“¿Cómo
puede este hombre darnos a comer su carne?” (Jn 6, 51-59). Ante la afirmación
de Jesús de que Él es “Pan de Vida” y de que ese Pan “es su carne”, los judíos
que lo escuchan se escandalizan y se preguntan entre sí: “¿Cómo puede este
hombre darnos a comer su carne?”. La causa del escándalo está en la formulación
misma de la pregunta: “¿Cómo puede este
hombre darnos a comer su carne?”. Los judíos no ven en Jesús a Dios Hijo
hecho hombre; no creen en sus palabras, en las que Él afirma su divinidad: “Nadie
conoce al Padre sino el Hijo”, y como Él es Dios Hijo, “habla de lo que vio” en
la eternidad, en el seno eterno del Padre, y lo que vio es la Verdad eterna y
absoluta de Dios Trino; pero tampoco creen en los signos o milagros que Él
hace, con los cuales corrobora sus palabras, porque son signos o milagros que
solo pueden ser hechos con el poder de Dios: resucitar muertos, expulsar
demonios, calmar tempestades, curar toda clase de enfermos, multiplicar panes y
peces, etc.
La
consecuencia de esta doble incredulidad es el oscurecimiento acerca de la
identidad de Jesús: no ven en Jesús al Hombre-Dios, sino solamente a Jesús
hombre, al “hijo de José y María”, al “carpintero”, al que “vive entre nosotros”.
Y si Jesús es solo un hombre, y este hombre les viene a decir que para salvarse
tienen que comer su cuerpo y su sangre, entonces se comprende la pregunta de
los judíos, puesto que piensan en un acto de antropofagia: “¿Cómo puede este hombre darnos a comer su carne y su
sangre?”.
Pero
Jesús no es un mero hombre, sino el Hombre-Dios; su condición divina ha sido
revelada por Él y ha sido suficientemente confirmada por sus milagros, de modo
que cuando dice que Él es “el Pan de Vida eterna” y que para obtener la
salvación todo hombre debe “comer su carne y beber su sangre”, significa
literalmente eso, aunque como Él es Dios, Él “hace nuevas todas las cosas”, y
una de las cosas que hace nuevas es el pan y el modo de comerlo.
Jesús
hace nuevo el pan porque en la Santa Misa, con el poder de su Espíritu,
insuflado por Él y el Padre a través del sacerdote ministerial a través de las
palabras de la consagración –“Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”-, hace
desaparecer la substancia material, creada, con acto de ser participado y
creatural del pan, para hacer aparecer en su lugar la substancia inmaterial,
increada, con Acto de Ser Puro, de la Divinidad, unida hipostáticamente a su
substancia humana glorificada, su Cuerpo, su Sangre y su Alma, es decir, su
naturaleza humana, la misma que sufrió la muerte y crucifixión el Viernes Santo
y que resucitó el Domingo de Resurrección. De esta manera, por las palabras de
la consagración, el Pan Nuevo que hay sobre el altar eucarístico se parece al
pan material, terreno, solo por su aspecto exterior, por su sabor y por sus
características físicas: parece pan, sabe a pan, pesa lo mismo que el pan, al
tacto se lo siente como pan, se disgrega en el agua, como el pan, pero ya no es
más pan, porque ya no está la substancia del pan: está la substancia divina
gloriosa y la substancia humana, glorificada y resucitada, del Hombre-Dios
Jesús de Nazareth. Las especies del pan –sabor, color, peso, etc.- son sólo “receptáculos”
de la substancia divina, y ya no más sostenes de la substancia creada del pan,
que ha desaparecido y no está más. Por lo tanto, el Pan del altar eucarístico
es un “Pan Nuevo” porque ya no es pan ácimo, compuesto de harina y trigo, sino
que es el Cuerpo, la Sangre, el Alma, la Divinidad y el Amor de Jesucristo.
Y
si es nuevo el Pan, es nuevo también el modo de comerlo, porque cuando Jesús
dice que si alguien quiere salvarse debe “comer su Cuerpo y beber su Sangre”,
está hablando literalmente de “comer su Cuerpo y beber su Sangre”, pero su
Cuerpo y su Sangre eucarísticos, es
decir, su Cuerpo y su Sangre que han recibido la glorificación en la
Resurrección. Cuando Jesús les dice a los judíos que deben alimentarse de su
Cuerpo y Sangre, no les está diciendo que deben comer de su Cuerpo muerto en la
Cruz el Viernes Santo y depositado en el sepulcro el Viernes y el Sábado; les
está diciendo que deben comer de su Cuerpo y su Sangre glorificados el Domingo
de Resurrección, el Cuerpo con el cual Él se levantó triunfante del sepulcro, que
es el mismo Cuerpo con el cual Él está de pie, triunfante, glorioso y
resucitado, en la Eucaristía, que es Pan de Vida eterna.
Las
palabras de Jesús solo se entienden a la luz de la totalidad de su misterio
pascual de muerte y resurrección; podríamos decir que el Cuerpo resucitado, que
está en la Eucaristía, está apto para ser consumido, porque ha sido cocido en
el Fuego del Espíritu Santo el Domingo de Resurrección.
“Yo
hago nuevas todas las cosas”, dice Jesús en el Apocalipsis, y nuevo es el Pan,
y nuevo es el modo de comer este Pan, que es la comunión eucarística. En este modo nuevo de comer, la comunión de la Eucaristía, no es el hombre quien asimila un alimento material y terreno, sino que es Dios quien asimila al hombre, incorporándolo, con la fuerza de su Espíritu, a sí mismo, convirtiéndolo en sí mismo y haciendo de quien lo consume "un mismo cuerpo y un mismo espíritu" con Él. Y este modo nuevo de comer es nuevo porque como
este Pan ya no es más pan material, terreno, sino que es su Carne gloriosa y su
Sangre resucitada, y como esta Carne gloriosa y su Sangre resucitada contienen
la Vida de Dios, el que come este Pan eucarístico come verdaderamente la Carne
del Cordero y bebe su Sangre y así recibe la Vida eterna: “El que come mi Carne
y bebe mi Sangre tiene Vida eterna”.
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