(Ciclo
A – 2014)
“Era tal la alegría y la admiración de los discípulos, que
se resistían a creer” (Lc 24, 35-48).
El Evangelista destaca dos reacciones en los discípulos ante la aparición de
Jesús resucitado: “admiración” y “alegría”. Se trata de dos aspectos completamente
descuidados por los cristianos y que son los responsables del ateísmo y de la
secularización en la que ha caído el mundo moderno. La “admiración” es la
capacidad de contemplar la realidad y descubrir en ella el misterio que la
envuelve. Según Aristóteles, la admiración es el principio del filosofar; sin
admiración, el hombre solo mira la superficie de la realidad, sin adentrarse en
lo profundo, como el que navega por el mar, pero no se sumerge en él para
bucear en la profundidad. Si la admiración es necesaria en la vida natural, en
lo sobrenatural se da de modo espontáneo, puesto que la contemplación del Ser
trinitario provoca admiración en la creatura, dada la extraordinaria majestad y
hermosura que posee en sí mismo el Ser trinitario. Con respecto a la alegría,
es un aspecto que también ha sido descuidado por el cristianismo, puesto que
por lo general, el cristianismo ha sido presentado con un rostro demasiado
duro, sin alegría, o, en el extremo opuesto, con una alegría sosa, rayana en la
bobería y en la superficialidad, siendo los dos anti-testimonios del verdadero
cristianismo. En el caso de la escena evangélica, se dan el verdadero asombro y
la verdadera alegría, que son el asombro y la alegría sobrenaturales: los discípulos
contemplan a Jesús, resucitado y glorioso, y no caben en sí de la alegría y el
asombro; están tan maravillados, que no pueden creer lo que contemplan y esto
es lo que les sucede a los ángeles y a los santos en el cielo, en la visión
beatífica en el cielo: la contemplación del Ser trinitario, de su hermosura,
causa tanta admiración y gozo, que literalmente la creatura, sea angélica o
humana, sería aniquilada por el gozo y la alegría, si no fuera auxiliada por la
gracia. En otras palabras, para contemplar la hermosura de la Santísima
Trinidad, es necesario el auxilio de la gracia santificante, para no morir de
gozo y de alegría, y esto para el ángel y para el santo, no solo para el simple
mortal. De igual modo, los discípulos en el cenáculo, deben ser auxiliados por
la gracia, para no morir de la alegría.
“Era tal la alegría y la admiración de los discípulos, que
se resistían a creer”. Si alguien escribiera la reacción, al menos interior, de
los cristianos que adoran la Eucaristía -y de los que asisten a la Santa Misa, porque el que asiste a Misa, debe adorar la Eucaristía-, debería describir la misma reacción
experimentada por los discípulos ante Jesús resucitado. Y los que se encuentran
cotidianamente con los que adoran la Eucaristía -y asisten a Misa-, deberían experimentar la misma
alegría y el mismo asombro, como si se encontraran con Jesucristo en Persona,
porque la contemplación y adoración de Cristo tiene esa finalidad: la
transformación de la persona en Cristo: “Ya no soy yo, sino Cristo, quien vive
en mí” (Gal 2, 20). Esto es lo que
sucedía en los santos, en quienes se daba el triunfo completo de Cristo, porque
para eso ha venido Cristo: para que muera el hombre viejo y para que nazca el
hombre nuevo, el hombre regenerado por la gracia. En otras palabras, el que se
encuentra con un adorador -y con el que comulga la Eucaristía-, debería experimentar el gozo y la alegría de
encontrar al mismo Cristo.
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