(Domingo XX - TO - Ciclo B – 2015)
“Mi
carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida” (Jn 6, 51-59). Jesús se auto-revela como “verdadera comida y
verdadera bebida”, comida y bebida que, a diferencia del alimento natural, da “vida
eterna”: quien “coma de esta comida y beba de esta bebida, tendrá vida eterna”.
La auto-revelación se completa manifestando que “esta comida y bebida” es “su
Cuerpo que es Pan y Pan que da la vida al mundo”. Es decir, Jesús se revela como “Pan
que da Vida eterna” y ese Pan es su Cuerpo y su Sangre: Él, con su “carne”, es
decir, con su Cuerpo, es la “vida del mundo”, de las almas.
Sin
embargo, los judíos no entienden las palabras de Jesús, porque no comprenden de
qué manera Jesús pueda darles a comer su carne: “¿Cómo puede éste darnos a
comer su carne?”. Lo han visto crecer, saben quiénes son sus padres, piensan de
Jesús como uno más del pueblo, y ésa es la razón del escándalo de sus palabras:
“¿Cómo puede éste, que ha nacido y vive entre nosotros, darnos a comer su carne
y beber su sangre? ¿Cómo puede ser éste, que ha crecido entre nosotros, “Pan de
Vida eterna”?”. La razón por la que los judíos se escandalizan, es porque piensan
de un modo carnal y material: no pueden entender que Jesús está hablando de su
Carne y de su Sangre glorificados,
que ya han pasado el misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección, y por eso
mismo, están impregnados o embebidos, si se puede decir así, de la gloria de
Dios. Cuando Jesús dice que “su carne es verdadera comida” y su sangre es “verdadera
bebida”, está hablando sí, de su Cuerpo, pero una vez glorificado, luego de la
Pasión, Muerte y Resurrección. Y puesto que Él con su Cuerpo glorificado se
hace Presente por medio del misterio de la liturgia eucarística, en la Santa Misa,
Jesús está hablando, en realidad, de la Santa Misa y de la Eucaristía, porque
es la Santa Misa en donde los cristianos comemos su Carne, la Carne del
Cordero, asada en el Fuego del Espíritu Santo, en la Eucaristía, y bebemos su
Sangre, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, que es el Cáliz de la salvación,
el Cáliz del altar eucarístico.
“Mi
carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”. Cuando Jesús hace esta
revelación, los judíos no entienden de qué habla Jesús y se escandalizan,
porque piensan que deben comer su carne y beber su sangre así como lo ven, antes de la Resurrección y glorificación
de su Cuerpo. Piensan que Jesús les dará de comer su Cuerpo y de beber su
Sangre, sin haber pasado por el misterio pascual de Muerte y Resurrección y,
por lo tanto, glorificación de su Humanidad Santísima y ésa es la razón por la
cual se escandalizan de sus palabras. Los judíos se escandalizan, pero no hay
lugar para el escándalo, porque Jesús está hablando de la Santa Misa, de la
Eucaristía, el Banquete celestial que Dios Padre nos sirve a nosotros, los
comensales encontrados “a la vera de los caminos” (cfr. Mt 22, 1-14) e invitados a la Mesa celestial, porque es en la Santa
Misa en donde verdaderamente comemos la Carne del Cordero de Dios y bebemos su
Sangre, porque su Carne y su Sangre glorificados, están en la Eucaristía, en
donde Él se encuentra en Persona, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad.
“El
Pan que Yo daré es Mi Carne para la salvación del mundo (…) el que coma de este
Pan, tiene Vida eterna”. Por supuesto que Jesús habla de quien está en gracia,
pero precisamente, quien consume la Eucaristía en estado de gracia, tiene en sí
la salvación de Dios y tiene en sí la vida de Dios: “Este Pan es mi Carne para
la salvación del mundo (…) el que coma de este Pan, tiene vida eterna”. Quien se
alimenta de la Eucaristía recibe un doble beneficio de parte de Dios: salvación
y vida. Ahora bien, la salvación de la que habla Jesús, no es temporal,
terrena, histórica o material, sino celestial y sobrenatural: no se trata de
una salvación temporal -aunque puede hacerlo–porque Jesús no ha venido a
salvarnos de la crisis económica, ni de la angustia existencial, ni de nuestras
enfermedades, sino de los tres enemigos mortales del alma: el demonio, el
mundo y el pecado. En cuanto a la “vida” que recibe quien se alimenta de la
Eucaristía, no es una vida tal como la conocemos, la vida nuestra creatural,
limitada, finita, que finaliza en el tiempo y cuyo fin biológico natural es la
muerte: la “vida” de la que habla Jesús, que es la que reciben quienes se
alimentan de “su Cuerpo y su Sangre” glorificados, la Eucaristía, es una vida
desconocida para el hombre, porque es la vida misma de Dios Uno y Trino, la
Vida eterna, la vida divina que fluye del Acto de Ser trinitario divino.
Quien
se alimenta espiritualmente de la Eucaristía y sólo de la Eucaristía –sin contaminar
su fe con elementos extraños a la Fe de la Iglesia-, adquiere y posee entonces en
sí mismo la salvación de Dios, al tiempo que su alma se alimenta con la
substancia misma de Dios, quedando plena su alma de la gracia divina, gracia que
brota del Sagrado Corazón Eucarístico como de una fuente inagotable. Esto es lo
que Jesús quiere decir cuando afirma: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es
verdadera bebida”.
Ahora
bien, si esto es cierto, como lo es, lo contrario también es cierto: quien
rehúsa alimentarse de la Eucaristía, ni tiene la salvación ni el alimento que
proporciona la Eucaristía, por lo que se ve librado a su suerte –por propia
decisión- frente a los tres grandes enemigos del alma: el demonio, el pecado y
el mundo y además muere de hambre espiritual.
Es decir, quien rehúsa el alimento eucarístico, no está a salvo de lo que salva la Eucaristía y tampoco tiene la vida eterna que concede la Eucaristía. Al carecer del alimento divino, su alma languidece hasta morir de hambre espiritual, porque nada que no sea la Eucaristía, Pan de Vida eterna y Carne del Cordero de Dios, puede satisfacer el hambre espiritual de Dios, que Es en sí mismo luz, paz, amor y alegría, y que sólo la Eucaristía puede conceder. Quien se priva de la Eucaristía, se priva de la vida de Dios y su alma agoniza hasta literalmente morir, del mismo modo a como el cuerpo languidece y agoniza hasta morir, cuando se ve privado del alimento y del agua.
Es decir, quien rehúsa el alimento eucarístico, no está a salvo de lo que salva la Eucaristía y tampoco tiene la vida eterna que concede la Eucaristía. Al carecer del alimento divino, su alma languidece hasta morir de hambre espiritual, porque nada que no sea la Eucaristía, Pan de Vida eterna y Carne del Cordero de Dios, puede satisfacer el hambre espiritual de Dios, que Es en sí mismo luz, paz, amor y alegría, y que sólo la Eucaristía puede conceder. Quien se priva de la Eucaristía, se priva de la vida de Dios y su alma agoniza hasta literalmente morir, del mismo modo a como el cuerpo languidece y agoniza hasta morir, cuando se ve privado del alimento y del agua.
“Mi
carne es verdadera comida y sangre es verdadera bebida”. El Cuerpo y la Sangre
de Jesús, su Alma y su Divinidad, en la Eucaristía, sacian al alma con el
alimento celestial, alimento que contiene la substancia de Dios y con la
substancia de Dios, el alma recibe su Amor, su Luz, su Paz, su Alegría, su
Fortaleza, su Sabiduría. Ésta es la razón por la cual la Iglesia llama “dichosos”[1] a
quienes encuentran este alimento celestial y se nutren sólo de Él –en estado de
gracia-, y esto lo dice la Iglesia, cuando desde el altar eucarístico, luego de
la consagración y de la Transubstanciación, que convierte al pan y el vino en
el Cuerpo y la Sangre de Jesús, proclama la Nueva Bienaventuranza: “Dichosos
los invitados a la Cena del Señor, dichosos los que se alimentan de la Carne
del Cordero, embebida en el Amor de Dios, dichosos los que satisfacen su hambre
espiritual con el Pan de Vida eterna, impregnado en el Fuego del Amor Divino,
el Espíritu Santo, dichosos los que comen la Carne resucitada y beben la Sangre
glorificada del Cordero, dichosos los que se alimentan de la Eucaristía”.
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