzaba por practicarla; pero a partir de Jesús, Quien se humilla y se anonada en su misterio pascual de Muerte y Resurrección, la humildad se convierte en la vía de la manifestación en la historia humana del ser divino y quien se une a Cristo por la gracia, se une a esta manifestación particular de la divinidad bajo la forma de la humildad. Ésta es la razón por la cual Jesús insiste en que se practique esta virtud en particular: “Aprendan de Mí, que Soy manso y humilde corazón”, porque la humildad es manifestación de la divinidad de la Trinidad, mientras que la soberbia es manifestación del ser diabólico del ángel caído, Satanás, la Serpiente Antigua.

“El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado”. Un cristiano que busca vivir la virtud de la humildad no se limita a simplemente practicar una virtud, porque la práctica de la virtud también la puede hacer y todavía mucho mejor que cualquier cristiano, un pagano: si un católico, siguiendo el consejo de Jesucristo –“Aprendan de Mí, que Soy manso y humilde de corazón”-, decide esforzarse por practicar la virtud de la humildad, ayudado por la gracia santificante, combatiendo al mismo tiempo su propia tendencia a la soberbia, lo que hace en realidad es imitar y prolongar, en el tiempo y en el espacio, tanto la humildad de la Virgen Madre, que se humilla llamándose y volviéndose esclava de Dios como así también imitar y prolongar, al mismo tiempo, la humildad y la mansedumbre del Cordero, que siendo Dios omnipotente y omnisciente, pasa por débil en la encarnación, apareciendo como Niño en el Portal de Belén, como insano mental ante Herodes, quien lo trata justamente como alguien que ha perdido la razón, como “gusano ante quien se da vuelta la cabeza”, como dice el profeta Isaías y como un hombre fracasado y abandonado por todos, menos por su Madre, en el Santo Sacrificio del Calvario.

Por el contrario, el cristiano que se deja llevar por la soberbia, no sólo comete el pecado de soberbia, alejándose de modo radical de la imitación de Cristo, sino que se asemeja al Gran Soberbio, Satán, y participando de su rebelión en los cielos, prolonga en la tierra el grito demoníaco de la Serpiente Antigua que le valió su expulsión de la Presencia de la Trinidad para siempre: “Yo soy como Dios”.

“El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado”. Jesús no solo nos llama a practicar la virtud de la humildad, sino que sus palabras iluminan nuestro camino hacia la eternidad: a partir de Cristo, la humildad –o la ausencia de ella, la soberbia- determina el destino eterno del alma: quien imite a Cristo en su humildad será exaltado en su gloria con Él por toda la eternidad; quien acompañe al demonio en su soberbia, vivirá para siempre en la humillación eterna, fuera de la humilde y grandiosa compañía de Dios Uno y Trino.


lunes, 13 de octubre de 2025

“Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?”

 


(Domingo XXIX - TO - Ciclo C - 2025)

          “Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?” (Lc 18, 1-8). En este Evangelio, hay dos temas distintos: uno, es el de la parábola en la que se nos enseña que, en la oración, son imprescindibles la constancia y la perseverancia, además de la confianza de ser siempre escuchados por Dios. En la parábola hay dos personajes: por un lado, una mujer viuda que necesita ayuda por parte de un juez; por otro lado, el juez, que tienen una característica, la de ser temerario e inicuo -injusto- ya que “ni temía a Dios ni le importaban los hombres”. La mujer viuda acude en su ayuda para pedirle que le haga justicia “frente a su adversario”. En un primero momento el juez se niega, pero luego reflexiona y dice: “Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está molestando, le voy a hacer justicia, no sea que siga viniendo a cada momento a importunarme”. Es decir, el juez termina finalmente asistiendo al pedido de justicia que le hace la viuda y el motivo es que la viuda no lo dejará tranquilo con su pedido de justicia. Lo que nos deja como enseñanza la parábola es que, si un juez terreno, que es temerario e injusto, sin temor de Dios ni de los hombres, hace justicia solo por el motivo de la insistencia y de la perseverancia en el pedido, tanto más lo hará Dios, que es Justo Juez y Juez Eterno, quien además de no ser jamás un juez injusto como el de la parábola, sino que es Juez Perfectísimo y Justísimo, tanto más lo hará Dios, Justo Juez, con aquellos de sus hijos que acudan a Él con insistencia y perseverancia. La idea central entonces es la 1de orar hasta ser inoportunos, con insistencia y perseverancia, hasta que la oración del que ora sea escuchada[1], es decir, orar, lo cual implica tener fe en ser escuchados y, por otra parte, orar con insistencia.

Luego Jesús, con una pregunta, introduce la segunda enseñanza de la parábola, que aparentemente no tiene nada que ver con la primera parte, pero sí tiene que ver porque es una pregunta precisamente relacionada con la fe: “¿Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?”.

Debemos preguntarnos la razón de esta pregunta, ya que, de un tema particular e imaginario, como el de la parábola, pasa a un hecho real, que habrá de acontecer en el futuro y que abarcará a toda la humanidad y es el de su Segunda Venida en la gloria: “Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?”. Si Jesús hace esta pregunta es porque supone que ya se ha entendido la parábola y que, la enseñanza de esta parábola deberá ser aplicada para su Segunda Venida. La parábola se relaciona con la oración, que debe ser continua, perseverante, continua; pero también con la fe, porque para orar, es necesario, indispensablemente, la fe: entonces, Jesús nos quiere decir que hay que tener fe y hacer oración y que esta debe ser perseverante, continua y confiada, pero nos dice, ante todo, que esa fe, con esas características, podría no estar presente en casi ningún habitante de la tierra en los momentos previos a  debe ser precisamente más fuerte y perseverante antes de su Segunda Venida y de ahí la pregunta de Jesús acerca de si habrá fe en la tierra cuando venga el Hijo del hombre. Jesús hace pregunta, no porque Él no sepa la respuesta, ya que Él es Dios y todo lo sabe; precisamente, porque sabe la respuesta, es que Jesús hace la pregunta. Jesús sabe que, antes de su Segunda Venida en la gloria, se producirá un fenómeno llamado en la Iglesia con el nombre de “apostasía” y que ha sido advertida, entre otras apariciones, por una de las más grandes apariciones de la Virgen, Nuestra Señora de La Salette. También la Virgen, en sus mensajes al Padre Gobbi, le avisa acerca de la apostasía generalizada dentro de la Iglesia Católica y que cuando veamos esto, sepamos que es una señal segura de la pronta asunción del Anticristo ante el mundo. La apostasía es el pecado contra el Espíritu Santo, porque es el rechazo de los dogmas de la Iglesia. Puesto que los dogmas han sido revelados por Nuestro Señor Jesucristo, con el don de la Sabiduría del Espíritu Santo, negar un dogma de la Iglesia es negar, diabólicamente, satánicamente, influenciados por el Demonio y por el Anticristo, la Verdad Revelada por Nuestro Señor Jesucristo. Es el pecado que cometieron Judas Iscariote, Lutero, Calvino, John Sobrino, Gutiérrez y tantos heresiarcas más. La apostasía implica, no el salir de la Iglesia, sino, desde dentro de la Iglesia, colocar cargas explosivas en sus columnas y en su base, para hacerla implosionar, para que caiga sobre sí misma; la apostasía promovida por los falsos teólogos de la marxista Teología de la Liberación -y también la falsa Teología del Pueblo- implica la creación de nuevos Sacramentos, relacionados con la pobreza -el pobre como sacramento, lo cual es una aberración- al tiempo que denigrar y dejar de lado los verdaderos sacramentos de la Iglesia, como la Eucaristía y el Sacramento de la Confesión; implica la creación de nuevos rosarios -el rosario sinodal-, una nueva liturgia, con danzas invocando demonios, como en la Misa Azteca, o ritos de la Pachamama, etc.; nuevos mandamientos, como los mandamientos de la ecología, todo lo cual configura una nueva iglesia, una iglesia falsa, la Iglesia del Anticristo, en la que la fe es falsa porque no es la fe de la Santa Iglesia Católica Romana. Un ejemplo patente de esta falsa Iglesia es la falsa Iglesia Católica Patriótica China, que responde al Partido Comunista Chino, ya que ahí se enseñan doctrinas del Partido Comunista y no las verdades de la fe católica. Pero en Occidente también existe la apostasía al interno de la Iglesia Católica Apostólica Romana. Esta apostasía la estamos viviendo en la actualidad: el 99% de niños y jóvenes que finalizan la instrucción catequética abandonan la religión católica, abandonan los sacramentos, abandonan la Santa Misa, viviendo sus vidas como si Jesús nunca hubiera dado sus vidas por ellos en la Cruz ni se entregara cada vez por ellos en cada Eucaristía. Esto se llama apostasía, falta o mejor dicho ausencia de fe católica culpable de los dogmas de la Iglesia Católica, es el verdadero pecado contra el Espíritu Santo, pecado que no se perdona ni en esta vida ni en la otra. Es por esto, por irritar  a la Sabiduría de Dios, que la apostasía tiene un alto, un altísimo precio, que es el de desencadenar la Justa Ira de Dios, porque así como el niño, el joven, el adulto, que desprecian a Dios en la Eucaristía, así de esa misma manera, serán despreciados por Dios al irritar continuamente la Justicia Divina; la apostasía tiene el durísimo precio de que desencadena la Ira de Dios, Ira de Dios que se verá reflejada primero en el Juicio Particular, en donde el alma experimentará el terror de enfrentar a Dios como Justo Juez y luego será ratificada en el Día del Juicio Final, en donde los apóstatas, los que hoy se ríen de la religión católica, los que hoy desprecian a la Santa Misa por el fútbol, el paseo y las compras, los que sabiendo que Jesús viene a la Eucaristía para quedarse en la Eucaristía y así habitar en los corazones de los hombres, aun así, prefieren ignorar a Cristo, dejarlo solo en su Día, el Dominus, el Domingo, el Día del Señor Jesús, el Domingo y dándole la espalada, eligieron acudir al estadio de fútbol, al paseo de compras, a jugar al fútbol, o a cualquier otra actividad, siendo lo importante que haga olvidar a Cristo Eucaristía el Domingo. La pregunta de Jesús vale para nuestros días, en los que constatamos que la fe católica, la fe sobrenatural, se ha enfriado a tal punto que el mundo parece haber entrado en una era de hielo espiritual, en donde los corazones de los hombres no sienten en absoluto la necesidad del calor del Amor del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús. Jesús pregunta porque sabe que, antes de su Segunda Venida, vendrá el Anticristo y la señal del Anticristo es la pérdida casi total de la fe católica, de manera tal que no habrá casi nadie que haga oración, porque la oración requiere de la fe, de la fe en Cristo Jesús como el Hombre-Dios. Cuanta menos fe haya dentro de la Iglesia, o lo que es igual, cuando la verdadera fe se haya reemplazado por la falsa fe de la iglesia ecuménica e inclusiva no católica, entonces podremos decir que, antes que estar cercana la Segunda Venida del Hijo del hombre, estará más cercana todavía la manifestación del Hombre de la Perdición, el Anticristo, el hombre poseído por Satanás, tal como lo profetiza el Catecismo Católico[2]. Nuestro Señor Jesucristo se pregunta si habrá fe cuando Él vuelva, porque los corazones dominados por Satanás no sentirán la necesidad de hacer oración de ningún tipo, porque no tendrán fe, la verdadera fe católica, la fe del Credo de los Apóstoles; es decir, habrán apostatado y el remedio para quien no quiera caer en la apostasía es el Credo de los Apóstoles.

Pero algo a tener en cuenta, por el sentido general de la parábola, es que si bien habrá apostasía masiva y generalizada, de igual modo habrá un pequeño redil, formado por los que verdaderamente aman a los Sagrados Corazones de Jesús y de María, los que aman a la Iglesia Católica y es a través de estos, los que tengan fe y hagan oración con la certeza de que serán escuchados, es que se cumplirá la promesa de Jesús de que al final, el mal no prevalecerá[2]. La victoria final sobre el mal y el Infierno por parte de la Justicia de Dios está asegurada por la promesa de Jesús: “Las puertas del Infierno no prevalecerán sobre mi Iglesia” y acerca de eso no hay ninguna duda, y si Jesús hace esta pregunta, que en realidad nos la hace a nosotros, es para advertirnos, porque cuando ocurra la persecución del Anticristo, la última de la historia, antes de la Segunda Venida en la gloria de Jesucristo, muchos decaerán, desfallecerán en la fe y se abandonarán al Anticristo y así al regresar Cristo, no encontrará ni fe ni oración en la gran mayoría de los fieles, con excepción de un muy pequeño rebaño. Cuando reine el Anticristo, antes de la Segunda Venida de Jesús, todo parecerá humanamente perdido, pero los fieles seguidores de Cristo se caracterizarán porque harán oración, ya que, confiados en las palabras de Jesús, tendrán fe, la fe del Credo de los Apóstoles, la fe del Credo Constantinopolitano y así esperarán contra toda esperanza la Segunda Venida de Cristo.



 



[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 628.

[2] Cfr. numeral 675.


viernes, 10 de octubre de 2025

“¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios?”


 

(Domingo XXVIII - TO - Ciclo C - 2025)

         “¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios?” (cfr. Lc 17, 11-19). Jesús cura milagrosamente a diez leprosos, pero solo uno de ellos se muestra agradecido para con Jesús y vuelve para darle gracias, postrándose ante su Presencia, significando con esto que reconoce a Dios hecho hombre en Jesús de Nazareth. Sin embargo, los otros nueve leprosos, que han recibido el mismo milagro de curación, mostrando una total y completa ingratitud e indiferencia para con Jesús y el don recibido, continúan su marcha como si nada hubiera pasado, sin siquiera pasárseles por la mente el dar gracias a Jesús. Esta muestra de ingratitud es la que motiva la pregunta indignada de Jesús: “¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios?”.

         Ahora bien, podríamos preguntarnos si esta escena se puede aplicar a todos los cristianos y la respuesta parecería ser que no, porque no todos han recibido milagros de curaciones de enfermedades tan graves como la lepra; por esto mismo, se justificaría entonces el hecho de que no se encuentran justificativos para agradecer a Jesús: si no he recibido una curación de una enfermedad grave, si no he recibido la solución a un problema urgente, si no se me ha concedido lo que a mí me parecía un asunto serio, entonces, no tengo motivos para dar gracias a Dios. De hecho, la inmensa mayoría de los cristianos se comportan de esta manera, que es desagradecida, por pensar de esta forma. Incluso hay quienes se ofenden con Dios porque no les concede lo que piden. Entonces, así podemos decir que esta escena no se aplica a los cristianos que no han recibido milagros portentosos y por lo tanto, no tienen por qué mostrarse agradecidos para con Dios.

         Sin embargo, si consideramos las cosas de otra manera, podemos decir que la escena aplica para todos los cristianos y la razón es que la lepra, bíblicamente, es figura del pecado y en este sentido, todos los cristianos, comenzando por el bautismo, hemos recibido un milagro infinitamente más grandioso que el ser curados de una enfermedad grave y es la remisión del pecado original; además, por el sacramento de la confesión, recibimos el perdón de los pecados que se pudieran cometer luego del bautismo y es por esto que sí se puede decir que este pasaje del evangelio se aplica, al menos figurativamente, a todos los cristianos, aun cuando no se haya recibido la curación de una enfermedad grave y crónica como la lepra, o la solución a algún problema grave.

         Entonces, si consideramos a la lepra como figura del pecado, la escena de la curación de los leprosos por parte de Jesús sí puede aplicarse a todos los cristianos católicos, a todos los que han recibido el perdón del pecado original en el momento del Bautismo sacramental y a todos los que han recibido luego sucesivamente el perdón de sus pecados a través del Sacramento de la Confesión; por lo tanto, todos los católicos, sin excepción, debemos postrarnos en acción de gracias eterna al Hombre-Dios Jesucristo, porque este perdón de nuestros pecados nos ha sido concedido por su infinita misericordia y por su dolorosa Pasión en el Calvario. Entonces, ya sea por el Bautismo o por la Confesión sacramental, por haber sido curados de esa lepra espiritual que es el pecado, todos los católicos debemos dar gracias a Jesucristo y en este sentido, el extranjero que es curado y que regresa para dar gracias a Jesús, debe -o al menos, debería- ser figura de todo católico.

         Pero además de esto, hay algo más que debemos preguntarnos, ¿el perdón de los pecados es el único motivo para dar gracias a Dios? Es verdad que Jesucristo, con su Sangre derramada en la Cruz y que se vierte sobre las almas a través de los sacramentos, nos perdona los pecados y que ya por ese solo motivo, debemos postrarnos en eterna acción de gracias al Cordero de Dios. Pero hay también otros motivos para dar gracias a Jesucristo.

         Por su sacrificio en cruz, Jesucristo mereció para el hombre la remisión del pecado -es lo que se nos concede a través de los sacramentos-, pero también el don de la gracia santificante, gracia por la cual, se nos hace partícipes de la vida divina trinitaria, lo cual significa que, teniendo en nuestras almas la vida de Dios, esta vida divina, que no es nuestra vida humana sino la vida de la Trinidad, al ser la vida perfectísima de Dios Uno y Trino, es una vida que no solo vence a la muerte terrena de una vez y para siempre, sino que además nos obtiene algo que antes de Jesús no teníamos y es el don de la vida eterna, el don de la vida divina trinitaria, la vida misma de la Santísima Trinidad en nuestros corazones y con esto nos consigue la gracia el título o la capacidad, digamos así, de adorar y alabar al Cordero de Dios y a la Trinidad en el Reino de los cielos[1] como hijos de Dios.

         Cristo, con su sacrificio expiatorio en la cruz, ha quitado la maldición de la culpa que pesaba sobre la humanidad[2] y este es un enorme motivo para dar gracias a Dios eternamente; pero el sacrificio de Cristo en el Calvario y en el Ara del altar, no solo tiene un carácter expiatorio, sino que también está el carácter latréutico, de adoración, y Cristo, Dios Hijo, nos asocia a su adoración, y para hacernos capaces de adorar al Padre con su misma adoración de Dios Hijo, nos concede la gracia de ser hijos de Dios, nos concede la filiación divina.

         Al hacer la ofrenda sacrosanta de su Cuerpo y de su Sangre al Padre, en el Amor del Espíritu Santo, Cristo ofrece a la Trinidad una adoración y alabanza de gloria infinita, tan infinita, grandiosa y majestuosa, como no podrían jamás ofrecer la adoración y la alabanza de todos los ángeles y santos del cielo de todos los tiempos, y lo más asombroso de todo es que, es a esta adoración eterna a la cual Cristo nos asocia, no externamente, sino desde dentro, por la gracia, uniéndonos con su Espíritu a Él mismo, haciéndonos ser parte de su ser y elevando toda nuestra existencia y nuestro ser como holocausto que arde por la eternidad, junto a Él, junto al Cordero, para siempre, delante del altar de la Trinidad en los cielos.

         Aquí se encuentra entonces el motivo principal por el cual, imitando al leproso del Evangelio, debemos postrarnos eternamente en acción de gracias a Jesucristo: porque Él nos asocia a su sacrificio latréutico, nos asocia a su sacrificio de adoración y no como simples creaturas, sino como verdaderos hijos de Dios, como “hijos en el Hijo”, porque nos concede su misma filiación divina, la misma filiación divina con la cual Él es Hijo de Dios por la eternidad.

El motivo principal de acción de gracias es haber sido hechos hijos de Dios por el sacrificio de Cristo en la cruz y el ser asociados con Él y en Él a su sacrificio de expiación y de adoración.

         De todo esto vemos entonces, que así como el leproso del evangelio da gracias a Cristo, postrándose delante de Él, por haberlo curado de su enfermedad, así los bautizados deben dar gracias a Cristo, Cordero de Dios, postrándose delante de Él, que se hace Presente en el altar sacramentalmente, como Pan y Vino, no sólo por haber recibido la cura de la lepra espiritual que es el don del perdón de los pecados, sino también por haber recibido el don de la filiación divina, que los convierte en hijos de Dios en el Hijo, con la misma filiación divina y eterna del Hijo y nos asocia a su sacrificio de expiación y de adoración.

         Frente a Cristo, Hombre-Dios, que viene a nosotros como Cordero de Dios oculto en el Pan, nos postramos delante del altar, como Iglesia vivificada y guiada por el Espíritu, y con Él y en Él elevamos nuestra acción de gracias y de adoración a Dios Trino por su infinita misericordia.

 



[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 467.

[2] Cfr. Scheeben, ibidem, 467.


jueves, 2 de octubre de 2025

“…si tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza..."

 


(Domingo XXVII - TO - Ciclo C - 2025)

         “…si tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, y le dijeran a esa morera: “¡Plántate en el mar!”, ella les obedecería” (cfr. Lc 17, 5-10). Jesús nos plantea en este Evangelio el tema de la fe, pero antes de adentrarnos en el tema, tenemos que aclarar que hay dos tipos de fe, la fe natural y la fe sobrenatural. La fe natural es la fe que usamos todos los días, como por ejemplo, cuando alguien nos dice su nombre y nosotros le creemos sin necesidad de ver su documento de identidad y así con la práctica totalidad de las situaciones cotidianas, exceptuando en casos en los que se presuma un delito, en donde sí se necesitan pruebas más explícitas. Ahora bien, la fe de la que habla Jesús, la fe que “mueve montañas”, no es esta fe “natural”, sino otra fe, una fe que no es humana, sino “sobrenatural, es una fe concedida por la gracia, es la fe concedida por Dios. Es la fe a la que se refiere San Pablo cuando la define como “creer en lo que no se ve” en Heb 11, 1-7. Por esta fe sobrenatural, entonces, creo “sobrenaturalmente” en lo que no veo “sobrenaturalmente”. El caso más patente de esta fe “sobrenatural”, aplica a los sacramentos, porque los sacramentos, todos los sacramentos de la Iglesia Católica, tienen dos partes unidas indisolublemente entre sí, una visible, sensible, y otra invisible, insensible, y es esta constitución de estas dos partes lo que hace que los sacramentos sean un misterio sagrado y para poder creer esto, es que se necesita la fe sobrenatural, la fe que “mueve montañas”, la fe que concede la gracia, la fe que se nos infunde en el bautismo, la fe que no es natural, que no depende de nosotros, sino que es un don del cielo, que se nos dona en el momento en el que recibimos en el bautismo sacramental, pero que es responsabilidad nuestra hacerla crecer día a día, precisamente, con actos de fe sobrenatural.

         Cuando se trata de esta fe sobrenatural, se trata de una fe relacionada con realidades a las cuales no podemos acceder con nuestra razón natural y algunas de estas realidades son, por ejemplo, que Dios es Uno en naturaleza y Trino en Personas, también la Encarnación del Hijo de Dios en el seno de María, o la prolongación de esa Encarnación en el seno de la Iglesia, el altar Eucarístico. Nada de esto podríamos creer sin la luz de la fe sobrenatural, porque nuestra razón natural, nuestra inteligencia, es absolutamente insuficiente para iluminar estos misterios: es como pretender iluminar el cielo estrellado con la luz de un fósforo encendido, el fósforo es nuestra inteligencia y el universo es el misterio de Dios. Solo la luz de la fe sobrenatural, que ilumina con la luz misma de Dios, es una luz potente que permite escrutar el abismo insondable del misterio de Dios Trinidad.

         Gracias a esta luz sobrenatural, gracias a esta fe sobrenatural, es que podemos vivir la vida de la gracia, porque la fe sobrenatural nos muestra, como una potente luz divina en medio de una densa noche, qué es lo que implica vivir la vida de la gracia, qué es lo que implica vivir como hijos de Dios, es decir, la luz de la fe sobrenatural que nos da la gracia nos muestra la pureza de la fe católica: qué es lo que debemos creer, qué es lo que debemos amar, qué es lo que debemos esperar, qué es lo que debemos obrar, para agradar a Jesús y a la Virgen y así entrar en el Reino de los cielos. Un ejemplo de esto es la oración que el Ángel de Portugal les enseñó en las apariciones de Fátima; en esa oración, llena de fe sobrenatural, se muestra con claridad qué es lo que como católicos debemos creer, qué es lo que debemos esperar, qué es lo que debemos amar: “Dios mío, yo creo -creo en Ti, Dios Uno y Trino-, espero -espero en la salvación del Cordero de Dios, Jesucristo-, Te adoro -adoro la Presencia real, verdadera y substancial del Hijo Eterno del Padre, el Verbo de Dios, Jesús de Nazareth- y Te amo -amo al Hijo de la Madre de Dios, Jesús, el Salvador-, Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni Te adoran, ni Te aman -imploro de rodillas y con la frente en tierra por todos mis hermanos que no creen en Ti, que no esperan tu Segunda Venida, que no solo no Te adoran, sino que blasfeman contra Ti, que no solo no Te aman, sino que lastimosamente Te odian”. Esta oración del Ángel de Portugal, oración de adoración, y la oración de reparación, solo la podemos hacer si tenemos encendida en el alma la luz de la fe sobrenatural, la luz que nos concede la gracia santificante, donada por el bautismo sacramental.

         Esto quiere decir también que si no tenemos fe sobrenatural, fe concedida por la gracia santificante, no sabemos en qué creer, no sabemos en qué esperar, no sabemos qué amar y por lo tanto, creemos, esperamos y amamos en forma errónea, equivocada, que es lo que sucede con las religiones monoteístas no católicas y con todas las sectas. Quien no tiene fe católica, no tiene forma de saber que el fin de su vida terrena es la comunión íntima de vida y amor eternos con las Tres Divinas Personas de la Santísima Trinidad y si no sabe eso, no podrá nunca obrar de modo de poder dirigirse en esa dirección y por lo tanto vivirá esta vida terrena como si esta vida fuera el comienzo y el fin de todo, es decir, vivirá esta vida terrena de forma errónea, equivocada.

         Poseer fe es sumamente importante en esta vida, ya que determina su orientación, su esperanza y su felicidad: quien no tiene fe sobrenatural en Jesucristo, no tiene esperanza en la vida eterna en el Reino de los cielos; por lo tanto, no sabe en qué esperar, no sabe que le espera una vida de eterna felicidad, absolutamente feliz y dichosa en la eternidad, una vida de contemplación y adoración, de comunión de vida y de amor y de adoración del Acto de Ser divino de Dios Uno y Trino, en la compañía alegre y festiva de la Madre de Dios, de los Santos y de los Ángeles de Dios y por lo tanto, al no tener esta fe sobrenatural, al no saber que le espera esta vida de eterna felicidad, puede ser que sea incluso una persona buena humanamente hablando, pero vivirá con una fe puramente humana, sin tener más .esperanza ,que la de vivir una vida meramente humana, esto es, en el mejor de los casos, estudiar, trabajar, formar una familia, ejercer una profesión, aspirar a poseer una casa, un auto, una vida sin sobresaltos económicos y una vejez tranquila y un seguro que cubra su sepultura y nada más. Quien no tiene fe sobrenatural, solo tiene fe para una esperanza de una vida horizontal, puramente humana, jamás para una fe vertical, sobrenatural, que llegue al Reino de los cielos.

         Quien no tiene fe sobrenatural, no sabe que debe dirigir su amor a la Santísima Trinidad -según el dicho que dice: “nadie ama lo que no conoce”-; no sabe que Dios Uno y Trino es un Océano infinito de Amor eterno, que en la Cruz y en la Eucaristía se nos dona, por misericordia, todo entero, sin reservas; no sabe que en este amor a la Trinidad, que se nos revela en Jesucristo, se encuentra la felicidad plena que busca desde que es concebido el corazón humano, todo corazón humano y así, sin saber estas verdades, sin saber que en la Trinidad, manifestada en Cristo, radica su felicidad, sin saber que en el amor de Jesucristo se encuentra la plenitud de la vida y de la dicha sin fin, quien no tiene fe se dedica, tristemente, a buscar vanamente el amor en cosas que ni son Dios ni llevan a Dios y así ama al mundo, a las cosas del mundo, a las creaturas, que por ser creaturas no solo no sacian la sed de amor que posee el alma, sino que la llenan de angustia, de vacío, de hartazgo y de soledad.

         La falta de fe sobrenatural no solo afecta la visión para la eternidad, sino que ya aquí en esta vida también compromete su cosmovisión y provoca una desorientación radical: al no tener fe, al no saber que en la Eucaristía se encuentra el Hombre-Dios Jesucristo en Persona, Quien es la felicidad total para todo ser humano y que un instante de adoración eucarística proporciona más felicidad que miles de años vividos en el mayor de los lujos y de la abundancia material, esa persona vivirá en la ignorancia de esa verdad toda su vida.

         La fe sobrenatural se compara a una luz que viene desde el cielo, que nos hace ver algo que no podemos ver con los ojos del cuerpo: los misterios santos de nuestra religión católica, de nuestra fe católica, como por ejemplo, que Dios no solo es Uno, sino Uno y Trino; nos hace ver que la Segunda Persona de la Trinidad, Dios Hijo, se encarnó en el seno virgen de María por el poder del Espíritu Santo; nos hace ver que Jesús no es un simple hombre, sino el Hombre-Dios, Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, que prolonga su Encarnación en el seno de la Iglesia, el altar eucarístico, para donarse como Pan de vida eterna, la Sagrada Eucaristía. La fe sobrenatural nos hace ver a la Eucaristía como lo que es, no como un pan bendecido, sino como la Presencia Personal del Hijo de Dios que se dona a sí mismo con su Acto de Ser divino trinitario y con su Amor divino trinitario, el Espíritu Santo, para encender nuestros corazones en el fuego del Divino Amor en la Comunión Sacramental; la fe sobrenatural nos hace ver la Santa Misa como lo que es, la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz de Jesús, que en el altar eucarístico hace lo mismo que en el Calvario: entrega su Cuerpo en la Hostia así como lo entregó en la Cruz y derrama su Sangre en el Cáliz, así como la derramó en la Cruz; la fe nos hace ver, en el Costado abierto de Jesús crucificado, al Corazón abierto de Dios Encarnado, de donde brota su Sangre, la cual contiene al Espíritu Santo, el Amor Divino, que se derrama sobre la humanidad entera para perdonar los pecados de los hombres; la fe sobrenatural nos hace ver que Jesús crucificado no es un maestro hebreo traicionado, que fracasó con sus ideas, que fue abandonado por sus discípulos, sino al Cordero de Dios inmolado en el ara santa de la Cruz que por su Sangre derramada sella la Alianza Nueva y Eterna por la cual Dios nos entrega su Ser divino y su Divina Misericordia, para que a cambio nosotros le entreguemos nuestra nada y nuestro pecado y así seamos renovados por la gracia y convertidos en hijos adoptivos de Dios.

         “…si tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, y le dijeran a esa morera: “¡Plántate en el mar!”, ella les obedecería”. No tenemos fe natural suficiente como para mover una morera y plantarla en el mar, pero sí tenemos la fe sobrenatural que nos donó nuestra Santa Madre Iglesia Católica en el momento en el que fuimos bautizados y es por esta por esta fe de la Iglesia, la Esposa de Cristo, a la que nosotros nos unimos, en el momento de la consagración eucarística, que Dios Hijo en Persona baja del cielo hasta la Hostia y eso es infinitamente más grande que mover una morera y plantarla en el mar.

 


miércoles, 24 de septiembre de 2025

“Había un rico llamado Epulón (…) cuando murió fue a la región de los muertos, en medio de los tormentos (…) Había un pobre llamado Lázaro (…) cuando murió fue llevado al seno de Abraham”

 


(Domingo XXVI - TO - Ciclo C - 2025)

“Había un rico llamado Epulón (…) cuando murió fue a la región de los muertos, en medio de los tormentos (…) Había un pobre llamado Lázaro (…) cuando murió fue llevado al seno de Abraham” (cfr. Lc 16, 19-31). En esta parábola Jesús nos revela no solo que existe una vida más allá de esta vida terrena, la vida eterna, sino además que esa vida eterna puede ser vivida, según nuestras propias acciones, o en un estado de dolor insoportable por el ardor del fuego que quema el alma y el cuerpo, que es el infierno y es adonde va el rico Epulón, o una vida eterna de felicidad, de dicha de gozo sin fin, que es adonde va el pobre Lázaro.

Esta parábola de Jesús debe ser interpretada fielmente, según el espíritu evangélico de Jesús, según el Magisterio de la Santa Iglesia Católica y según las propias interpretaciones de los Padres de la Iglesia, para no caer en lecturas contrarias a la religión católica, impregnadas de ideologías, más que ateas, anticristianas y satánicas, como el comunismo, el marxismo y el socialismo.

Precisamente, si se hace una interpretación por fuera del Magisterio de la Iglesia, por fuera del espíritu evangélico, se puede pensar que Epulón se condena por sus riquezas, ya que su figura está asociada y se identifica inevitablemente con “magníficos banquetes” y vestidos de “púrpura y lino finísimos”, algo que solo puede permitirse quien posee una gran fortuna; por otra parte, siguiendo con esta interpretación materialista y clasista, antievangélica, se puede pensar que el pobre Lázaro se salva por su pobreza, porque su figura está asociada inevitablemente con la carencia de todo, ya que es un mendigo despreciado y olvidado por todos, a quien los perros de la calle van a “lamer sus heridas”.

Entonces, si nos dejamos llevar por esta interpretación materialista, llegamos a la conclusión de que la causa de la condena del rico Epulón en el infierno son sus riquezas, mientras que la causa de la salvación del pobre Lázaro es su pobreza.

Esta interpretación simplista y materialista es contraria al mensaje evangélico, ya que Epulón no se condena por sus riquezas en sí mismas, sino por el mal uso, por el uso egoísta que hace de ellas, porque debido a su corazón frío y egoísta, en vez de auxiliar a su prójimo, se desentiende de él. Epulón, dice el Evangelio, “banqueteaba” todos los días, mientras Lázaro pasaba hambre, sin recibir siquiera las sobras de parte de Epulón; Epulón vestía con “linos finísimos”, mientras Lázaro estaba “cubierto de heridas”, sin recibir la más mínima atención por parte de Epulón; es decir, todo lo que tenía que hacer Epulón era preocuparse mínimamente por Lázaro, curando sus heridas y calmando su hambre por lo menos con las sobras de sus banquetes, pero era tan egoísta que solo pensaba en sí mismo y esa fue la causa de su perdición: se condenó, no por tener riquezas, sino por hacer uso egoísta de las riquezas.

Por su parte, Lázaro no se salva por su pobreza, porque la pobreza no es causa de salvación -sí la pobreza espiritual, según las palabras de Jesús, “bienaventurados los pobres de espíritu”[1]-; la causa de la salvación de Lázaro es su fortaleza y serenidad de espíritu con las cuales sobrelleva todas las tribulaciones -la enfermedad, la pobreza, la soledad- permitidas por Dios aquí en la tierra, para purificar su alma para que así pueda ingresar a la vida eterna, con los justos, en el Reino de Dios. Lázaro no solo es pobre, es indigente, es miserable desde el punto de vista material, ya que no posee absolutamente nada; padece enfermedades crónicas incurables -son las llagas lamidas por los perros-; padece hambre, sed, frío y calor, y así todos los días de su vida, hasta su muerte, y aun así, jamás reniega de Dios, nunca se queja de Dios, sino que soporta todos los males que Dios permite que le sobrevengan, con un corazón humilde, fiel, sereno, piadoso y todavía más, Lázaro no se queja contra Epulón, no guarda enojo ni rencor contra Epulón, quien pudiendo haber aliviado su situación no lo hizo por egoísta, pero Lázaro no guarda rencor contra Epulón, sino que en su corazón solo hay bondad para con su prójimo, aun cuando su prójimo lo desprecie con dureza de corazón. Esta es la razón de la salvación de Lázaro; ésta es la razón por la cual Lázaro recibe, de parte de Dios, la recompensa de la vida eterna, siendo llevado “al seno de Abraham”, es decir, al lugar de los justos, adonde esperará la resurrección de Cristo, que abrirá las puertas de los cielos para siempre, cuando ascienda glorioso y triunfante del sepulcro.

En la primera interpretación, materialista, falsa, se justifica el odio al prójimo y la lucha de clases, tal como lo promueven el comunismo, el socialismo, el marxismo; en la segunda interpretación, que es la verdadera,  no solo no hay ninguna justificación para la lucha de clases, sino que se promueve el amor al prójimo y el uso generoso de los bienes materiales.

Es muy importante meditar en el Evangelio de hoy porque nosotros, como católicos, podemos reproducir, con mucha facilidad, la dureza de corazón de Epulón y esa dureza de corazón es causa de condenación eterna. No puede ser de otra manera, es decir, no puede ser que no se condene en el Infierno eterno, el ser humano que no demuestre compasión hacia otro ser humano. La frialdad en los simples afectos cotidianos humanos, la dureza en el trato de todos los días, la negación del saludo, el trato frío, duro, con la mirada torva, la voz alta y el insulto al límite, ya es un indicio de que esa persona está bajo el influjo directo de Satanás, del Ángel caído[2], del espíritu del mal, del ángel maldito, de la Serpiente Antigua, que se opone a toda compasión y a todo gesto humano de ternura, bondad, compasión y afecto. Precisamente esto es lo que evidenciaba Epulón con su egoísmo: a pesar de ver a Lázaro enfermo, indefenso, padeciendo hambre, sed, calor, frío, a las puertas de su casa, no tenía compasión ni misericordia, porque en su corazón solo había egoísmo y amor de sí mismo; por eso, después de su muerte, como en su corazón solo había amor de sí mismo, no pudo soportar la Visión y la Presencia de Dios, que es Amor Puro y Substancial, que es Amor Misericordioso, que por definición se dona a Sí mismo, sin reservas, al hombre. Entonces, por esto fue que se condenó Epulón: en su corazón solo había amor de sí mismo, que no es amor, sino egoísmo y al quedar ante la Presencia de Dios, que es Amor Misericordioso, Amor que se dona, al no tener amor para donar, al no tener amor para dar a Dios, su corazón terminó de llenarse de lo que ya tenía, el egoísmo, que en la otra vida se convierte en odio y así, odiando a Dios, se precipitó en el Infierno. Así vemos cómo la dureza de corazón aquí en la tierra puede finalizar con la precipitación en el infierno en la otra vida, de ahí la importancia de obrar la misericordia, corporal y espiritual, siempre y en todas partes, con el prójimo.

Las obras de misericordia corporales y espirituales que la Iglesia prescribe no son simples hábitos morales, no son simples prácticas de buenos ciudadanos: son la condición sine qua non, indispensable, para que la gracia divina, santificante, de los sacramentos, actúe sobre el corazón humano compasivo y misericordioso, de manera que la gracia pueda obrar y transformar a ese corazón humano, y lo transforme, de un corazón humano, en una copia divina del Sagrado Corazón de Jesús y del Inmaculado Corazón de María. Pero si en un corazón humano no hay rastros de humanidad, de compasión, de bondad, de ternura, de afecto, es imposible que la gracia pueda actuar en ese corazón frío y egoísta y así ese corazón permanecerá en ese estado, encerrado en el amor de sí mismo y si la muerte lo sorprende así, no podrá nunca soportar la Visión ni la Presencia de Dios, que es Puro Amor Misericordioso y, entonces, lleno de odio, se precipitará en el infierno, como le sucedió a Epulón.

Cuando se experimenta el deseo de hacer el bien a alguien, ese deseo proviene de Dios, es una gracia concedida por Dios; por esto mismo, quien rechaza la moción de hacer el bien, está rechazando la gracia de Dios, la negativa a obrar el bien es una negativa al Amor de Dios. Dice así Juan Pablo II: “…la caridad tiene en el Padre su manantial, se revela plenamente en la Pascua del Hijo crucificado y resucitado, y es infundida en nosotros por el Espíritu Santo. En ella, Dios nos hace partícipes de su mismo amor. Si se ama de verdad con el amor de Dios, se amará también al hermano como Él le ama. Aquí está la gran novedad del cristianismo: no se puede amar a Dios, si no se ama a los hermanos, creando con ellos una íntima y perseverante comunión de amor”[2]. Es imposible amar a Dios si no se ama al prójimo, se engaña a sí mismo quien dice amar a Dios, pero endurece su corazón para con su prójimo, esto es lo que quiere decir Juan Pablo II.

A su vez, si se responde a la gracia, a la moción interior de compadecerse del prójimo, luego sobreviene más gracia aún, que termina por convertir al corazón humano en una copia viva del Corazón de Jesús y también del Corazón de la Virgen. Y si alguien muere en ese estado, entra directamente en comunión de vida y de amor con las Tres Personas de la Santísima Trinidad, para siempre, para toda la eternidad y eso es lo que llamamos “cielo”, y de esto se ve la importancia de que la misericordia, la compasión, la caridad y el amor para con el prójimo sean un hábito en acto permanente en el cristiano, porque significan, la garantía de la puerta abierta hacia la feliz eternidad en el Reino de los cielos.

El amor a Dios y el amor al prójimo están estrechamente unidos, porque no se puede amar a Dios, a quien no se ve, si no se ama al prójimo, a quien se ve (cfr. 1 Jn 4, 20-21), porque el prójimo es la imagen viva del Dios Viviente, Jesucristo. Epulón se condenó por no saber ni querer amar, por no querer ser compasivo y misericordioso para con su prójimo Lázaro.

Ayudando a Lázaro, habría ayudado a su propia alma a salvarse; negando la compasión y el amor al prójimo más necesitado, se niega el amor a Jesucristo, que está misteriosamente presente en el prójimo más necesitado.

El amor a Jesucristo, ése que nos abrirá las puertas del cielo, se demuestra en la misericordia y en la caridad para con el más necesitado; quien niega el amor al prójimo, cierra su alma al Amor de Dios, el Espíritu Santo. Dice Juan Pablo II: “Sólo quien se deja involucrar por el prójimo y por sus indigencias, muestra concretamente su amor a Jesús. La cerrazón y la indiferencia hacia los demás, es cerrazón hacia el Espíritu Santo, olvido de Cristo y negación del amor universal del Padre”[3].

No hace falta que venga un muerto a decirnos que el infierno existe, y que para ir al cielo debemos amar a Dios y al prójimo: nos basta el ejemplo de Jesucristo, la Palabra de Dios, que nos deja el mandato del amor fraterno, y nos basta su muerte en cruz, y el don de su Cuerpo y de su Sangre en la Eucaristía, para convencernos de que sin el Amor de Dios no podremos entrar en el cielo.

Según Abraham, los hermanos de Epulón no creerían en el infierno y en la vida eterna ni siquiera si un muerto se les apareciera. A nosotros no se nos aparece un muerto, sino Cristo resucitado en la Eucaristía, y además de decirnos que debemos amar al prójimo, nos sopla el Espíritu del Amor divino en la comunión, y es con ese Espíritu con el cual podemos y debemos amar a nuestro prójimo, para poder ingresar en el Reino de los cielos. Ya en la comunión sacramental tenemos entonces las puertas abiertas del cielo, porque ahí se nos da el Cuerpo y la Sangre de Cristo, y con el Cuerpo y la Sangre, el Espíritu Santo, el Espíritu del Amor de Dios, con el cual podemos amar a Dios y al prójimo y así entrar en el Reino de los cielos.

 




 

[2] Catequesis del Papa, 20 de octubre de 2000.

[3] Cfr. ibidem.

 



[1] Mt 5, 3.

[2] Cfr. Malachi MartinEl rehén del diablo, …


viernes, 19 de septiembre de 2025

“No podéis servir a Dios y al dinero”


 

(Domingo XXV - TO - Ciclo C - 2025)

            “No podéis servir a Dios y al dinero” (cfr. Lc 16, 1-13). La advertencia de Jesús se dirige a todo hombre que por la naturaleza caída tiene tendencia a dejarse cautivar por el atractivo de las cosas creadas y de entre todas las cosas creadas, tal vez sea el oro, el dinero, el que más poder de fascinación ejerza sobre el corazón humano.

          La razón de la fascinación del dinero por parte del hombre es que el dinero es sinónimo de poder mundano, de felicidad terrena, de placeres y lujos terrenales, de riquezas abundantes, de ahí la tendencia del hombre de lograr su posesión, en muchos casos. como si fuera el único objetivo de la vida, como si fuera la única razón de existir.

          Precisamente Benedicto XVI en una homilía dominical dijo que “el dinero enceguece[1], pero no en un sentido material, como cuando el brillo del metal, por su intensidad, pudiera provocar daño en la retina del hombre, sino que enceguece, según Benedicto XVI, en sentido espiritual, porque el dinero brilla con un brillo propio, que encandila al hombre y lo fascina con un poder a veces sobrehumano. Y las consecuencias de este enceguecimiento no son neutrales para el hombre, porque el corazón del hombre no tiene capacidad para dos luces: o brilla la luz de Dios, Jesucristo, o brilla la luz del dinero, la luz del oro.

          Pero lo que sucede en el corazón del hombre es lo que sucede en el altar eucarístico: lo que se coloca allí, se coloca para ser adorado y es por eso que en el altar eucarístico solo puede ser colocada nada más que la Sagrada Eucaristía, porque solo la Eucaristía, que es Cristo Dios, merece ser adorada. De la misma manera, en el corazón del hombre, que es altar natural para la Eucaristía, solo hay lugar para uno de dos, o para la Eucaristía o para el dinero, de ahí que Jesús afirme que no se puede servir a dos señores, o se sirve a Dios, o se sirve al dinero: en el altar del corazón, o se adora a Dios, o se adora al dinero. El corazón del hombre es como el tabernáculo en donde el hombre coloca lo más precioso que tiene en su existencia, que es Jesús Eucaristía, según la frase de Jesucristo: “Donde esté tu tesoro, estará tu corazón”. Si en el tabernáculo del corazón está Jesús Eucaristía, adorará a Dios oculto en apariencia de pan; pero si en su corazón está el dinero o el oro, adorará a estos ídolos, dejando de lado a verdadero Dios.

          Esta sustitución sacrílega del Cordero de Dios por el becerro de oro, es decir, el reemplazo en el corazón, de Jesús Cordero por un ídolo en forma de becerro de oro puro, es lo que hace precisamente el Pueblo Elegido en su peregrinación por el desierto: cuando Moisés sube al Monte para adorar a Dios, el Pueblo Elegido desplaza de su corazón al Dios del Monte Sinaí y lo reemplaza por el becerro de oro, construido con manos humanas, cometiendo así el gravísimo sacrilegio de sustituir al Cordero de Dios por el becerro de oro. Es decir, el Pueblo Elegido elige, valga la redundancia, al dinero, al becerro de oro y se postra ante él, mientras que desplaza de su corazón al Dios verdadero, el Dios del Monte Sinaí.

Jesús, con su sacrificio en cruz, repara el sacrilegio del Pueblo Elegido, el sacrilegio de haber elegido y adorado al ídolo del becerro de oro; mientras el Pueblo Elegido adora e idolatra al becerro de oro Jesús, con su sacrificio en cruz, nos muestra cómo debemos entender, vivir y aplicar el mandato de “No servir a dos señores”.

            En la cruz, Jesús está despojado de todo, es pobre, con una pobreza extrema y total, a pesar de ser el Dueño y Creador del universo, y confía su alma, todo lo que tiene, a Dios: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Jesús tiene, en su Sagrado Corazón, que es el Corazón del Hijo, a Dios Padre, al cual está unido por el Amor del Espíritu Santo. Jesús tiene en su Sagrado Corazón a Dios.

            También la Virgen María vive, junto a su Hijo, este mandato de Jesús de no servir a dos señores: junto a la cruz, la Madre de Dios no tiene, en su Inmaculado Corazón, solo al Corazón de su Hijo, sumado a todo el dolor del mundo, que oprime y aplasta al Corazón de la Madre.

            Por último, la Santa Madre Iglesia también vive el mandato de Jesús de no servir a dos señores: así como Moisés subió al monte Sinaí para adorar a Dios, postrándose frente a su gloria, mientras los israelitas adoraban al becerro de oro, así la Iglesia, en el Nuevo Monte Sinaí, que es el altar, se postra en adoración ante el Cordero de Dios, que se aparece en la gloria del sacramento eucarístico, porque la Iglesia tiene, en su corazón, el Corazón de la Iglesia, que es el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.

         “No podéis servir a Dios y al dinero”. Ninguno de nosotros está exento de cometer el mismo pecado de idolatría hacia el becerro de oro que cometió el Pueblo Elegido; pidamos la gracia de que nunca jamás nos postremos ante el ídolo del dinero y también, si es la voluntad de Dios, de morir postrados ante Jesús Eucaristía.

 




[1] Cfr. Benedicto XVI, Homilía del domingo 23 de septiembre de 2007.