martes, 25 de abril de 2023

Jesús, Buen Pastor, Sumo y Eterno Sacerdote

 


(Domingo IV - TP - Ciclo A – 2023)

         En estos tiempos en los que prevalece la confusión a todo nivel, es necesario que, al recordar a Cristo, Buen Pastor y Sumo y Eterno Sacerdote, recordemos también qué es la Santa Misa, qué oficio o función cumplen el sacerdote ministerial y qué oficio o función cumplen los fieles que asisten a la Santa Misa. Ante todo, debemos decir que, según el Magisterio y la Tradición de la Iglesia, la Santa Misa es la “renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz”, lo cual quiere decir que es como si, misteriosamente, en la Santa Misa, viajáramos en el tiempo hasta el Calvario o como si el Calvario viniera hasta nosotros; y también, porque es la renovación del Sacrificio de la Cruz, es que el Padre Pío de Pietralcina decía que debíamos estar en la Santa Misa con la misma actitud espiritual con la que estaban la Virgen y San Juan Evangelista al pie de la Cruz. Dicho esto, que la Santa Misa es un sacrificio, hay que agregar que, en la Santa Misa, el celebrante no es un mero “presidente de la asamblea”, sino el único sacerdote que ofrece el sacrificio in persona Christi. Para disipar cualquier duda, basta leer lo que enseña Pío XII en su encíclica “Mediator Dei”: “Sólo a los Apóstoles, y en adelante a aquellos a quienes sus sucesores han impuesto las manos, se concede la potestad del sacerdocio, en virtud de la cual representan la Persona de Jesucristo ante su pueblo, actuando al mismo tiempo como representantes de su pueblo ante Dios” (n. 40). Por tanto, en la Santa Misa, “el sacerdote actúa en favor del pueblo sólo porque representa a Jesucristo, que es Cabeza de todos sus miembros y se ofrece a sí mismo en lugar de ellos. De ahí que vaya al altar como ministro de Cristo, inferior a Cristo, pero superior al pueblo (San Roberto Belarmino, De missa II c.l.). El pueblo, por el contrario, puesto que no representa en ningún sentido al Divino Redentor y no es mediador entre él y Dios, no puede en modo alguno poseer la potestad sacerdotal” (n. 84).

Ahora bien, es indudable que los fieles presentes deben participar en el sacrificio del sacerdote en el altar con los mismos sentimientos que Jesucristo tuvo en la Cruz, y “junto con Él y por Él hagan su oblación, y en unión con Él ofrézcanse a sí mismos” (n. 80). Es decir, la participación de los fieles en la Santa Misa es unirse al Sacrificio de Jesús -que obra in Persona en el sacerdote ministerial-, a través del sacerdote ministerial, pero de ninguna manera poseen la potestad de realizar el Sacrificio por ellos mismos. Para evitar malentendidos, Pío XII reitera: “El hecho, sin embargo, de que los fieles participen en el sacrificio eucarístico no significa que también estén dotados de poder sacerdotal” (n. 82).

“Mediator Dei” enseña que “la inmolación incruenta en las palabras de la consagración, cuando Cristo se hace presente sobre el altar en estado de víctima, es realizada por el sacerdote y sólo por él, como representante de Cristo y no como representante de los fieles” (n. 92).

Por tanto, no se pueden condenar las misas privadas sin la participación del pueblo, ni la celebración simultánea de varias misas privadas en distintos altares, alegando erróneamente “el carácter social del sacrificio eucarístico” (n. 96).

Por un designio divino, Jesús instituyó simultáneamente el sacrificio eucarístico y el sacerdocio ministerial y concedió a sus ministros el privilegio exclusivo de renovarlo en los altares de forma incruenta hasta el fin de los tiempos. Si alguien pretendiera cambiar la Misa con el pretexto de “volver a un pasado más antiguo y original”, como el de los primeros cristianos, eso no sería un “enriquecimiento”[1], sino un empobrecimiento, ya que priva a la visión de la Iglesia sobre la Misa, de la luz procedente de las definiciones dogmáticas del Segundo Concilio de Nicea, del IV Concilio de Letrán, del Concilio de Florencia y sobre todo del importantísimo Concilio de Trento, así como de las intuiciones de muchos insignes gigantes de la teología y de la devoción eucarística, como Santo Tomás de Aquino, Roberto Belarmino, Leonardo de Port Maurice y Pedro Julián Eymard.

Es imprescindible recordar que en la Santa Misa, el fin principal es la adoración y glorificación de la Santísima Trinidad, Dios Uno y Trino, a Quien la Santa Iglesia le ofrece, por medio del sacerdote ministerial, el Santo Sacrificio del Altar, la Eucaristía, es decir, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, ya que esta es la verdadera y única ofrenda digna de la Trinidad y no el pan y el vino sin consagrar; el fin primario de la Santa Misa es entonces la adoración y glorificación de la Trinidad y nunca el fin subsidiario de santificar las almas, fin que es, precisamente, subsidiario y no principal.

En la Santa Misa, aunque está también presente su gloriosa Resurrección, puesto que en la Misa no comulgamos el Cuerpo muerto de Jesús el Viernes Santo, sino su Cuerpo glorificado, el centro del “misterio de la fe”, el centro del misterio de la Santa Misa se enfoca en la Pasión Redentora del Salvador, puesto que es, por definición, la “renovación incruenta y sacramental” del Santo Sacrificio de la cruz.

Otro elemento a tener en cuenta que, en la Santa Misa, según la teología católica, se hace hincapié y se enfatiza en el Sacrificio de Cristo en la cruz, sacrificio del cual la Santa Misa es su renovación incruenta y sacramental y en segundo lugar, solo en un segundo lugar, se hace mención al memorial, por lo que nunca se puede enfatizar el memorial en detrimento del sacrificio.

El Sacerdote ministerial no es “presidente de la asamblea”, sino aquel que, en carácter precisamente del sacerdote ministerial, ofrece el sacrificio in Persona Christi, es decir, es el único que representa a la Persona de Jesucristo ante el Nuevo Pueblo de Dios.

         La Santa Misa es un “sacrificio propiciatorio” y expiatorio por los pecados de los hombres, para salvar nuestras almas por medio de la Sangre de Cristo ofrecida al Padre y así evitar la eterna condenación en el Infierno; por lo tanto, la Santa Misa no es meramente la celebración jubilosa de la Alianza.

         Según los puntos esenciales de los dogmas definidos en el Concilio de Trento, la Santa Misa Una se deriva de la “lex orandi” de siempre, según la cual el catolicismo es la religión de un Dios infinitamente misericordioso que se apiada de los hombres destinados a la perdición eterna y para ello envía, por su Amor, el Espíritu Santo, a su Hijo, para que muriendo en la cruz aplacara la Ira divina, justamente encendida por los pecados de los hombres, pecados por los cuales los hombres deben hacer en esta vida un “mea culpa” perpetuo y reparar, ofreciendo principalmente el Santo Sacrificio del altar, la Santa Misa. Creer en otra cosa distinta es creer en otra fe, que no es la Santa Fe Católica; es pertenecer a otra iglesia, que no es la Santa Iglesia Católica.



[1] Como afirma erróneamente el cardenal Cantalamessa,

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