viernes, 14 de agosto de 2015

“Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”



(Domingo XX - TO - Ciclo B – 2015)

                “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida” (Jn 6, 51-59). Jesús se auto-revela como “verdadera comida y verdadera bebida”, comida y bebida que, a diferencia del alimento natural, da “vida eterna”: quien “coma de esta comida y beba de esta bebida, tendrá vida eterna”. La auto-revelación se completa manifestando que “esta comida y bebida” es “su Cuerpo que es Pan y Pan que da la vida al mundo”. Es decir, Jesús se revela como “Pan que da Vida eterna” y ese Pan es su Cuerpo y su Sangre: Él, con su “carne”, es decir, con su Cuerpo, es la “vida del mundo”, de las almas.
Sin embargo, los judíos no entienden las palabras de Jesús, porque no comprenden de qué manera Jesús pueda darles a comer su carne: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”. Lo han visto crecer, saben quiénes son sus padres, piensan de Jesús como uno más del pueblo, y ésa es la razón del escándalo de sus palabras: “¿Cómo puede éste, que ha nacido y vive entre nosotros, darnos a comer su carne y beber su sangre? ¿Cómo puede ser éste, que ha crecido entre nosotros, “Pan de Vida eterna”?”. La razón por la que los judíos se escandalizan, es porque piensan de un modo carnal y material: no pueden entender que Jesús está hablando de su Carne y de su Sangre glorificados, que ya han pasado el misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección, y por eso mismo, están impregnados o embebidos, si se puede decir así, de la gloria de Dios. Cuando Jesús dice que “su carne es verdadera comida” y su sangre es “verdadera bebida”, está hablando sí, de su Cuerpo, pero una vez glorificado, luego de la Pasión, Muerte y Resurrección. Y puesto que Él con su Cuerpo glorificado se hace Presente por medio del misterio de la liturgia eucarística, en la Santa Misa, Jesús está hablando, en realidad, de la Santa Misa y de la Eucaristía, porque es la Santa Misa en donde los cristianos comemos su Carne, la Carne del Cordero, asada en el Fuego del Espíritu Santo, en la Eucaristía, y bebemos su Sangre, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, que es el Cáliz de la salvación, el Cáliz del altar eucarístico.
“Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”. Cuando Jesús hace esta revelación, los judíos no entienden de qué habla Jesús y se escandalizan, porque piensan que deben comer su carne y beber su sangre así como lo ven, antes de la Resurrección y glorificación de su Cuerpo. Piensan que Jesús les dará de comer su Cuerpo y de beber su Sangre, sin haber pasado por el misterio pascual de Muerte y Resurrección y, por lo tanto, glorificación de su Humanidad Santísima y ésa es la razón por la cual se escandalizan de sus palabras. Los judíos se escandalizan, pero no hay lugar para el escándalo, porque Jesús está hablando de la Santa Misa, de la Eucaristía, el Banquete celestial que Dios Padre nos sirve a nosotros, los comensales encontrados “a la vera de los caminos” (cfr. Mt 22, 1-14) e invitados a la Mesa celestial, porque es en la Santa Misa en donde verdaderamente comemos la Carne del Cordero de Dios y bebemos su Sangre, porque su Carne y su Sangre glorificados, están en la Eucaristía, en donde Él se encuentra en Persona, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad.
“El Pan que Yo daré es Mi Carne para la salvación del mundo (…) el que coma de este Pan, tiene Vida eterna”. Por supuesto que Jesús habla de quien está en gracia, pero precisamente, quien consume la Eucaristía en estado de gracia, tiene en sí la salvación de Dios y tiene en sí la vida de Dios: “Este Pan es mi Carne para la salvación del mundo (…) el que coma de este Pan, tiene vida eterna”. Quien se alimenta de la Eucaristía recibe un doble beneficio de parte de Dios: salvación y vida. Ahora bien, la salvación de la que habla Jesús, no es temporal, terrena, histórica o material, sino celestial y sobrenatural: no se trata de una salvación temporal -aunque puede hacerlo–porque Jesús no ha venido a salvarnos de la crisis económica, ni de la angustia existencial, ni de nuestras enfermedades, sino de los tres enemigos mortales del alma: el demonio, el mundo y el pecado. En cuanto a la “vida” que recibe quien se alimenta de la Eucaristía, no es una vida tal como la conocemos, la vida nuestra creatural, limitada, finita, que finaliza en el tiempo y cuyo fin biológico natural es la muerte: la “vida” de la que habla Jesús, que es la que reciben quienes se alimentan de “su Cuerpo y su Sangre” glorificados, la Eucaristía, es una vida desconocida para el hombre, porque es la vida misma de Dios Uno y Trino, la Vida eterna, la vida divina que fluye del Acto de Ser trinitario divino.
Quien se alimenta espiritualmente de la Eucaristía y sólo de la Eucaristía –sin contaminar su fe con elementos extraños a la Fe de la Iglesia-, adquiere y posee entonces en sí mismo la salvación de Dios, al tiempo que su alma se alimenta con la substancia misma de Dios, quedando plena su alma de la gracia divina, gracia que brota del Sagrado Corazón Eucarístico como de una fuente inagotable. Esto es lo que Jesús quiere decir cuando afirma: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”.
Ahora bien, si esto es cierto, como lo es, lo contrario también es cierto: quien rehúsa alimentarse de la Eucaristía, ni tiene la salvación ni el alimento que proporciona la Eucaristía, por lo que se ve librado a su suerte –por propia decisión- frente a los tres grandes enemigos del alma: el demonio, el pecado y el mundo y además muere de hambre espiritual. 
Es decir, quien rehúsa el alimento eucarístico, no está a salvo de lo que salva la Eucaristía y tampoco tiene la vida eterna que concede la Eucaristía. Al carecer del alimento divino, su alma languidece hasta morir de hambre espiritual, porque nada que no sea la Eucaristía, Pan de Vida eterna y Carne del Cordero de Dios, puede satisfacer el hambre espiritual de Dios, que Es en sí mismo luz, paz, amor y alegría, y que sólo la Eucaristía puede conceder. Quien se priva de la Eucaristía, se priva de la vida de Dios y su alma agoniza hasta literalmente morir, del mismo modo a como el cuerpo languidece y agoniza hasta morir, cuando se ve privado del alimento y del agua.
“Mi carne es verdadera comida y sangre es verdadera bebida”. El Cuerpo y la Sangre de Jesús, su Alma y su Divinidad, en la Eucaristía, sacian al alma con el alimento celestial, alimento que contiene la substancia de Dios y con la substancia de Dios, el alma recibe su Amor, su Luz, su Paz, su Alegría, su Fortaleza, su Sabiduría. Ésta es la razón por la cual la Iglesia llama “dichosos”[1] a quienes encuentran este alimento celestial y se nutren sólo de Él –en estado de gracia-, y esto lo dice la Iglesia, cuando desde el altar eucarístico, luego de la consagración y de la Transubstanciación, que convierte al pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, proclama la Nueva Bienaventuranza: “Dichosos los invitados a la Cena del Señor, dichosos los que se alimentan de la Carne del Cordero, embebida en el Amor de Dios, dichosos los que satisfacen su hambre espiritual con el Pan de Vida eterna, impregnado en el Fuego del Amor Divino, el Espíritu Santo, dichosos los que comen la Carne resucitada y beben la Sangre glorificada del Cordero, dichosos los que se alimentan de la Eucaristía”.




[1] Cfr. Misal Romano.

No hay comentarios:

Publicar un comentario