domingo, 5 de enero de 2014

Epifanía del Señor





         Luego del Nacimiento la Nochebuena se ilumina, desde el Portal de Belén, con un resplandor más brillante que el de cientos de miles de soles juntos y la razón es que el Niño que ha nacido es Dios encarnado y como “Dios es luz” (1 Jn 5) y luz eterna, luego de su Nacimiento, el Niño Dios irradia su luz, la luz que brota de su Ser trinitario y que se derrama desde el Pesebre sobre la Iglesia, el mundo y los hombres. En esto consiste la “Epifanía” o “manifestación”: en que la gloria divina, que es luz, se irradia a través del Niño de Belén, manifestándose de esta manera ante los hombres la gloria de Dios que estaba oculta en los cielos eternos. Ahora, por la Encarnación y Nacimiento del Hijo de Dios en Belén, esa gloria se manifiesta –Epifanía- y se hace visible, de modo que todo aquel que contempla al Niño Dios, contempla la gloria de Dios encarnada y, al contemplarla, es iluminado por ella, porque la gloria de Dios es luminosa. Esta es la razón por la cual la Iglesia contempla extasiada, en Epifanía, a la gloria de Dios que, hecha Niño, se manifiesta ante Ella y agradece a Dios por este admirable don, aplicándose a sí misma la exclamación del Profeta Isaías que dice: “La gloria de Dios brilla sobre ti” (60, 1).
         De todos los que se acercan al Niño Dios en su Epifanía o manifestación, se destacan de un modo particular los Reyes Magos, en cuyas personas debe el cristiano meditar, a fin de aprender de ellos, puesto que su figura esconde muchas enseñanzas importantes para la vida espiritual y, sobre todo, para el momento de la comunión sacramental.


         Los Reyes Magos visitan al Niño Dios, aunque no son hebreos, sino paganos y esto quiere decir que no conocen a Cristo; sin embargo, guiados por la Estrella de Belén, emprenden un largo viaje y, dejando atrás el mundo por ellos conocido, llegan hasta el Portal y se postran en adoración ante su Presencia ofreciéndole los dones que llevan consigo: oro –en reconocimiento de la Divinidad del Niño-, incienso –el ofrecimiento de la propia oración y adoración- y mirra –en reconocimiento de la Humanidad santísima del Niño-.
Por otra parte, los Reyes Magos, ante la Epifanía del Señor, es decir, ante la manifestación visible de su gloria y majestad, a pesar de ser ellos reyes y por lo tanto pertenecientes a la nobleza, deponen sus coronas reales en señal de humillación y adoración al Niño de Belén, en quien los Reyes Magos ven, no a un niño más entre tantos, sino a Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios. Es decir, a pesar de ser Reyes, dejan sus coronas en el suelo y se inclinan con la frente en tierra para adorar al Niño, en quien reconocen a Dios encarnado. 
Otro aspecto que se destaca en los Reyes es que son “Magos”, es decir, poseen conocimientos y sabiduría superiores a los habituales, pero no solo no se dejan vencer por la soberbia y el orgullo que surgen en el alma humana cuando se cree superior a los demás, sino que con toda humildad, deponen también ante el misterio del Niño Dios todo su conocimiento y toda su inteligencia, no por ser el misterio del Niño de Belén algo irracional sino, por el contrario, porque reconocen en el Niño a la Sabiduría encarnada, ante la cual todo conocimiento humano es igual a nada, y así despojados de sus propios conocimientos, para rinden a Dios hecho Niño el homenaje de una inteligencia que se anonada ante la manifestación en carne de la majestad divina.


         De esta manera, los Reyes Magos son figura, ejemplo y modelo del alma del bautizado que se acerca a comulgar a Cristo en la Eucaristía: así como los Reyes Magos no formaban parte del Pueblo Elegido, sino que provenían de los gentiles, así también el católico antes de su bautismo pertenecía a los gentiles, porque no formaba parte del Pueblo Elegido, pero del mismo modo a como los Magos son llamados por la Estrella de Belén para que, dejando su mundo pagano lleguen ante la Presencia de Dios hecho Niño y se postren en adoración, así el católico es llamado por la Nueva Estrella de Belén, la luz de la fe y de la gracia, para que, emprendiendo un viaje desde el mundo pagano y sin Dios, ser conducido hasta el Nuevo Portal de Belén, el altar eucarístico, y así postrarse en adoración ante la Presencia sacramental de Jesús en la Eucaristía. 
          Y al igual que los Reyes Magos, que postrándose ante el Niño le ofrecieron sus dones -oro, incienso y mirra-, así el alma que se acerca a comulgar debe ofrecerle sus dones que también son oro, incienso y mirra: oro, que es el reconocimiento de la divinidad de Jesucristo en la Eucaristía, escondida en algo que parece pan pero que no es más pan, porque es su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad; incienso, que es el ofrecimiento a Jesús Eucaristía de la propia oración y adoración; mirra, el reconocimiento de la Humanidad santísima de Jesús, gloriosa y resucitada, Presente en el Santísimo Sacramento del altar con la misma gloria con la que se encuentran en los cielos.
          Así como los Reyes Magos, al adorar al Niño, dieron muestra de humildad al postrarse ante Él, del mismo modo el cristiano que se acerca a adorar al Niño Dios -que continúa y prolonga su Encarnación y Nacimiento en la Eucaristía-, no solo debe deponer su orgullo ante Jesús Eucaristía, sino que debe ofrecerle el homenaje de su propia reyecía -su condición de ser hijo adoptivo de Dios a causa del bautismo sacramental- y así, como hijo de Dios, debe postrarse ante Él y adorarlo, ofreciéndole al mismo tiemop el homenaje de su inteligencia, inteligencia que queda admirada, sorprendida y maravillada, ante el misterio asombroso del milagro de la Eucaristía, el misterio de un Dios de majestad y gloria infinitas que, por Amor, se manifiesta en la Iglesia primero como Niño en Belén y luego bajo la apariencia de pan en el Altar Eucarístico.
Por último, del mismo modo a como los Reyes Magos, luego de adorar al Niño, fueron inundados de su Amor y de su Alegría, también el cristiano que adora y comulga se sumerge en la Alegría y enel Amor incomprensible, inefable, eterno, de Dios,que se dona a su alma con todo su Ser, entregándose como Pan de Vida eterna, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma, su Divinidad.

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