(Domingo
III - TA - Ciclo B - 2020 – 2021)
“Yo
bautizo con agua, pero el Mesías que viene, los bautizará con el Espíritu Santo”
(cfr. Jn 1, 6-8. 19-28). Juan el
Bautista, que predica en el desierto, establece la diferencia entre él y el
Mesías: él, el Bautista, bautiza con agua, mientras que el Mesías bautizará con
el “Espíritu Santo”. Para entender qué significan las palabras del Bautista,
veamos las diferencias entre los dos bautismos. Antes de hacerlo, debemos
considerar cómo es el estado de cada alma que nace en este mundo, desde Adán y
Eva: toda alma nace con el pecado original y si pudiéramos ver al pecado
original con los ojos del alma, lo veríamos como una nube densa y muy oscura,
que envuelve y asfixia el alma. En esto consiste la “mancha” del pecado
original. Este pecado original es imposible de ser quitado o borrado del alma
con las solas fuerzas creaturales, sean del hombre o del ángel; en otras
palabras, sólo Dios puede quitar la mancha del pecado original y de cualquier
pecado.
Ahora
bien, el Bautista predica la conversión del alma, que del pecado tiene que
volverse a Dios; como símbolo de esta vuelta a Dios, el Bautista bautiza con
agua, ya que el agua es símbolo de purificación: así como el agua limpia y
quita la suciedad de las superficies, así el alma debe estar dispuesta a
quitarse de sí el pecado. Pero el bautismo del Bautista es sólo un bautismo de
orden moral, es decir, que se queda sólo en el plano de la voluntad, sin
ninguna incidencia ontológica, en el plano del ser. En otras palabras, su
bautismo se acompaña de los buenos deseos del alma de cambiar para bien, aunque
el agua sólo resbala en su cuerpo y no le quita la mancha del pecado, que es de
orden espiritual.
El
Mesías, por el contrario, bautizará con el Espíritu Santo, lo cual implica una
diferencia substancial con el bautismo del Bautista: si éste bautizaba sólo con
agua y el agua sólo puede limpiar el cuerpo pero no el alma, el bautismo del
Mesías, con el Espíritu Santo, purifica al alma al borrar el pecado con su omnipotencia
divina, de manera que el alma queda limpia y pura por la acción del Espíritu Santo;
es decir, el bautismo del Mesías afecta al plano ontológico, al plano del ser,
al plano de la substancia de la naturaleza humana, al quitarle,
espiritualmente, una mancha espiritual. Pero no queda ahí el efecto del
bautismo de Jesús: no sólo lo purifica, quitándole la mancha del pecado
original, sino que lo santifica, puesto que le concede la gracia santificante
y, con la gracia santificante, convierte al alma y al cuerpo del bautizando en
templo del Espíritu Santo y en morada de la Santísima Trinidad. Es decir,
además de purificarlo, lo eleva a morada suya, a morada de Dios Uno y Trino,
por acción de la gracia santificante.
Un
ejemplo gráfico también es el del oro purificado por el fuego: si al oro, que
está arrumbado, se lo trata de limpiar con agua, el oro continúa arrumbado,
pero si se le aplica fuego, entonces el herrumbre se le quita y el oro brilla
como nuevo: de la misma manera, el bautismo del Bautista no limpia el alma del
pecado, porque el agua sólo resbala por el cuerpo, mientras que el Mesías,
Cristo Dios, bautiza con el Espíritu Santo, que es Fuego de Amor Divino y que
en cuanto tal, elimina las impurezas del alma, del espíritu del hombre,
dejándolo purificado y brillante por su acción. Es éste bautismo el que ha
venido a traer el Mesías -que viene a nosotros como Niño recién nacido, para Navidad-; es éste el bautismo que hemos recibido en la Iglesia
Católica: el que nos quita la mancha del pecado original, nos concede la
gracia, convierte nuestros cuerpos en templos del Espíritu Santo, nuestras
almas en moradas de la Trinidad y nuestros corazones en altares de Jesús
Eucaristía.
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