viernes, 4 de enero de 2013

Epifanía del Señor



(Ciclo C – 2013)
         “(Los Magos de Oriente) Se pusieron en camino, y de pronto la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el niño. Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas se postraron y lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra” (cfr. Mt 2, 1-12).
         Después de celebrar el Nacimiento y la Sagrada Familia, la Iglesia celebra la fiesta de la “Epifanía”, que en griego significa “manifestación”, y como se manifiesta lo que estaba oculto, la fiesta de la Epifanía significa la manifestación de la gloria de Dios, a través del Niño de Belén, a los paganos, representados en la persona de los magos de Oriente.
          Debido a que esta fiesta litúrgica se ha desvirtuado, principalmente por causa del secularismo y del mensaje que de la misma presentan los medios de comunicación, es necesario profundizar en algunos aspectos de la Epifanía del Señor, para recuperar su esencia y verdadero significado espiritual. De no hacerlo, predominará cada vez más la idea errónea transmitida por los medios de comunicación, y puesta en práctica por amplísimos sectores de cristianos secularizados, que viven esta fiesta litúrgica de un modo cada vez más anti-cristiano y pagano: se piensa que la fiesta de la Epifanía consiste en regalar a los niños toda clase de cosas materiales, y que la "misión" de los Reyes Magos se reduce a dejar esos regalos la noche anterior, hecho para lo cual los niños deben dejar pasto y agua para los camellos, además de dejar sus zapatos o zapatillas, a fin de que los Reyes Magos puedan identificar a los destinatarios de los regalos.
           Esta forma de festejar la Epifanía, sumada a un desconocimiento casi total acerca de qué en sí la Epifanía, lleva a que esta fiesta litúrgica adquiera alarmantes ribetes de neo-paganismo, puestos en evidencia por el carácter marcada -y exclusivamente- materialista con el que se la vive.
            Con el propósito, entonces, de recuperar su esencia espiritual, nos detendremos en algunos aspectos de la fiesta de la Epifanía, recordando que, como dijimos anteriormente, el término, de origen griego, significa "manifestación", y se trata de la manifestación de la gloria divina, que se hace visible a  través del Niño de Belén.
         Si esto es así, podemos preguntarnos de qué manera se manifestó esta gloria, porque según el Antiguo Testamento, nadie podía “ver la gloria de Dios” y “continuar viviendo” (cfr. Éx 33, 20). De la respuesta que demos a este interrogante, podremos determinar en qué consiste la fiesta litúrgica de la Epifanía.
         La respuesta la encontramos en el Misal Romano y en el Evangelio de Juan: en el Misal Romano, la Iglesia celebra el Nacimiento del Niño Dios, Nacimiento mediante el cual Dios, de naturaleza invisible y cuya gloria es inaccesible para el ser creatural, “manifiesta su gloria de un nuevo modo” (cfr. Prefacio de Navidad), haciendo “brillar el esplendor de su gloria ante nuestros ojos”; es decir, la Iglesia celebra el Nacimiento del Niño de Belén, Niño que manifiesta de un modo nuevo, visiblemente, la gloria divina, la misma que contemplan los ángeles y los santos en el cielo, a través de la Humanidad santísima del Niño recostado en el Pesebre. Es la misma gloria del Ser trinitario, que en los cielos atrapa con su inimaginable belleza a los ángeles y santos, que se manifiesta visiblemente, a través del Cuerpo y la Humanidad del Niño de Belén.
         El Evangelista Juan nos revela también que la gloria del Niño de Belén, es  decir, de Cristo, el Hombre-Dios, es la gloria de Dios: “Hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito”.
         Es importante detenerse en este aspecto, el de la manifestación visible de la gloria de Dios a través del Niño de Belén, porque es en esto en lo que consiste precisamente la fiesta de la Epifanía -Dios manifiesta visiblemente su gloria a través del Niño del Pesebre, la misma gloria divina que no podía ser vista en el Antiguo Testamento, y la misma gloria que deja extasiados de alegría y amor a los habitantes del cielo-, y es lo que explica la actitud de los Magos de Oriente al acercarse al Niño, traídos por la Estrella: “cayendo de rodillas, se postraron y lo adoraron, y abriendo sus cofres, le ofrecieron oro, incienso y mirra”.
         Si el Niño del Pesebre no hubiera sido Dios Hijo encarnado, que manifestaba su gloria eterna, la misma que recibió de su Padre desde la eternidad, de un “modo nuevo”, es decir, a través de su Humanidad, no se explica la actitud de los Magos, de postrarse en adoración y de ofrecerle toda la riqueza que llevaban. Si ese Niño hubiera sido solamente un niño más, nacido en circunstancias un poco particulares, como el de nacer en una cueva de animales porque no tenían lugar en las posadas, su Madre habría sido una madre más entre tantas, como así también su padre, quien hubiera sido su verdadero padre y no su padre adoptivo; si ese Niño no hubiera sido el Niño Dios, que provenía del seno eterno del Padre, donde fue generado en la eternidad “entre esplendores sagrados”, para manifestar visiblemente la gloria divina de su Ser trinitario, entonces la Estrella de Belén no hubiera guiado a los Magos, y habría sido sólo un cometa más entre tantos, que casualmente se encontraba a la misma altura del lugar donde nació el Niño; si ese Niño no hubiera sido Dios Hijo en Persona, que venía a este mundo no en el fulgor inconcebible de su majestad infinita, sino en la frágil humanidad de un hijo de hombre, entonces la adoración y postración de los Magos no se justificaba, y la fiesta de la Epifanía en la Iglesia no debería tener lugar.
         Sin embargo, para consuelo de los creyentes, el Niño de Belén es Dios de Dios, Dios Hijo que proviene de Dios Padre; es “Luz eterna de Luz eterna”, que es concebido en el seno virgen de María por el Amor de Dios, el Espíritu Santo, y que nace de modo milagroso, “como un rayo de sol atraviesa un cristal”, convirtiendo a su Madre en Madre de Dios, y manifestándose a los hombres de todos los tiempos como el Dios de gloria y majestad infinita, que viene a nuestro mundo revestido de Niño, para que esa gloria del Ser trinitario, invisible para las creaturas, fuera visible a partir de su Nacimiento.
         Es este conocimiento, dado por el Espíritu Santo, el que tienen los Magos de Oriente al acercarse al Niño, y es por eso que se postran en adoración, porque reconocen en el Niño de Belén a Dios Hijo en Persona, que les muestra su gloria divina, la misma gloria del Tabor, la misma gloria de la Cruz, la misma gloria de la Eucaristía, porque en la Eucaristía se prolonga y continúa la Encarnación y Nacimiento del Niño Dios.
         “Cayendo de rodillas se postraron y lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra”. Los Magos, en quienes están representados los paganos, nos enseñan cómo rendir homenaje a nuestro Dios en su Epifanía, en la manifestación visible de su gloria invisible: “cayendo de rodillas, se postraron y lo adoraron”, y en señal de reconocimiento a su divinidad, le ofrecieron como don sus ofrendas materiales: oro, incienso y mirra.
         Nosotros no vemos, con nuestros ojos, al Niño Dios; no vemos, sensiblemente hablando, al Niño de Belén, tal como lo vieron los Magos de Oriente, pero no por eso nos quedamos sin la posibilidad de adorarlo, porque en la Eucaristía prolonga su Nacimiento el mismo Niño Dios, que nos manifiesta su gloria invisible “de un nuevo modo”, a través de las especies eucarísticas, porque así como estuvo el Niño tendido en un pesebre con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, así está ese mismo Niño en la Eucaristía, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.
Por lo tanto, de la misma manera como los Magos le rindieron el homenaje de su adoración “cayendo de rodillas” ante el Niño de Belén, así nosotros también nos arrodillamos en signo de adoración a Jesús Eucaristía, y si ellos le dejaron ofrendas materiales, oro, incienso y mirra, nosotros le dejamos, al pie del altar eucarístico, el oro de la adoración, el incienso de la oración, y la mirra de la mortificación, junto a nuestro pobre corazón.
         

No hay comentarios:

Publicar un comentario