(2015)
Luego de tres horas de dolorosa agonía, muere en la cruz el
Hombre-Dios. Contemplada con los ojos de los hombres, la muerte en cruz de
Jesús, el Viernes Santo, parece constituir el más rotundo triunfo de las tres
grandes fuerzas destructivas, enemigas mortales de la humanidad, contra las
cuales Jesús se había enfrentado: el infierno, el pecado y la muerte. En
efecto, Jesús muerto en la cruz, parece un logro del infierno, de la muerte y
del pecado, porque Jesús ha venido para “destruir las obras del Diablo” (cfr. 1 Jn 3, 8); ha venido para “quitar los
pecados del mundo” (cfr. Jn 1, 29);
ha venido para “dar la Vida eterna, para que todo el que crea en Él, no muera,
sino que tenga vida eterna” (cfr. Jn
6, 51), y por eso, ha venido a destruir a la muerte, y sin embargo, el Viernes
Santo, a las tres de la tarde, Jesús muere, agotado luego de una cruenta
agonía, vencido en apariencia por estas tres fuerzas, porque es el infierno el
que ha atizado el carbón encendido en odio en que se ha convertido el corazón
del hombre sin Dios y lo ha llevado a crucificarlo, y así parece haber vencido
el infierno; también parece haber vencido la muerte, porque Jesús muere
realmente, con su Cuerpo real, humano, ya que su Alma humana se separa
verdaderamente de su Cuerpo, que queda sin vida, inerte, en la cruz; y también parece
haber vencido el pecado, porque el pecado, es decir, la malicia del corazón del
hombre rebelado contra Dios, es lo que ha llevado a Jesús a sacrificar su vida
para salvar a los hombres y ahora, precisamente, Jesús acaba de morir, agobiado
por la abrumadora malicia del corazón humano. El aparente triunfo de los tres
enemigos mortales de la humanidad, sobre el Sumo y Eterno Sacerdote, el
Hombre-Dios Jesucristo, es lo que explica la postración del sacerdote
ministerial el Viernes Santo en la ceremonia de la Adoración de la cruz: la
Iglesia indica con este gesto que ha muerto el Único que podía no solo poner
freno sino derrotar a estos tres grandes enemigos mortales del hombre. Muerto
el Sumo y Eterno Sacerdote en la cruz, por obra de las tinieblas, el sacerdote
ministerial, que participa su sacerdocio del Sacerdote Jesucristo, cae él mismo
derribado por tierra, sin ningún poder, y esto, más el duelo por la muerte de
Jesús, es lo que significa la postración del sacerdote ministerial el Viernes
Santo.
Al
morir Jesús a las tres de la tarde, parecería entonces que “la hora de las
tinieblas” (cfr. Lc 22, 53) ha
prevalecido con su poder siniestro; vista con ojos humanos, la cruz aparece
como una rotunda victoria del Demonio, la Muerte y el Pecado sobre el
Hombre-Dios y sobre la humanidad. Sin embargo, no es así. Las tres de la tarde,
la hora de la muerte de Jesús en la cruz, el Viernes Santo, es la Hora de la
Misericordia y es por lo tanto, la Hora del Cordero Victorioso que triunfa en
el estandarte ensangrentado de la cruz; en ella, el Cordero vence a la “Bestia
con aspecto de Cordero” (cfr. Ap 13,
1ss), a Satanás y al Infierno todo, dando cumplimiento a sus palabras: “Las
puertas del Infierno no prevalecerán sobre mi Iglesia” (Mt 16, 18), y es así como la Iglesia arrincona al Demonio contra su
última madriguera en el Infierno, aplastándolo
con el poder divino que emana de su estandarte victorioso, la cruz; en
la cruz, Jesús vence a la Muerte, porque si bien su Alma se separó de su Cuerpo
-ya que en esto consiste la muerte para el hombre-, su divinidad, esto es, la
Persona Segunda de la Trinidad, no se separó nunca ni del Alma ni del Cuerpo, y
es así como el Domingo de Resurrección, esta divinidad, la Persona del Hijo,
unió nuevamente a sí misma, pero ya glorificados plenamente, el Alma y el
Cuerpo de Jesús, dando inicio a la gloriosa Resurrección, venciendo a la muerte
para siempre, regresando victorioso de la muerte –“Yo Soy el Alfa y el Omega,
el Principio y el Fin[1];
estaba muerto, pero ahora vivo y tengo las llaves de la vida y del Hades”[2],
dice Jesús en el Apocalipsis- puesto que haría partícipes de su Resurrección a
todos los hombres que creyeran en Él, lo amaran y lo recibieran con amor en la
Eucaristía; al morir en la cruz, Jesús vence al pecado, porque Él carga todos
los pecados en la cruz, que queda empapada en su Sangre, y como su Sangre es la
que los lava y los hace desaparecer, Jesús en la cruz quita al pecado para
siempre.
Las
tres de la tarde del Viernes Santo, entonces, no es la hora del triunfo de las
tinieblas, como podría parecer, sino la Hora del triunfo de la Divina
Misericordia, que se derrama incontenible e inagotable sobre el mundo y sobre
las almas, con la Sangre y el Agua que brotaron del Corazón traspasado de Jesús
y esa es la razón por la cual la Iglesia se postra en acción de gracias y en
adoración ante la Cruz de Jesús, empapada con la Sangre del Cordero.
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