sábado, 1 de enero de 2011

Adoremos al Pan de Vida en Belén, adoremos al Niño Dios en la Eucaristía


“En el principio era el Verbo, y el Verbo era Dios (…) el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros” (cfr. Jn 1, 1-18).

Juan, llevado por el Espíritu de Dios a las alturas inefables de la contemplación de la Trinidad, ve al Verbo eterno del Padre como procediendo desde la eternidad del seno del Padre; contempla a Dios Hijo en las majestuosas alturas de los cielos, y nos anuncia que ese Verbo es Dios, tan Dios como su Padre. Luego de describir al Verbo de Dios, como Espíritu puro, lo describe en su Venida a esta tierra, revestido del cuerpo de un Niño: “el Verbo se hizo carne”.

Aunque no nos demos cuenta, el evangelio de Juan nos describe el misterio último de Navidad: el Niño de Belén es el Verbo que era en el principio, que estaba junto a Dios y que era Dios, y que, revestido de carne, revestido del cuerpo frágil de un niño recién nacido, viene a este mundo.

Al leer el Evangelio, debemos tener en mente el Pesebre de Belén, y al contemplar el Pesebre de Belén, debemos tener en la memoria el Principio del Evangelio de Juan: ese Niño es el Verbo eterno de Dios, que viene a habitar entre nosotros.

Este Niño es luz (1 Jn 1, 4; Jn 8, 12) y es vida para los hombres, una luz y una vida celestial, sobrenatural, porque se trata de la luz y de la vida de Dios, y viene para donar a los hombres la vida, la gracia y la luz de Dios.

Dios deja el seno del Padre, desde donde pre-existe desde toda la eternidad, para venir a este mundo, para iluminar y dar la vida divina a los hombres, que desde Adán y Eva caminan “en sombras de muerte” (cfr. Is 9, 2; Mt 4, 16)), pero al venir a este mundo, al nacer en este mundo de tinieblas, como un niño pequeño, es rechazado por las tinieblas: “la luz brilla en las tinieblas, pero las tinieblas no la recibieron” (Jn 1, 5).

Cuando Dios Hijo, que es la santidad y la bondad en sí mismas, personificadas, viene a este mundo, es rechazado, porque los hombres se apartaron del Él desde Adán y Eva, prefiriendo la muerte a su gracia y a su compañía, y así, inmersos en las tinieblas del pecado, no lo reconocieron en Belén. Vino como niño, para donar el amor de Dios, y la respuesta de los hombres fue la muerte: “Herodes buscaba al Niño para matarlo” (cfr. Mt 2, 13-15). Dios viene a darnos su amor, y los hombres, representados en Herodes, enceguecidos por el pecado, buscamos darle muerte a ese Dios vestido de Niño.

Dice así la beata Ana Catalina Emmerich, en una visión del Niño en el Pesebre: “(...) he visto lo que padeció durante toda su vida y he visto también sus dolores internos (...) He visto en el seno de María una gloria y en ella un Niño resplandeciente. Vi crecer al Niño y que se consumaban en Él todos los tormentos de la crucifixión. (...) Lo vi golpeado, azotado, coronado de espinas, puesto y clavado en la cruz, herido su costado; vi toda la Pasión de Cristo en el Niño. (...) Cuando el Niño estaba clavado en la cruz me dijo: “Esto he padecido desde que fui concebido hasta el tiempo en que se han consumado exteriormente todos estos padecimientos. (...) También lo vi recién nacido, y vi a otros niños venir al pesebre a maltratarlo. La Madre de Dios no estaba presente y no podía defenderlo. (...) Llegaban con todo género de varas y látigos y le herían en el rostro, del cual brotaba sangre y todavía presentaba el Niño las manos como para defenderse benignamente; pero los niños más tiernos le daban golpes en ellas con malicia. Venían con espigas, ortigas, azotes y varas de distinto género, y cada cosa tenía su significación”[1].

No solemos pensar, al ver el Pesebre de Belén, que Jesús comenzó su Calvario ya en Belén, porque su encarnación redentora y divinizadora de la humanidad comenzó desde su concepción y nacimiento en Belén. Los brazos abiertos del Niño de Belén en la cruz prefiguran y simbolizan los brazos abiertos del Cordero de Dios en la cruz. El llanto del Niño de Belén, no se debe solo al intenso frío de Palestina propio del mes de su nacimiento, ni tampoco al hambre que comienza a sentir el Dios humanado. El llanto de Jesús en el Pesebre se debe a que su Calvario, su camino de retorno al Padre, por medio del cual conducirá a toda la humanidad, ya comenzó en Belén, porque ya desde allí, comenzó a recibir el odio deicida de la humanidad, odio que lo llevaría al fin a la muerte en cruz.

Cuando vemos el Pesebre de Belén, no solemos tener en cuenta que todo este inmenso misterio, del Pesebre de Belén, del Calvario, se renuevan y se actualizan, en el seno de la Iglesia, en medio del altar; no solemos tener en cuenta que el Niño Dios nace en el Nuevo Belén, la Nueva Casa de Pan, la Iglesia, y que viene a nosotros habiendo pasado su misterio pascual de muerte y resurrección, para introducirse en nuestras almas y para comunicarnos de su alegría de Niño Dios por medio de la Eucaristía.

“En el principio era el Verbo, y el Verbo era Dios (…) el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros”. El Principio del Evangelio de Juan describe al Niño de Belén, pero describe también a la Eucaristía, porque la Eucaristía es el Verbo de Dios, que era Dios y que estaba junto a Dios, y que es la vida y la luz de los hombres, y al mismo tiempo, la Eucaristía es ese Verbo que, hecho carne, hecho Niño, sin dejar de ser Dios, continúa y prolonga su Encarnación y su Nacimiento en el sacramento del altar, para continuar donándose a sí mismo, para donar a los hombres la paz, la luz, la vida, la alegría y el amor de Dios.

No seamos como aquellos que, en Belén, se acercaron para darle al Niño con palos y con azotes; acerquémonos como los pastores, con su misma alegría, al enterarse que ese Niño es Dios Salvador, y acerquémonos como los Reyes Magos, que reconociendo la divinidad del Niño del Pesebre, le ofrendaron oro, incienso y mirra; ofrendémosle nosotros al Niño el oro de las obras buenas, el incienso de la oración, y la mirra de un corazón y de un alma y cuerpo puros.

Ellos adoraron a Dios revestido de Niño; nosotros adoramos a Dios revestido de apariencia de pan.

Adoremos al Pan de Vida en Belén, adoremos al Niño Dios en la Eucaristía.


[1] Cfr. Ana Catalina Emmerick, Nacimiento e infancia de Jesús. Visiones y revelaciones, Editorial Guadalupe, Buenos Aires 2004, 166.

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