domingo, 20 de diciembre de 2020

Octava de Navidad 5

 



(Ciclo B – 2020)

         La escena del Pesebre de Belén es la escena de un nacimiento: se ve a una joven madre, primeriza; se ve al padre del niño; se ve al Niño recién nacido, acostado en una pobre cuna de madera. Podría decirse que se trata de la escena de un típico nacimiento de hace dos mil años, en un pueblito perdido de Palestina. Esto es a los ojos de la razón y a los ojos del cuerpo, pero la Fe Católica nos dice algo más profundo y misterioso. La Fe nos dice que es un Nacimiento, sí, pero un nacimiento del todo especial, porque es una nueva forma de nacer, desconocida en absoluto por los hombres. El Niño de Belén nace de la Virgen Madre, pero no nace como nacen todos los niños del mundo y no lo puede hacer, porque su Madre es Madre y Virgen y porque Él no es el hijo humano de un padre humano, sino que Él es el Hijo de Dios encarnado; es decir, es Dios Hijo, que nace y aparece como un niño humano, pero es Dios. Y puesto que es Dios, nace como Dios: los Padres de la Iglesia y los santos nos dicen que el Niño Dios nació así como un rayo de sol atraviesa el cristal: de la misma manera a como el rayo de sol deja intacto al cristal, antes, durante y después de atravesarlo, así el Hijo de Dios encarnado, Sol de justicia, al atravesar las paredes del abdomen superior de su Madre, que estaba de rodillas, dejó intacta su virginidad y por eso la Virgen es Virgen antes, durante y después del Nacimiento y seguirá siendo Virgen por toda la eternidad. El Nacimiento del Niño Dios, por lo tanto, fue milagroso y virginal y no podía ser de otra manera, porque Él es Dios Hijo y como tal, no podía nacer sino milagrosa y virginalmente y su Madre, al mismo tiempo, era Virgen y no podía dejar de ser Virgen, además de ser la Madre de Dios.

         Pero hay otro elemento en el Nacimiento que debemos considerar y es que este Nacimiento prodigioso, llevado a cabo en Belén hace dos mil años, se renueva y prolonga, misteriosamente, en cada Santa Misa: el mismo Espíritu Santo que lo condujo al seno virgen de María en Belén, Casa de Pan, para que se encarnara y naciera como Dios Hijo y así entregarse como Pan de Vida eterna en la Eucaristía, es el mismo Espíritu Santo que convierte, por las palabras de la consagración, al pan y al vino en el Cuerpo y la Sangre del Hijo de Dios, Presente en Persona en la Eucaristía, que así se entrega a Sí mismo como Pan de Vida eterna. Por esta razón, tanto la Encarnación como el Nacimiento se actualiza y prolongan, misteriosamente, en cada Santa Misa.

 

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