“El
Paráclito les dirá dónde está el pecado, la justicia y el juicio” (Jn 16, 5-11). Los discípulos se
entristecen al saber que Jesús ha de partir “a la Casa del Padre”, pero Él les
dice que “les conviene” que Él parta, porque es la condición necesaria para el
envío del Espíritu Santo[1]. Cuando
Él envíe el Espíritu Santo junto al Padre –Él es el Hombre-Dios y Él, en cuanto
Hombre y en cuanto Dios espira, junto al Padre, el Espíritu Santo-, el Espíritu
Santo acusará al mundo de tres puntos: pecado, justicia y juicio. De pecado,
porque el Espíritu dará testimonio de que Jesús era el Mesías y así hará ver a
los judíos que cometieron un pecado de incredulidad, y es así como luego, en
Pentecostés, se convierten tres mil judíos (Hch
2, 37-41); el Espíritu dará testimonio de justicia, porque hará ver que Jesús
no era un delincuente, como injustamente lo acusaron, sino que es Dios Hijo encarnado;
y por último, en cuanto al juicio, el Espíritu Santo hará ver que, en la
batalla entablada entre Cristo y el Príncipe de las tinieblas, ha sido Cristo
Jesús el claro vencedor desde la cruz, aun cuando la cruz aparezca, a los ojos
humanos y sin fe, como símbolo de derrota, y la prueba de que la cruz es
triunfo divino, es la destrucción de la idolatría y la expulsión de los
demonios de los poseídos[2] (Hch 8, 7; 16, 18, 19, 12), allí donde se
implanta la cruz.
“El
Paráclito les dirá dónde está el pecado, la justicia y el juicio”. El Espíritu
Santo es el Espíritu de la Verdad; en Él no solo no hay engaño, sino que Él es
la Verdad divina y es a Él a quien hay que implorar que nos ilumine, para
caminar siempre guiados bajo la luz trinitaria de Dios, porque si no nos
ilumina el Espíritu Santo, indefectiblemente, antes o después, somos envueltos por las tinieblas
de nuestra razón y por las tinieblas del infierno, y ambas tinieblas nos
envuelven en el pecado, en la injusticia, y en el juicio inicuo.
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