viernes, 21 de marzo de 2014


(Domingo III - TC - Ciclo A – 2014)
         “El que beba del agua que Yo le daré, nunca más tendrá sed” (Jn 4, 5-15 19-26 39-42). Jesús, cansado por el camino, se sienta al borde del pozo de Jacob. Se acerca una mujer samaritana para sacar agua del pozo y Jesús le pide agua para beber. La mujer samaritana se sorprende que Jesús le dirija la palabra, ya que Jesús es judío y los judíos y los samaritanos no se hablaban. Jesús le responde que si ella supiera quién es Él, sería ella quién le pediría quien le diera de beber, y Él le daría de beber un “agua viva”. La mujer samaritana, nuevamente sorprendida, responde que si el pozo es profundo y si Jesús no tiene nada para sacar agua, de dónde habría de sacar esa agua viva. En la respuesta, Jesús no le dice de dónde habrá de sacar el agua viva; aumenta aún más el misterio diciendo que “el que beba del agua que Él le dará”, “nunca más tendrá sed”, y que de él “brotarán manantiales hasta la vida eterna”. Entonces la mujer samaritana le pide que le dé de beber de esa agua viva.
         ¿Qué es esta “agua viva” que promete Jesús, que sacia la sed definitivamente, de una vez y para siempre?
         No se trata, obviamente, del agua común y corriente, del elemento líquido de la naturaleza, vital para el cuerpo y para la vida de los hombres y de la tierra. Se trata de algo vital para el hombre, pero que solo por analogía se le llama “agua viva” y es la gracia santificante: así como el agua, el elemento líquido de la naturaleza, es vital para la vida del hombre y para todo el planeta, así la gracia es vital para el alma humana, porque de la misma manera a como el cuerpo no sobrevive sin ingerir agua –muere luego de determinadas horas, según las condiciones del cuerpo y del ambiente-, así el alma muere sin la gracia santificante, y esa es la razón por la cual la Iglesia recomienda la confesión sacramental por lo menos una vez al año, porque es imposible conservar la vida de la gracia sin caer en pecado mortal, es decir, sin que el alma muera, sin el auxilio de la gracia.
         La sed corporal sirve de analogía para comprender cómo el alma tiene sed de Dios: así como el cuerpo experimenta sed naturalmente, por diversos motivos, ya sea porque realizó alguna actividad física, o bien por el solo hecho de mantener pasivamente la actividad metabólica de sus órganos, así también el alma experimenta sed, pero sed natural de cosas buenas, porque ha sido creada por Dios para el Bien y para la Verdad: el alma tiene sed de amor, de paz, de verdad, de belleza, de tranquilidad, de bondad, de alegría, de dicha, de felicidad, de justicia, y como todo esto lo encuentra solo en Dios, es la gracia la que le permite saciarse, en Dios, de todo lo bueno y lo verdadero. Cuando Jesús dice que Él dará una agua viva que saciará la sed, de manera tal que el que la beba ya no tendrá más sed y de Él brotarán manantiales hasta la vida eterna, está entonces hablando de la gracia santificante, porque es la gracia santificante la que nos une a Dios, haciéndonos partícipes de su Bondad, de su Verdad, de su Amor, y es en Él y solo en Él en donde encontramos la saciedad de bien, de verdad, de felicidad, de paz, de amor, y de todo lo bueno que desde el nacimiento traemos incorporado. Quien desee saciar su sed de felicidad en otras fuentes que no sea la gracia santificante, solo verá incrementada su sed, sin verla saciada nunca.

         “El que beba del agua que Yo le daré, nunca más tendrá sed”. ¿Adónde acudir para saciar nuestra sed de agua viva? Al costado abierto por la lanza, de donde mana no solo Agua, sino Sangre, la Sangre Preciosísima del Cordero. El que beba de la Sangre y del Agua que manan del Costado abierto de Jesús, traspasado por la lanza en la cruz, nunca tendrá sed, porque será saciado con el Amor de Dios.

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