jueves, 13 de marzo de 2025

“Su rostro y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante”

 


(Domingo II - TC - Ciclo C – 2025)

“Su rostro y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante” (Lc 9, 28b-36). El relato del Evangelista describe lo que en el Monte Tabor aparece visiblemente ante los ojos de Pedro, Santiago y Juan: en la cima del Monte Tabor, Jesús resplandece con una luz blanca, resplandeciente: “Su rostro y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante”. El fenómeno descripto por el Evangelista es aquello que de inmediato capta la atención de los discípulos que están frente a Jesús y es la luz que se irradia desde Jesús, desde la humanidad de Jesús. Ahora bien, lo que debemos tener en cuenta es que se trata de un fenómeno sobrenatural, es decir, un fenómeno que se origina en Jesús, que es Dios, y por lo tanto, aunque el fenómeno de la emisión de luz por parte de Jesús se describe con lenguaje humano, el lenguaje no puede transmitir la real magnitud del esplendor de Jesús, llamado por la Iglesia como “Transfiguración”.

Por esta razón, debemos preguntarnos: ¿de qué luz se trata? Porque la esencia de la Transfiguración es la emisión de luz por parte de Jesús y, siendo así, no se trata de un hecho secundario, sino central; en otras palabras, dilucidar la naturaleza de la luz emitida por Jesús, nos conduce no solo a saber de qué luz se trata, sino la razón por la cual Jesús se transfigura, es decir, emite luz radiante, resplandece “con una blancura deslumbrante”, como dice el Evangelista.

La interpretación racionalista es la propia de quienes niegan la naturaleza divina de Jesús y sea desde fuera o desde dentro de la Iglesia, pretenden instalar un discurso racionalista-progresista, negador de todo lo sobrenatural, de lo celestial, de lo divino, sería que la luz emitida por Jesús se trata, en realidad, de la luz natural: el racionalismo progresista católico, que tuerce la fe en la dirección del evangelismo protestante, dice que esta emisión de luz, a la que la Iglesia llama “Transfiguración”, no es otra cosa que un fenómeno óptico o visual, una especie de distorsión de la realidad provocada por la imaginación de los Apóstoles: en realidad, la Transfiguración, para un racionalista, no es otra cosa que la luz del sol: el día estaba nublado y, en un determinado momento, las nubes corridas por el viento dan lugar a la aparición del sol, cuyos rayos, convergiendo de forma repentina e intensa sobre el rostro y la humanidad de Cristo, por unos pocos segundos o minutos, da la sensación visual de una luminosidad extraordinaria, fuera de lo normal. Es obvio que esta interpretación racionalista no se corresponde con la fe católica.

La respuesta a la pregunta sobre la verdadera naturaleza de la luz de la Transfiguración emitida por Jesucristo en el Monte Tabor la proporcionan los monjes griegos del Monte Athos, los cuales dicen así: “La luz de la inteligencia es diferente a la luz percibida por los sentidos. La luz sensible nos hace percibir los objetos materiales, al alcance de nuestros sentidos, mientras que la luz intelectual nos manifiesta la verdad que está en la inteligencia. La vista y la inteligencia perciben dos luces distintas. Sin embargo, en aquellos que son dignos de recibir la gracia y la fuerza espiritual y sobrenatural, reciben tanto por la vista como por la inteligencia una luz que está más allá de toda luz creada, de todo sentido y de toda inteligencia… Esta luz no es conocida sino por Dios, porque Él mismo es esa luz, y la da a conocer a quienes tienen la experiencia de la gracia”[1]. Según esta última interpretación, se puede decir que la luz que irradia de Cristo es la luz de Dios que ilumina el intelecto humano, concediendo a éste una capacidad superior a la normal, con la cual puede ver lo que antes estaba oculto, en este caso, la verdad sobre la divinidad de Cristo[2]. Esta interpretación explica qué es lo que sucede en el intelecto humano cuando es iluminado por la luz de la gracia, a través de la cual puede conocer la divinidad de Cristo; esta es una respuesta que da la interpretación verdadera sobre la luz de Cristo en el Tabor. Es por eso que los discípulos ven la luz de Cristo con los ojos del cuerpo y con la inteligencia, pero la experiencia propiamente mística y sobrenatural, es ver a Cristo envuelto en su gloria divina. En otras palabras, Cristo es Dios; Él, en cuanto Dios, emite la luz de su gloria divina trinitaria en el Monte Tabor; los Apóstoles, iluminados por la gracia, perciben la luz divina trinitaria auxiliados por la gracia; el Evangelista describe esta luz divina trinitaria como luz de “blancura deslumbrante”, haciendo una analogía con lo que él conoce en la naturaleza, pero refiriéndose a un fenómeno sobrenatural que sobrepasa infinitamente todo fenómeno natural conocido.

Los monjes del Monte Athos distinguen entonces dos luces, la de la inteligencia y la de la sensibilidad, de otra luz, la luz increada, la luz divina, que sobrepasa infinitamente a estas dos[3]. Es esta última luz, la luz de la divinidad, la luz de la Santísima Trinidad, la que surge de Cristo en el Monte Tabor como de su fuente.

La luz que irradia de Cristo en el Monte Tabor y que provoca su Transfiguración, es la luz que procede de su propio ser divino trinitario, de su propia esencia divina, de su propia naturaleza divina trinitaria. “Dios es luz”, dice el evangelista Juan[4], y Cristo afirma de sí mismo: “Yo Soy la luz del mundo”[5], y la Iglesia lo confirma en el Credo Niceno-Constantinopolitano al referirse a Jesucristo como: “Dios de Dios, Luz de Luz”[6] y esta “Luz de Luz” la que Cristo emite en el Monte Tabor, la que resplandece a través de su Humanidad Santísima y la que la Iglesia denomina “Transfiguración”.

Entonces, la luz que emite Cristo no es una luz natural, como la luz del sol, ni tampoco es una luz en sentido analógico, como la luz de la razón humana: es la luz de la gloria del Ser divino trinitario y esta consideración es esencial porque, a diferencia de la luz creada, la luz del Ser divino trinitario, la luz que emite Jesús, Luz de Luz, Dios de Dios, es una luz viva, porque posee la vida del Ser divino de la Trinidad y esta luz que es Vida Increada, da vida a quien ilumina, en este caso, a los hombres. Y además de iluminarlos, los une al Ser divino de Dios Trino, es decir, une a Dios con los hombres y así el hombre, iluminado por Cristo, Luz Eterna de Dios, vive una nueva vida, una vida que ya no es la vida humana, sino una participación a la vida divina trinitaria, y ya no vive en tinieblas, ni en las tinieblas del error, ni en las tinieblas de la mentira, ni en las tinieblas del pecado y, todavía más, es liberado de la opresión y del dominio de las tinieblas vivientes, los ángeles caídos, cumpliéndose así las palabras de Jesús: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12).

Jesús dice que aquel a quien Él ilumine, tendrá “la luz de la vida”, es decir, será iluminado por la luz divina del Ser divino trinitario y como esta luz divina es una luz viva, que da la vida de la Trinidad a quien ilumina, el que sea iluminado por Cristo tendrá en sí la luz de la Trinidad, una luz que es vida porque es viva, pero con una vida distinta a la humana y a la angélica, porque es la vida misma de la Santísima Trinidad. Es una vida en la que la persona humana iluminada entra a participar de la vida de la Trinidad, es decir, comienza una vida de íntima comunión de diálogo y amor con las Tres Divinas Personas de la Trinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Por esta razón, mucho más que simplemente “no vivir en tinieblas”, quien es iluminado por Cristo vive con la luz viva de la Trinidad y esto quiere decir entrar en íntima comunión de vida y amor con las Tres Divinas Personas de la Sacrosanta Trinidad, algo que es tan inmensamente grandioso y sublime, que no nos alcanzarían eternidades de eternidades, ni para comprenderlo, ni para dar gracias por tan inmerecido don, conseguido al precio de la Sangre de Cristo derramada en la Cruz.

Éste es un primer aspecto a considerar en la Transfiguración de Nuestro Señor en el Monte Tabor, el de la naturaleza de la luz que emite Jesús y qué efectos produce en el alma a quien Jesús ilumina.

El otro aspecto a considerar en la Transfiguración es que Jesús se transfigura, es decir, deja resplandecer la luz de la gloria divina de su Ser divino trinitario antes de la Pasión, dice Santo Tomás, con el objetivo de hacerles ver a sus Apóstoles que Él es Dios y que luego del drama de la Pasión, luego de su Dolorosa y Sangrienta Pasión, luego de su Muerte en Cruz, Él habría de resucitar con su poder divino. Jesús se transfigura, deja resplandecer la luz de su divinidad, para hacerles ver que Él es Dios en Persona y que en cuanto tal, tiene poder sobre la vida y la muerte; Él es “el Alfa y el Omega, el Primero y el Último, el Principio y el Fin” (Ap 22, 13); Él es “el que estaba muerto y ahora vive” (cfr. Ap 1, 18) para siempre y su reino no tendrá fin, porque durará por eternidades de eternidades.

En el Monte Tabor, el Hombre-Dios Jesucristo aparece envuelta en la luz gloriosa de la Trinidad, para que su Iglesia de todos los tiempos contemple esta gloria divina y contemplándola, comprenda que luego de la Cruz viene la Luz; comprenda que no hay Luz sin Cruz; comprenda que a la Eterna Luz se llega por el Madero Santo de la Cruz; comprenda que no hay Monte Calvario sin Monte Tabor y no hay Monte Tabor sin Monte Calvario; Cristo se transfigura en el Monte Tabor para que nosotros, que somos su Iglesia, comprendamos que solo por la Santa Cruz viene la gloria eterna y la comunión de vida y amor con las Tres Divinas Personas de la Trinidad.

Un último aspecto a considerar en la Transfiguración es que tanto el Cristo Crucificado y Sangrante del Monte Calvario, como el Cristo Resplandeciente y luminoso del Monte Tabor, está en Persona, real, verdadera y substancialmente, en ese Nuevo Monte Calvario, en ese Nuevo Monte Tabor, que es el Altar Eucarístico, el Altar del Sacrificio. Es decir, en la Eucaristía está contenida la misma gloria divina trinitaria que resplandece en la Humanidad de Jesús en el Monte Tabor, en la Transfiguración, solo que está oculta a la percepción sensible de nuestros ojos corporales.

En el Nuevo Monte Tabor, el Altar Eucarístico, la Humanidad y la Divinidad de Jesucristo están contenidas en el Sacramento de la Eucaristía; Cristo Eucaristía resplandece en el Altar Eucarístico, Nuevo Monte Tabor, para hacernos ver que la Cruz de esta vida terrena es pasajera y que luego de esta Cruz nos espera la luz de la gloria divina contenida en la Eucaristía. Además, por la Eucaristía, somos iluminados con la luz de la gloria del Cristo Eucarístico, luz que nos hace entrar en comunión de vida y amor, ya desde esta vida terrena, con las Tres Divinas Personas de la Trinidad, el Padre y el Espíritu Santo. La Iglesia oriental, en la fiesta de la Transfiguración, le dirige a Cristo Dios esta oración: “Tú te has transfigurado sobre la montaña, oh Cristo Dios, y la gloria ha colmado de tal admiración a Tus discípulos, que al verte crucificado han comprendido que tus sufrimientos son voluntarios y por eso anunciarán al mundo que Tú eres verdaderamente el Esplendor del Padre”[7]. Nosotros podemos decir, análogamente: “Tú, Cristo Dios, apareces transfigurado en la gloria del sacramento del altar, para hacernos comprender que unidos a tu cruz en esta vida, viviremos para siempre en la gloria de Dios Trino en la vida eterna”.

 



[1] Cfr. Lossky, ibidem, 220.

[2] Cfr. Vladimir Lossky, Théologie mystique de l’Église d’Orient, Ediciones Montaigne, Paris 1944, 220.

[3] Cfr. Lossky, ibidem, 220.

[4] 1 Jn, 1, 5.

[5] Jn 8, 12.

[6] Cfr. Misal Romano, Liturgia de la Palabra, Credo.

[7] Cfr. Lossky, ibidem, 145, nota 1.


miércoles, 5 de marzo de 2025

“Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el demonio”

 


(Domingo I - TC - Ciclo C - 2025)

         “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el demonio” (Lc 4, 1-13). El Espíritu Santo lleva a Jesús al desierto, para un objetivo determinado: que Jesús sea tentado por el Ángel caído, por el Diablo, Satanás, la Serpiente Antigua. Esta tentación no sobreviene en seguida, sino al finalizar los cuarenta días y noches de ayuno que realiza Jesús; es entonces cuando su naturaleza humana, unida a su Persona divina, experimenta hambre, según el relato del Evangelio: “Después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, sintió hambre”. En ese momento es cuando se hace presente el Tentador, el Ángel caído, para intentar lo imposible, el hacer caer en la tentación a Jesús. El Demonio trata de tentar a Jesús porque no sabía que Jesús era Dios, aunque su inteligencia angélica le hacía sospechar que Jesús era un hombre muy especial, a quien Dios acompañaba con signos y prodigios que sólo Dios podía hacer; todo lo cual aumentaba su intriga acerca de quién era Jesús, aunque de ninguna manera podía saber que era Dios Hijo encarnado. Por esta razón es que se decide a hacer una empresa imposible y también blasfema: tentar a Dios, si es que Dios está en el hombre Jesús de Nazareth.

Para hacer caer a Jesús en algún pecado, el Demonio tienta a Jesús con tres tentaciones, la primera de las cuales es descripta así por la Escritura: “El tentador, acercándose, le dijo: “Si tú eres Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes”. Visto humanamente, era una tentación muy grande, porque Jesús, después de cuarenta días de ayuno, era lógico que experimentara hambre, y si era un hombre de Dios, como suponía el Demonio, podía obrar ese milagro, hacer que las piedras se convirtieran en panes para así satisfacer su hambre. Pero Jesús rechaza la tentación y al mismo tiempo contesta con la Escritura: “Está escrito: El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios””. Así Jesús nos enseña que el alimento espiritual, que es la Palabra de Dios –la Escritura- es el alimento principal para el hombre, y en nuestro caso, los católicos, no solo lo es la Palabra de Dios “escrita”, sino también y sobre todo la Palabra de Dios encarnada y que prolonga su Encarnación y ese alimento espiritual es la Sagrada Eucaristía. Así Jesús nos enseña que, antes que preocuparnos por el alimento del cuerpo, debemos preocuparnos primero por el alimento del alma y este alimento espiritual es la Palabra de Dios escrita -Sagrada Escritura- y la Palabra de Dios encarnada -Cristo Jesús en la Eucaristía-, la cual sacia al alma con la substancia misma de la Trinidad con el Amor del Sagrado Corazón de Jesús, el Espíritu Santo. Solo después de saciar el hambre espiritual de Dios, debe el hombre ocuparse del alimento corporal, el cual a su vez de nada sirve si no se provee antes al alimento espiritual. Algo a tener en cuenta es que, si Jesús cedía a la tentación y realizaba el milagro que le proponía el Demonio, de convertir las piedras en pan, nos hubiera dado el mensaje de que el alimento corporal, material, prevalece sobre el alimento espiritual, la Escritura y la Eucaristía; pero al no hacer el milagro, nos hace ver que primero debemos procurar el alimento del alma y luego el del cuerpo. Además, en el rechazo de esta primera tentación, Jesús nos enseña cómo resistir y vencer a la concupiscencia de la carne, es decir, el apetito desordenado por “los placeres de los sentidos y de los bienes terrenales”[1].

Luego de ser vencido en la primera tentación, el Demonio vuelve a la carga con la segunda tentación y para eso lleva a Jesús “a la parte más alta del templo”, según lo relata el Evangelio: “Luego el demonio llevó a Jesús a la Ciudad Santa y lo puso en la parte más alta del Templo, diciéndole: “Si tú eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: “Dios dará órdenes a sus ángeles, y ellos te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece con ninguna piedra”. Esta vez, Jesús no solo no cede a la tentación, sino que también le responde citando a la Sagrada Escritura, como en la primera tentación: “También está escrito: No tentarás al Señor, tu Dios”. En este caso, el Ángel caído trata de que Jesús cometa el pecado llamado de presunción o temeridad, porque en realidad, Dios sí puede hacer que la humanidad de Jesús no sufra ninguna lesión, enviando a sus ángeles para que detengan su caída si se arroja desde lo alto del templo, pero si Jesús hiciera esto, cometería este pecado de presunción o temeridad, porque por un lado, no tiene ninguna necesidad de exponerse al peligro y por otro, es temerario y presuntuoso desafiar literalmente a Dios, para que lo salve de un peligro en el que Él se estaría exponiendo libremente. Es decir, se expone a un peligro mortal y luego le dice a Dios que lo salve y eso es temeridad y soberbia. Al rechazar esta tentación, Jesús nos advierte que no debemos ser presuntuosos y temerarios, en el sentido de pensar que, hagamos lo que hagamos, nos pongamos en el peligro en el que nos pongamos, Dios nos salvará por su misericordia, puesto que Dios no tiene obligación de quitar los obstáculos que nosotros mismos ponemos a nuestra salvación, es decir, el pecado. Si nosotros libremente nos ponemos en ocasión de perder la vida, no podemos luego desafiar a Dios pidiéndole que nos libre, porque así está escrito: eso es presunción, temeridad y soberbia. Si Jesús hubiera accedido hubiera cometido un pecado y Dios no tendría obligación de salvarlo, porque sería por libre decisión que se arrojaría desde el pináculo del templo y no importa que esté escrito que Jesús enviaría a sus ángeles para salvarlo, porque eso es para quien no desafía a Dios. Así, Jesús nos enseña a resistir la concupiscencia del espíritu que se origina en la soberbia, en el orgullo del propio “yo” que se pone en el centro de sí mismo, pretendiendo que todos, incluido Dios, estén a su servicio, sin permitir que nadie le indique qué es lo que debe hacer: ni Dios, con sus Mandamientos y Preceptos de la Iglesia, ni el hombre, con sus consejos. La soberbia, raíz de todos los pecados, hace que el hombre se coloque en el centro de sí mismo y siendo el centro de sí mismo, su única ley es su propia voluntad. El soberbio es el que dice: “Yo hago lo que quiero y nadie me va a dar indicaciones, ni Dios ni los hombres”. O incluso, todavía peor: “Yo hago lo que quiero y Dios tiene la obligación de obedecerme, porque así está escrito”. No es una casualidad que el primer mandamiento de la Iglesia Satánica sea precisamente: “Haz lo que quieras” y no es por casualidad, porque es un mandamiento satánico, que desafía directamente a Dios.

La Serpiente Antigua, derrotada en sus dos primeros intentos, arremete contra Jesús por tercera y última vez, con la tercera y última tentación. Con esta tentación, el Demonio, que no es más que una creatura y, peor todavía, una creatura que ha perdido la gracia y ha sido expulsada para siempre de los cielos eternos, pretende que Jesús, que es el Hombre-Dios, lo adore y esto a cambio de riquezas y poderes terrenos. Dice así el Evangelio: “El demonio lo llevó luego a una montaña muy alta; desde allí le hizo ver todos los reinos del mundo con todo su esplendor, y le dijo: “Te daré todo esto, si te postras para adorarme”. Nuevamente Jesús, haciendo recurso a las Sagradas Escrituras, le responde con las Escrituras: “Retírate, Satanás, porque está escrito: Adorarás al Señor, tu Dios, y a Él solo rendirás culto”. Entonces el demonio lo dejó, y unos ángeles se acercaron para servirlo”. Esta tercera tentación, o tercer pecado, si es que se ceden a las dos primeras, constituye la profundización de la caída espiritual del hombre: con la primera tentación, la conversión de piedras en pan, se significa la satisfacción de las pasiones, es decir, la satisfacción de la concupiscencia de la carne; con la segunda tentación, se cae en la satisfacción sacrílega de la concupiscencia del espíritu, que consiste en la adoración de sí mismo, al ser el hombre el legislador de su propia ley, desplazando a la Ley de Dios; finalmente, luego de ceder a la concupiscencia de la carne y del espíritu, luego de la satisfacción de la carne y del espíritu, con el auto-ensalzamiento de sí mismo, el hombre cae en el peor de los pecados, y es la adoración sacrílega de una creatura, de un ángel caído, Satanás, la Serpiente Antigua, que no es más que una simple creatura; una creatura que, además de ser nada más que una simple creatura, no merece ni siquiera la admiración por su hermosura, como los ángeles de Dios, sino el desprecio y rechazo absoluto, por ser un rebelde y un insolente contra Dios, por haberse negado cumplir aquello para lo cual había sido creado, el adorar, amar y servir a la Trinidad y al Hombre-Dios Jesucristo. La adoración al Demonio se da de diversas maneras en nuestros días: con el ocultismo, la magia, el esoterismo, la wicca –brujería moderna-, el umbandismo, el culto a las figuras del Demonio como el Gauchito Gil, San La Muerte, Difunta Correa; también se adora al demonio de modo indirecto al considerar al dinero como fin supremo de la vida, de ahí la advertencia de Jesús: “sólo a Dios se debe adorar”. Dios, que está en la Cruz y en la Eucaristía, al contrario del Demonio, no nos promete bienes, dinero, poder y fama en este mundo y aunque nos promete lo contrario, humillaciones, tribulaciones, padecimientos por su Nombre y, con la Eucaristía, ninguna satisfacción sensible –porque no se lo ve, ni se lo siente, ni se lo oye-, sí nos promete en cambio, en la otra vida, a quien lo adore a Él en la cruz, besando sus pies ensangrentados y postrándose ante su Presencia Eucarística en la adoración, la alegría eterna en la Jerusalén celestial.

         “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el demonio”. También nosotros, católicos del siglo XXI, que peregrinamos por el desierto de la vida, del tiempo y de la historia humana hacia la Jerusalén celestial, también somos tentados por la Serpiente Antigua, el Ángel caído, el Príncipe de las tinieblas, el espíritu inmundo, pero el Hombre-Dios Jesucristo, con su ayuno de cuarenta días en el desierto y con la firme resistencia a las tentaciones del Demonio, nos da las armas para resistir toda tentación, cualquier tentación -ayuno, oración, Palabra de Dios escrita y encarnada, la Sagrada Eucaristía- y así el triunfo nuestro comienza cuando, movidos por su gracia y por el Espíritu Santo y con el corazón contrito y humillado, nos postramos Jesús crucificado y besamos sus pies ensangrentados y cuando nos postramos en el altar del sacrificio ante su Presencia Eucarística.

 



[1] http://www.religionenlibertad.com/que-es-la-concupiscencia-40636.htm. Este apetito concupiscible se opone al “apetito racional o natural”, que es “la subordinación de la razón a Dios” con el consecuente dominio de las pasiones por la razón, lo cual sin embargo es posible, después del pecado original, solo por la acción de la gracia santificante. En esta subordinación “gracia-razón-pasiones”, está todo el bien de la naturaleza humana.


martes, 4 de marzo de 2025

Miércoles de Cenizas

 



(Ciclo C – 2025)

         “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás”. La Cuaresma, período litúrgico caracterizado espiritualmente por tener como objetivo la conversión del corazón a Jesús Eucaristía, a través la penitencia, el ayuno, el sacrificio, la mortificación y las obras de misericordia, comienza en un día muy especial, llamado por la Iglesia “Miércoles de Cenizas”.

         Este período litúrgico y de gracia comienza con una frase, pronunciada por el sacerdote en el momento de la imposición de cenizas al fiel; en esta frase, está contenido el mensaje que la Santa Iglesia Católica transmite a toda la humanidad: “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás”. La frase, con la cual comienza la Cuaresma, no es una simple metáfora, desde el momento en el que el objetivo de la Cuaresma no es un mero cambio de comportamiento del fiel cristiano, sino de una profunda conversión del corazón a Jesús Eucaristía; es decir, el objetivo de la Cuaresma es la “conversión eucarística” y no simplemente cambiar de comportamiento.

La Iglesia nos dice: “Recuerda que eres polvo, y en polvo te convertirás”: esto es una descripción del comienzo de nuestra existencia -el Génesis dice que Dios creó al hombre del barro, es decir, del polvo-, de nuestra realidad presente -somos lo que somos en la actualidad, según lo que fuimos en un principio, es decir, polvo- y también se trata del relato de nuestro fin terreno, porque al morir, cuando el alma, principio vital del cuerpo, se separa del cuerpo, este último se disgrega en sus componentes, los cuales terminan confundiéndose, es decir, siendo una sola cosa, con el suelo, con la tierra, en la que ha sido sepultado. Cuando la Iglesia nos recuerda a nosotros, los hombres, cuál es nuestra condición, la de ser “polvo” (tierra, barro) –“eres polvo”- que “vuelve al polvo”, que vuelve a la tierra –“en polvo te convertirás”-, su intención no es la de buscar un simple cambio de conducta; la Iglesia no pretende que el hombre sea más penitente, ni más bueno, ni siquiera que rece más, aun cuando sí aconseje y estimule todas estas prácticas, que son buenas y santas. Sin embargo, lo que la Iglesia pretende con esta frase “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás”, es algo mucho más profundo: es ayudarnos a que tomemos conciencia, primero, de nuestra nada existencial, porque somos literalmente “polvo”, ya que el cuerpo, al que tanto cuidamos y alimentamos y abrigamos, se convierte literalmente en polvo cuando el alma se desprende de él en el momento de la muerte; y a esto hay que agregarle lo que dicen los santos, los cuales, al referirse a la condición humana, dicen que somos “nada -polvo- más pecado”; esto es lo que la Iglesia pretende que tomemos conciencia en el Miércoles de Cenizas, al imponernos las cenizas en la frente, porque esas cenizas son un anticipo de lo que seremos en el futuro. Pero la Iglesia también nos da un mensaje de esperanza sobrenatural, que trasciende infinitamente nuestro horizonte existencial, que nos eleva a unas alturas a las cuales ni siquiera podemos imaginarnos, gracias al Sacrificio Redentor de Jesucristo: por Jesucristo, nosotros los hombres, que somos “polvo más pecado”, “nada más pecado”, estamos destinados a ser Dios por participación, según las propias palabras de Jesucristo: “No os dije, ¿seréis dioses?” (Jn 10, 34; Sal 82, 6). Entonces, nosotros que somos nada, dependemos de Jesucristo, en nuestro ser más íntimo, porque Él en cuanto Dios nos creó, nos redimió con su sacrificio en la Cruz y nos santificó, nos endiosó, por el don del Espíritu Santo, porque Él con el Padre es el Dador del Espíritu Santo, nuestro santificador.

Entonces, al decirle la Iglesia al hombre “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás”, le está diciendo que, comparado con el Acto de Ser perfectísimo de Dios, es igual a la nada, como nada es el “polvo”, la tierra, el barro, y que su destino natural es la muerte: “en polvo, en tierra, en barro te convertirás”: “Eres nada y en nada te convertirás”, y esto debe servir para crecer tanto en la humildad, para que cuando nos creamos ser mejores que los demás, recordemos lo que nos dice la Santa Iglesia: “Eres nada y en nada te convertirás”. Pero también tiene que servir para crecer en el Amor de Dios, porque aunque no lo mencione en la frase, está implícito en nuestra fe católica que Jesucristo, Dios Hijo, se encarnó por amor a nosotros, murió en la Cruz y resucitó por nuestra salvación, y por lo tanto nuestro destino ha cambiado radicalmente: nuestro cuerpo, que por el pecado original estaba destinado a convertirse en polvo luego de la muerte, ahora, gracias  a Jesucristo y a su gracia que se comunica por los Santos Sacramentos, nuestro cuerpo está destinado a convertirse en luminosa materia glorificada con la luz del Ser divino trinitario, si de corazón nos arrepentimos y nos convertimos a Jesús Eucaristía por el camino de la oración, la penitencia y la misericordia.

Por este motivo, la frase completa podría quedar así: “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás; recuerda que viniste de la nada, y a la nada volverás; pero si por la gracia, dócilmente, dejas obrar en ti la conversión eucarística, si buscas a Cristo Dios en la Eucaristía de todo corazón; si obras la misericordia con el hermano que golpea a tu puerta; si te acuerdas de Él todos los días de tu vida, elevando tus manos en oración y en acción de gracias; si haces ayuno de obras malas, entonces te convertirás, de polvo que eres, en la luz radiante y gloriosa de Cristo Dios”.

 


jueves, 27 de febrero de 2025

“¿Puede un ciego guiar a otro ciego?”

 


(Domingo VIII - TO - Ciclo C - 2025)

“¿Puede un ciego guiar a otro ciego?” (Lc 6, 39-45).  Jesús utiliza la imagen de un ciego que guía a otro ciego para graficar sus enseñanzas: como es evidente, al carecer ambos de visión, terminarán cayendo igualmente en un pozo, puesto que no pueden ver las dificultades del camino. En el ejemplo de Jesús, se trata de verdaderos ciegos, en el sentido de seres humanos que han perdido la capacidad visual, la facultad de la vista, aunque siempre que se trata de las imágenes de Jesús, además del literal, en la imagen hay otro significado, un significado espiritual y sobrenatural; en este caso, la ceguera corporal, representa o significa a otra ceguera, la ceguera de orden espiritual.

Esto nos lleva a preguntarnos quiénes son los “ciegos espirituales” a los cuales va dirigido el reproche de Jesús, porque, como dijimos, Jesús habla de ciegos corporales, pero en realidad es para hacer una crítica implícita a los ciegos espirituales. Por eso nos preguntamos: ¿quiénes son estos ciegos y qué significa la ceguera? ¿Quiénes son los “guías ciegos de otros ciegos”?

Entonces, Jesús se refiere, literalmente, a los ciegos corporales, pero en el sentido espiritual, se refiere a dos clases de ciegos: los fariseos y maestros de la Ley, pero también los cristianos que, en vez de preocuparse por crecer en la propia virtud, en vez de preocuparse por imitar ellos mismos a Cristo y a la Virgen, no solo viven mundanamente, es decir, en un sentido contrario al que pide Cristo, sino que se constituyen en jueces de sus prójimos, criticando en sus prójimos lo que no pueden ni quieren corregir en sus vidas. Jesús trata de “ciegos espirituales” tanto a los fariseos como a estos cristianos mundanos, puesto que ambos se creen mejores que los demás y con derecho a criticar las vidas de los demás, constituyéndose en jueces de las vidas de los demás, colocándose impíamente en el lugar que no les corresponde, en el lugar de Dios, porque solo Dios puede juzgar la conciencia del prójimo. A esto se refiere Jesús cuando dice: “¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: “Hermano, déjame que te saque la mota del ojo”, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano”. Tanto los fariseos y maestros de la Ley, como los cristianos mundanos, son ciegos espirituales que pretenden corregir hasta el más mínimo defecto en los demás, pero no se corrigen a sí mismos.

Pero la ceguera espiritual no se limita a la falta de virtud, sino a algo todavía más importante y es la incapacidad de ver, espiritualmente y asistidos por la luz de la fe y de la gracia, a Nuestro Señor Jesucristo, en su Presencia real, verdadera y substancial en la Sagrada Eucaristía. Es decir, de la misma manera a como la ceguera en el ciego consiste en la incapacidad para ver la luz, así en la vida espiritual la ceguera consiste en la falta de fe y de gracia, que impide ver la luz eterna que es Cristo en la Eucaristía. Quien no posee fe en la Presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, porque no tiene la gracia que le concede esa fe, vive en la más completa oscuridad espiritual, aun cuando esté iluminado con cientos de reflectores. Entonces, los ciegos guías de ciegos son ante todo los fariseos y maestros de la Ley porque a pesar de ser hombres religiosos, han vaciado a la religión de su esencia, la compasión, la justicia y la misericordia y la han reemplazado por mandamientos humanos, perdiendo así la luz de la fe en el verdadero Dios; pero también los cristianos podemos ser ciegos guías de ciegos y lo somos cuando, llamados a ser “luz del mundo” para iluminar a los que viven en las “tinieblas y en las sombras de muerte” del paganismo y de las falsas religiones, en vez de adorar a Cristo Eucaristía, en vez de acudir el Día del Señor, el Domingo, al Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa, despreciamos la Misa, o por los placeres del mundo, o por nuestra pereza, o por nuestra indiferencia, o por nuestro desamor a Jesús Eucaristía.

Nosotros los católicos, no los evangelistas, no los protestantes, estamos llamados a ser luz del mundo, pero si no vivimos en gracia y si nos construimos unos mandamientos y una religión a nuestra medida, que es venir a Misa cuando se nos dé la gana y confesarnos cuando se nos dé la gana, entonces nos comportamos y somos como ciegos que guían a otros ciegos y entonces en vez de ser luz del mundo somos tinieblas y sombras de muerte y en vez de bendición de Dios para los hombres nos convertimos en maldición divina para el mundo. Si no vivimos los mandamientos y sobre todo el Primer Mandamiento, que es honrar el “Dominus”, el Día del Señor Jesús, el Domingo, el Día Nuevo, el Día de la Eternidad, el Día de la Resurrección del Señor Jesús, si vaciamos a la religión católica de su contenido sobrenatural, contenido que se deriva del misterio central del cristianismo que es la fe en la Presencia real de la Segunda Persona de la Trinidad en la Eucaristía, entonces vivimos un cristianismo pagano, nos engañamos a nosotros mismos, engañamos a los demás y nos comportamos como ciegos de otros ciegos que, pretendiendo guiar a otros, caen todos en un mismo pozo. Así como un médico le advierte a su paciente que se está quedando ciego, así el sacerdote le advierte al católico que desprecia la Misa que, o está quedando ciego, o ya está ciego totalmente.

Lo grave entonces es el ciego espiritual, porque el ciego espiritual lo es por voluntad propia, no porque Dios lo deje en su ceguera, puesto que Dios nos da la luz de la gracia y de la fe para remediar nuestra ceguera, pero al rechazar tanto la gracia como la fe, entonces nos volvemos ciegos espirituales, que caemos en el pozo si pretendemos guiar a otros ciegos.

Si esto es así, debemos recalcar qué es un ciego espiritual: es quien, por rechazar la luz de la gracia y de la fe católica, ve en la Eucaristía solo pan de trigo y agua, sin levadura y no el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo; es quien ve a la Santa Misa como un aburrido recuerdo de un banquete ritual religioso de Medio Oriente y no como lo que es en realidad, la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz; el ciego espiritual es quien, por culpa propia, considera a los Sacramentos –bautismo, eucaristía, confirmación, matrimonio- solo como simples hábitos sociales, rituales religiosos vacíos de contenido real, únicamente necesarios para ser aceptados socialmente, pero no como lo que son, misterios sobrenaturales del Hombre-Dios Jesucristo que comunican la gracia santificante que nos hace vivir la vida de la Santísima Trinidad y que nos conceden en anticipo la gloria de la vida eterna; el ciego espiritual es el que ve a la Iglesia como un mero instrumento para satisfacer sus ambiciones personales y no como lo que es, la Esposa Mística del Cordero, puesta en el mundo por la Trinidad para salvar almas y no para ser una Organización No Gubernamental que secunde las agendas políticamente correctas de ideologías anticristianas; el ciego espiritual es el cristiano pagano, soberbio y mundano, al que no se le puede llamar la atención porque se ofende y se va, en vez de aceptar con humildad la corrección fraterna; el ciego espiritual es el que comulga y confiesa con rutina, de forma mecánica, fría, indiferente, sin tener en cuenta que en la Confesión es la Sangre de Cristo la que limpia sus pecados para que no los vuelva a cometer más y que en la Eucaristía es alimentado con el Cuerpo de Cristo, para que no vuelva a tener más hambre de Dios, porque Dios se le entrega como alimento celestial. Ahora bien, esta ceguera espiritual puede ser curada y para ello se necesita, ante todo, humildad y querer ser sanado de la ceguera espiritual y pedir la curación que sólo la gracia y la luz de la fe en Cristo Jesús como Hombre-Dios puede realizar.

Acudamos a la Eucaristía, al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, para obtener el Amor Misericordioso de Dios, el Amor que saciará nuestra sed de Amor y con el cual podremos nosotros saciar la sed de Dios que tiene el prójimo. Sólo con la luz de la fe –contenida en el Credo- y con la luz de la gracia –que se nos brinda en los sacramentos- dejaremos de ser ciegos guías de ciegos y nos convertiremos en luz del mundo. Sólo así seremos los árboles buenos que den los frutos buenos de la santidad de vida, ya que podremos sacar del Corazón de Cristo lo que es bueno y santo y darlo a los demás. 


jueves, 20 de febrero de 2025

“Amad a vuestros enemigos”

 


(Domingo VII - TO - Ciclo C - 2025)

         “Amad a vuestros enemigos” (Lc 6, 27-38). Con este mandato, el de “amar al enemigo” Jesús nos revela que la religión católica que Él fundó no es una religión que surja de la mente humana ni de los ángeles, tal como sucede con la totalidad de las otras religiones, incluidas el protestantismo y el islamismo. Estas sí son inventadas por hombres: por Lutero en el primer caso y por Mahoma en el segundo, pero la religión católica no, sino que es creada a partir de la revelación del Hombre-Dios Jesucristo y la prueba de ello es este mandato, el de “amar a los enemigos”. El fundamento para esta afirmación que el amor al enemigo, tal como lo pide Jesús, va más allá de las fuerzas naturales, porque según la naturaleza, al enemigo, por definición, no se lo ama, desde el momento mismo en el que es enemigo: al enemigo, en primer lugar, se lo combate con todas las fuerzas; en segundo lugar, se le puede y se le debe tener una consideración humanitaria, pero ante todo se lo debe combatir, pero no amar; es por esto que decimos que el amar al enemigo es una absoluta novedad revelada por Jesús: “Amad a vuestros enemigos”. Es verdad que en el Antiguo Testamento existía un mandamiento similar en relación a los enemigos, pero esto se limitaba al campo de batalla y se reducía más bien, a un trato humanitario y compasivo para con el enemigo vencido. Fuera del campo de batalla, en la relación de todos los días y sobre todo en relación al prójimo que por algún motivo era considerado enemigo, se aplicaba la ley del Talión: “ojo por ojo y diente por diente”. Esto significa que al enemigo debía aplicarle, en venganza y justificado por la ley, un daño recíproco al que me había hecho, esto es lo que literalmente significaba: “ojo por ojo, diente por diente”. Sin embargo, desde Jesús, la ley del Talión queda suprimida definitivamente y para siempre y es reemplazada por un nuevo mandato, el de amar al enemigo: “Ama a tus enemigos”. Entonces, si con la ley del Talión se buscaba a través de la venganza un equilibrio de justicia –un ojo por un ojo, un diente por un diente-, ahora, con la ley de Jesucristo, la de amar al enemigo, la misericordia prevalece por encima de la justicia y la venganza desaparece del horizonte del cristiano. Esta es la razón por la cual un verdadero cristiano jamás busca venganza, sin tener en cuenta el daño recibido, aunque no por ello pueda dejar de reclamar una justa reparación por el daño sufrido por su enemigo.

Algo que hay que considerar en el mandamiento de Jesús, es que es verdaderamente nuevo y distinto al mandamiento del Antiguo Testamento, porque en el Antiguo Testamento sí se mandaba amar al enemigo, pero en el mandato de Jesús hay un elemento esencial que lo hace totalmente distinto y la novedad del mandamiento de Jesús radica en la cualidad del amor con el cual debemos amar al enemigo. Cuando prestamos atención, Jesús nos dice que debemos amarnos los unos a los otros “como Él nos ha amado” –“Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado”[1]-, y esto significa una diferencia radical con el amor al enemigo del Antiguo Testamento, porque el amor con el que nos ama Jesús es substancialmente otro distinto al amor meramente humano: ya no se trata del amor humano, como en el Antiguo Testamento, sino del Amor divino del Sagrado Corazón, que se derrama sin límites en la Cruz, desde su Cuerpo herido y su Corazón traspasado. Es decir, el amor con el cual hay que amar al enemigo, no es el amor humano, el cual está corrompido por el pecado original y por lo tanto es limitado, egoísta, superficial y se deja llevar por las apariencias: el amor con el que se debe amar a los enemigos es el Amor con el cual Jesús nos ha amado desde la Cruz y ese Amor es el Amor del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo, la Persona-Amor de la Trinidad.

Aquí podemos ver con claridad la novedad radical del mandato de Jesús, que indica que la religión católica proviene de Dios y no de los hombres: cuando Jesús nos dice que debemos amar al enemigo “como Él nos ha amado” y Él nos ha amado, hasta la muerte de cruz y con el Amor de su Sagrado Corazón, que es el Amor-Persona de la Trinidad, el Espíritu Santo, el Amor del Padre y del Hijo. Es con este Amor Divino con el cual Jesús nos perdonó e imploró misericordia para nosotros, a pesar de que nosotros éramos los que le dábamos muerte por nuestros pecados: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Imitando a Jesús, así es como debemos obrar nosotros cuando recibamos alguna injuria por parte de nuestros enemigos: no es suficiente no guardar rencor ni tampoco perdonar por motivos meramente humanos: a nuestros enemigos debemos perdonarlos con el mismo perdón con el que Jesucristo nos perdonó desde la Cruz y amarlo con el Amor del Sagrado Corazón, el Espíritu Santo. Ésta es la única manera de vivir cristianamente el mandato de Jesús de amar al enemigo. Por el contrario, quien no solo no perdona a su enemigo, sino que además busca venganza, obra como un anti-cristo, en el sentido de ser contrario al mandato de Cristo. Solo podemos llamarnos “cristianos” cuando, con la ayuda de la gracia, tratemos de imitar a Jesús perdonando a nuestros enemigos como Él nos perdonó en la cruz, siendo nosotros sus enemigos y además pidamos la gracia de hacerlo con el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Este amor al enemigo no quita, por otra parte, que se deba buscar la justicia, tanto humana como divina, cuando sea el caso.

Algo que debemos tener en cuenta es que, si bien el amar a nuestros enemigos depende de nuestra libertad, debemos saber que si persistimos en nuestro enojo y deseo de venganza y no perdonamos y no amamos, entonces se nos aplicarán las palabras de Jesús: “La medida que uséis, la usarán con vosotros”[2]. En otras palabas, si negamos la misericordia a nuestros enemigos, no recibiremos misericordia de parte de Dios.

Una última consideración a tener en cuenta en el mandato al enemigo es la siguiente y es que se debe hacer una clara distinción entre los que consideramos simplemente “enemigos personales”, a los cuales hay que amar como Jesús nos manda, y los enemigos de Dios, de la Patria y de la Familia, porque a estos últimos no solo no se los debe amar, sino que se los debe combatir, con las armas adecuadas en cada caso. Así lo enseña Santo Tomás de Aquino; dice el santo que callar y soportar una injuria dirigida contra uno mismo, es algo meritorio y laudable, pero que callar y soportar una injuria dirigida contra Dios –y, por extensión, contra la Patria, don de Dios-, es “suma impiedad”. Es decir, callar ante los enemigos de Dios y de la Patria es algo contrario al Evangelio. El mandato del amor a los enemigos vale para los enemigos personales: a los enemigos de Dios y de la Patria hay que combatirlos, de modo cristiano, pero hay que combatirlos. De lo contrario, como lo dice Santo Tomás, cometeríamos el grave pecado de la suma impiedad. Por ejemplo, este mandato no se aplica contra el invasor y usurpador inglés, que ocupa ilegítimamente nuestras Islas Malvinas: no quiere decir que porque Jesús nos manda amar al enemigo, debemos renunciar a su reclamo y al hecho de que deben abandonar las Islas y pedir perdón por la usurpación, además de reparar por el ultraje ocasionado contra nuestra Patria. Por el contrario, se debe combatir a ese enemigo. Lo mismo cabe contra los enemigos de Dios, como la Masonería, el Comunismo, el Liberalismo y otras sectas que buscan destruir su Iglesia: no cabe para ellos el amor al enemigo, porque ellos ultrajan el nombre de Dios; cabe combatirlos, de modo cristiano, como dijimos, sin malicia en el corazón, pero combatirlos con todas nuestras fuerzas.

“Amad a vuestros enemigos”. Debido a que no poseemos, por naturaleza, el Amor con el cual poder perdonar y amar a nuestros enemigos tal como lo hizo Jesús con nosotros en la cruz, debemos por lo tanto recurrir a la fuente del Amor Misericordioso, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, en donde encontraremos Amor más que suficiente para amar a nuestros enemigos con el mismo Amor con el que Jesús nos amó desde la Cruz, el Divino Amor del Padre y del Hijo, la Persona-Amor de la Trinidad, el Espíritu Santo.

 



[1] Cfr. Jn 13, 34-35.

[2] Mc 4, 21-25.


miércoles, 12 de febrero de 2025

“Bienaventurados vosotros… ¡Ay de vosotros…!”

 



(Domingo VI - TO - Ciclo C - 2025)

“Bienaventurados vosotros… ¡Ay de vosotros…!” (cfr. Lc 6, 17. 20-26). Jesús pronuncia lo que podríamos denominar el “Sermón de las Bienaventuranzas y los Ayes”: las bienaventuranzas son para algunos; los ayes o lamentaciones para otros. Tenemos que preguntarnos entonces cuáles son estas bienaventuranzas y cuáles son los ayes, para saber en qué grupo estamos. Algo que hay que tener en cuenta al considerar tanto las bienaventuranzas como los ayes, es que estos se comienzan a vivir en esta vida, es decir, son temporales, pero también pueden constituir el estado eterno del alma, dependiendo del momento en el que alma se encuentra en el momento de morir; esto quiere decir que si bien en esta vida podemos pasar de un estado -bienaventuranza- al otro -ayes-, en la otra vida, en la vida eterna, tanto las bienaventuranzas, como los ayes, son para siempre.

Comenzando por las bienaventuranzas, para Jesús son bienaventurados los que participan de su Cruz, de la Santa Cruz del Calvario. Así es como deben entenderse todas las bienaventuranzas, a la luz de la Santa Cruz de Jesús. Por oposición, los ayes se dan en quienes rechazan la cruz de Jesús.

Un ejemplo es el de la pobreza de la bienaventuranza, que no es la misma pobreza de la tierra, sino algo totalmente distinto, porque es la Pobreza de la Cruz. En la primera bienaventuranza, Jesús dice: “Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios”: la pobreza de la que habla Jesús es ante todo la pobreza de la Cruz. ¿Cuál es esa pobreza? En la Cruz, Jesús no posee nada material que sea suyo: los clavos de hierro, el leño de la Cruz, el letrero que dice: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos”, son todos bienes prestados por Dios Padre para que Jesús lleve a cabo la redención humana. También existe la Pobreza espiritual de la Cruz y es la de sentirse necesitado de Dios, como lo hace Jesús: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu”. La Pobreza de la Cruz es material, como la de la tierra, pero ante todo es espiritual, porque es la condición del espíritu humano que se siente necesitado de una sola cosa, de un solo Ser y ese Ser es Dios Uno y Trino y a Él le confía su espíritu, no solo en el momento de la muerte, sino en cada segundo de su existencia terrena.

Cada bienaventuranza, entonces, debe leerse a la luz de la Cruz de Jesús: es bienaventurado el cristiano que, con amor, piedad y devoción, participa de la Santa Cruz de Jesús, porque la Cruz de Jesús es el Único Camino para llegar al Cielo.

Pero también los ayes deben interpretarse de acuerdo a la Cruz de Jesús, porque el “ay” le corresponde al alma que, voluntariamente, rechaza la Cruz.

En el primer “ay”, Jesús se refiere a los ricos, pero no se trata solamente de los ricos materialmente hablando, sino de aquellos que, suficientes de sí mismos, consideran que no tienen necesidad de Jesucristo, de su Cruz, de sus Sacramentos, de su Iglesia.

Por ejemplo, en el primer “ay”, Jesús dice: “Pero, ¡ay de vosotros, los ricos!, porque ya tenéis vuestro consuelo”. Jesús sí se refiere a la riqueza material, pero solo a la riqueza material vivida de manera egoísta, porque no está mal el ser rico materialmente hablando, si estas riquezas son adquiridas honradamente: según Jesús, el rico puede salvarse siendo rico, con la condición de que comparta su riqueza con los demás. Quien sea rico, pero al mismo tiempo avaro, egoísta, no se llevará nada de su riqueza a la otra vida, en la vida eterna se verá con las manos vacías y como su corazón estaba apegado a las riquezas, no tendrá consuelo. Quien es rico materialmente en esta vida, pero egoísta, vivirá en el “ay”, eternamente en la otra vida.

Es a esta riqueza material a la cual hace referencia en primer lugar Jesús, aunque también Jesús habla de otra riqueza, la riqueza espiritual, una riqueza que solo produce bienaventuranza: es la riqueza del que lo tiene todo, aun sin tener nada materialmente hablando, porque tiene consigo la riqueza que concede la gracia santificante y esa riqueza es incalculable, porque por la gracia el alma participa de la vida y de la luz de la Trinidad y esto significa que el alma en gracia es la más rica y valiosa del universo, porque está iluminada por la luz de la Trinidad y porque las Personas de la Trinidad inhabitan en ella. Quien tiene en sí la gracia de los sacramentos, es el más rico de los hombres y quien no la posee, es el más miserable de los hombres, aun cuando lo posea todo, materialmente hablando y es así como vemos cómo hay quiénes, entre el Nuevo Pueblo Elegido, los católicos, muchos repiten la misma historia del Pueblo Elegido, el sustituir al Cordero de Dios, Cristo Jesús en la Eucaristía, Fuente Increada de la gracia santificante y la Gracia Increada en Sí misma, la Fuente de la riqueza espiritual, por ídolos de barro, o de oro que nada valen, porque comparados con la Eucaristía, cualquier ídolo de oro puro vale menos que el barro. La gracia y sobre todo la Fuente de la Gracia, Jesús Eucaristía, es la mayor riqueza y quien deja pasar la gracia, quien deja pasar Eucaristía tras Eucaristía, deja pasar la riqueza infinita del Amor de Dios y si así persiste hasta la muerte, vivirá eternamente en el desconsuelo, por haber dilapidado el tesoro de la gracia.

Al reflexionar en el Sermón de las Bienaventuranzas y de los Ayes, debemos considerar en cuál de ambos grupos estamos y, sobre todo, en cuál grupo queremos estar por la eternidad, teniendo en cuenta que el grupo que elijamos, bienaventuranzas o ayes, se comienza a vivir aquí en la tierra.

sábado, 8 de febrero de 2025

“¡Santo, Santo, Santo es el Señor de los ejércitos!”


 

(Domingo V - TO - Ciclo C - 2025)

“¡Santo, Santo, Santo es el Señor de los ejércitos!” (Lc 5,1-11). En las lecturas y también en el Evangelio, hay un hilo conductor y es el misterio pascual de Nuestro Señor Jesucristo, que comienza en los cielos, para finalizar también en los cielos, misterio que pasa por la tierra y se concreta en el misterio eucarístico. Toda la Liturgia de la Palabra se centra en la Eucaristía. En la primera lectura, el profeta Isaías es llevado a los cielos, en donde le sucede algo que representa a la Eucaristía; luego de lo cual, el profeta es enviado a predicar el misterio del Mesías que ha de venir a salvar al mundo, Mesías que es Jesucristo; en la segunda lectura, el Apóstol predica acerca del misterio pascual de muerte y resurrección, el mismo misterio que vio el profeta Isaías en los cielos y que él, como Apóstol de la Iglesia Católica, ahora predica por todo el mundo; finalmente, en el Evangelio, el milagro de la pesca, está prefigurado también el misterio de la Eucaristía.

En la primera lectura, el profeta Isaías describe una experiencia mística, en la cual es llevado a los cielos: allí ve a Dios “sentado en un trono excelso (…) con las orlas de su manto llenando el Templo”. El profeta describe también a uno de los coros angélicos, los serafines, los cuales entonan el cántico de triple adoración -como un anticipo de la revelación de la Trinidad de Personas en Dios-, el trisagio de alabanzas o triple cántico de santidad: “¡Santo, Santo, Santo es el Señor de los ejércitos!” Toda la tierra está llena de su gloria”. El profeta narra cómo el Templo “se llena de humo”, indicando con eso el incienso que se quema en honor a la Trinidad Santísima, sea en los cielos como en la tierra. Después de expresar su temor por haber visto con sus propios ojos al Dios de majestad infinita y porque lo ha visto él, que es un hombre de labios impuros que habita en medio de un pueblo de labios impuros -indicando con esto el pecado original que afecta a toda la humanidad-, el profeta describe una acción llevada a cabo por uno de los serafines, que prefigura la acción de la gracia sacramental por un lado y la recepción de la Eucaristía por otro. Isaías narra cómo un serafín vuela hacia él, tomando con una tenaza una brasa ardiente que había levantado previamente del altar del cielo; con esa brasa ardiente toca la boca del profeta y el serafín le dice: “Mira, esto ha tocado tus labios; tu culpa ha sido borrada y tu pecado ha sido expiado”. Los labios impuros del profeta representan al pecado original y actual, como ya lo dijimos; la brasa ardiente que purifica los labios del profeta, representan a la gracia santificante que se comunica al alma por medio del Sacramento de la Confesión, que purifican al alma, así como el fuego purifica al oro de sus impurezas, aunque la brasa ardiente también representa a la misma Sagrada Eucaristía, por cuanto la Eucaristía se forja en el Horno Ardiente de caridad infinita que es el Sagrado Corazón de Jesús; por último, en el Templo del cielo hay un altar y aunque aquí no se lo diga, ese altar es el Altar del Cordero de Dios, porque en la Jerusalén celestial hay un único Templo, un único Altar y un único Cordero, Cristo Jesús, por lo que lo que se indica implícitamente en la lectura del Antiguo Testamento es que el serafín purifica los labios del profeta para que este pueda alimentarse del Cordero del Sacrificio, Cristo Jesús. Y esto es lo que sucede en los templos de la tierra, en los templos de la Iglesia Católica: la gracia santificante del Sacramento de la Confesión es la brasa ardiente que purifica al alma y la deja en condiciones de acercarse al Altar del Sacrificio para alimentarse de la Carne y la Sangre glorificadas del Cordero de Dios, Cristo Jesús en la Eucaristía. Por último, la experiencia mística del profeta en el cielo finaliza con el mismo Señor Dios preguntándose a Sí mismo, quién seria aquel que, en Nombre Suyo, iría por la tierra para dar a conocer estos sublimes misterios celestiales: “Yo oí la voz del Señor que decía: “¿A quién enviaré y quién irá por nosotros?” -la pregunta es en plural, porque son las Tres Divinas Personas de la Trinidad, un solo Dios-. A cuya pregunta el profeta responde, ofreciéndose él mismo para ir como evangelizador de las naciones paganas: “¡Aquí estoy, envíame!”. Como vemos, entonces, la lectura del Antiguo Testamento, si bien en un sentido velado y prefigurado, se describe el misterio pascual de Jesucristo, que tiene a la Eucaristía como a su Fuente y a su Culmen, como a su punto de partida y a su punto de llegada y también tiene un sentido netamente misionero, evangelizador.

La segunda lectura también tiene un sentido eucarístico y misionero, porque el Apóstol describe la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo y relata cómo “su gracia no fue estéril en él” y esta gracia le vino a él por medio de la Sagrada Eucaristía que se celebraba sin interrupción desde la Primera Misa, la Última Cena; el sentido misionero es explícito cuando dice que tanto él como los discípulos “predican lo mismo”, esto es, el misterio pascual de Jesucristo, centrado en el misterio eucarístico.

Por último, el Evangelio tiene también un claro sentido eucarístico y misionero, por cuanto el milagro de la pesca abundante es una prefiguración de la Eucaristía, porque la multiplicación de la carne de peces bajo el mandato de la voz de Jesús, prefigura y anticipa la multiplicación de otra carne, esta vez no de peces, sino de la Carne glorificada del Cordero de Dios, Cristo Jesús, no en el ámbito de las aguas del mar, sino en el Altar del Sacrificio, el Sagrado Altar Eucarístico, también por medio de la voz omnipotente del Sumo Sacerdote Jesucristo, Quien es el que convierte el pan y el vino en su Cuerpo y en su Sangre, la Sagrada Eucaristía. Y este milagro también tiene un claro sentido misionero y evangelizador, porque luego del milagro, tanto Pedro como los discípulos, luego de reconocer la divinidad de Jesús y de adorarlo, postrándose a sus pies, reciben el encargo de transmitir y comunicar a las naciones paganas y a los mismos judíos la Buena Noticia: “De ahora en adelante serás pescador de hombres”.

La Palabra de Dios nos revela entonces cómo el misterio eucarístico se origina en el Altar del Cielo y se prolonga en el Altar Eucarístico de la tierra y cómo el mismo Dios Trino en Persona busca de entre su Nuevo Pueblo Elegido quiénes quieran proclamar, con fervor misionero, a los cuatro vientos y desde las terrazas el misterio más grande jamás imaginado, la Sagrada Eucaristía.


jueves, 30 de enero de 2025

Presentación del Señor Jesús en el Templo




(Ciclo C - 2025)

         Esta fiesta litúrgica, llamada “La Presentación del Señor Jesús en el Templo” o también "Fiesta de la  Candelaria", tiene sus orígenes en los inicios del pueblo hebreo, cuando Dios, al elegir a su Pueblo, les advirtió que no debían hacer como los paganos, que ofrendaban sus hijos al Demonio. El Pueblo Elegido debía ofrendar sus hijos a Él, a Yavhéh, puesto que Él, en cuanto Creador, es el Dueño de los niños de las familias, no solo de las familias del Pueblo Elegido, sino que es el Dueño de los niños de las familias de todo el mundo.

Al enseñar a los hebreos que no debían ofrendar sus niños al Demonio, sino a Él, Dios purificó y santificó esta fiesta pagana, convirtiéndola en una fiesta dedicada a Él, el Verdadero Dios. Por esta razón, siguiendo esta normativa de la Ley, que mandaba ofrendar al primogénito –y en él, a toda la prole-, es que la Virgen y San José llevan al Niño Jesús al Templo, al cumplirse cuarenta días de su Nacimiento y lo Presentan ante el altar de Dios, haciendo de su Niño, el Niño Dios, una ofrenda Pura, Agradable y Santa, para Dios. En ese entonces, las familias adineradas acompañaban la ofrenda con un cordero, pero como José y María eran pobres, solo pudieron ofrendar dos pichones de palomas. Esto es lo que sucedía a los ojos del cuerpo, pero en la realidad espiritual y mística, la ofrenda de la Sagrada Familia sí era la de un cordero, pero no un cordero animal, sino que su ofrenda era la del Cordero de Dios, porque el Niño que llevaba la Virgen no era un niño más entre tantos, sino el Cordero de Dios, la “Lámpara de la Jerusalén celestial”, que venía desde la eternidad a nuestro tiempo para salvar a los hombres con su sacrificio santo en la cruz del Calvario.

Esta fiesta litúrgica, llamada en la Iglesia Romana como “Presentación del Señor Jesús”, se festejaba también en las iglesias orientales católicas, pero era conocida bajo otro nombre: se la conocía con el nombre de “La fiesta del Encuentro” (en griego, Hypapante), y la razón de este nombre es que así se remarca un elemento central de esta festividad, que es precisamente el “encuentro”  del Ungido de Dios, Cristo Jesús, Ungido con el Espíritu Santo en el momento de la Encarnación, con su Pueblo[1], pero ya no el Antiguo Pueblo Elegido, el pueblo hebreo, sino el Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica, quienes forman, a partir de la gracia bautismal, el Nuevo y Definitivo Pueblo Elegido de Dios Uno y Trino, Elegido para ser destinatario de la salvación en Cristo Jesús por medio de la recepción de su Sangre derramada en la Cruz el Viernes Santo y comunicada en el tiempo y en el espacio a todas las generaciones pasadas, presentes y futuras, a través de los Santos Sacramentos de la Iglesia Católica.

Que Jesús sea el Elegido, el Ungido del Señor y que Él, en cuanto Ungido y Elegido vaya al Encuentro de su Pueblo, que Él ha rescatado al precio altísimo de su Sangre Preciosísima, es lo que se lee en el Evangelio de Lucas (1, 1-4; 4, 14-21): por un lado, Jesús es el Ungido del Señor, y es Él quien va al encuentro del Nuevo Pueblo Elegido; por otro lado, este Nuevo Pueblo Elegido estaba representado por los ancianos Simeón y Ana, quienes por su edad y santidad de vida, representan a los hombres y mujeres piadosos y devotos de la Antigua Alianza, que esperaban al Mesías; pero al mismo tiempo, Simeón y Ana representan a la juventud del Nuevo Pueblo Elegido, porque en cuanto ven al Niño Dios, reciben de Él su gracia santificante, son rejuvenecidos en sus almas al quitárseles el pecado original y así se convierten en las primicias, junto a otros justos del Antiguo Testamento, del Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados y miembros de la Iglesia Católica. Un elemento muy importante y que destaca el Evangelio es el hecho de que el anciano Simeón es “llevado por el Espíritu Santo” al templo y es así como ingresa en el templo, en donde, al tomar entre sus brazos al Niño, es iluminado por el mismo Espíritu Santo y con esta luz divina puede contemplar la divinidad del Niño Dios y es por eso que al Niño Presentado por la Virgen le da el nombre de “Mesías que debía venir al mundo”. De esta manera, el Mesías se encuentra con su pueblo, representado en los santos Simeón y Santa Ana, quienes así reciben de su Mesías la gracia y la divina luz trinitaria que los sacará de las tinieblas del mundo terreno para conducirlos a la feliz eternidad del Reino de los cielos.

Esta Presentación y este Encuentro del Ungido del Señor, Cristo Jesús, por parte de la Madre Virgen, María Santísima, ocurrida una vez en el tiempo, se repite cada vez en la Santa Misa, en la cual la Santa Madre Iglesia, la Virgen Inmaculada y Esposa Mística del Cordero, en un movimiento ascendente, Presenta al Padre, en el Amor del Espíritu Santo, el Cordero del Sacrificio, la Hostia Santa y Pura, el Cuerpo y la Sangre del Señor Jesús, mientras que, al mismo tiempo, en un movimiento descendente, Dios Trino viene al Encuentro de su Nuevo Pueblo Elegido, el Cuerpo Místico de Cristo, los bautizados en la Iglesia Católica; de esta manera se une el Nuevo Pueblo Elegido con la Trinidad y la Trinidad con los miembros de la Iglesia Católica, todos los que recibieron el Bautismo sacramental y por esto mismo, cada Santa Misa es una Fiesta, a la vez, tanto de la Presentación, en sentido ascendente, como del Encuentro, en sentido descendente.

Por último, el significado en esta festividad de la costumbre de ingresar con velas desde el atrio es el siguiente: así como la Virgen Santísima ingresó en el templo portando a su Hijo Jesucristo, Luz Eterna del Ser divino trinitario, Luz del mundo y Luz de la Nueva Jerusalén, así el Nuevo Pueblo de Dios, los miembros de la Iglesia Católica, imitan a la Virgen, puesto que la candela, hecha con cera pura de abeja y encendida con el fuego, representa a Cristo, el Hombre-Dios: la cera pura representa a su Humanidad Purísima y el fuego de la candela -por eso se llama también “Fiesta de la Candelaria”- representa a su divinidad, ya que la luz, en el lenguaje bíblico, es sinónimo de gloria y solo Dios posee la gloria y Es la Gloria infinita y eterna en Sí misa. También, de la misma manera a como la candela encendida aporta luz, calor y vida, así Jesús, Presentado en el templo, es luz de Dios, calor del Amor Divino y Vida divina trinitaria que concede la vida de la Trinidad a quien ilumina.

Finalmente, otro significado es que, llevados por el Espíritu Santo al templo como el anciano Simeón, para encontrar al Señor Jesús, el Redentor, también nosotros debemos pedir la gracia de ser llevados al Templo por el Espíritu Santo con el único fin de acudir al encuentro de nuestro Salvador, Nuestro Señor Jesucristo, que está Presente en la Eucaristía, para ser iluminados por su luz divina[2]. Y así como Simeón, iluminado por el Espíritu Santo, reconoció y adoró al Cordero de Dios oculto en la Humanidad del Niño de Belén, así también nosotros, iluminados por el Espíritu Santo, pidamos la gracia de reconocer al Cordero de Dios, Cristo Jesús, oculto bajo la apariencia de pan en la Eucaristía para adorarlo, porque quien adora a Jesús Eucaristía, es iluminado por Él, y no solo no vive en tinieblas, sino que tiene en sí la luz divina que da la Vida de la Trinidad, la Vida eterna.

 



[2] Es éste y no otro el sentido del Misal Romano cuando, en la oración de la Fiesta de la Presentación del Señor, dice así: “Unidos por el Espíritu, vayamos ahora a la casa de Dios a dar la bienvenida a Cristo, el Señor. Le reconoceremos allí en la fracción del pan hasta que venga de nuevo en gloria”.