“Seréis juzgados con el
criterio con el que juzguéis” (Mt 7,
1-5). Jesús hace notar que Dios aplicará para con nosotros el mismo criterio
que nosotros mismos usamos para juzgar a nuestro prójimo: si somos
misericordiosos en nuestro juicio -buscando de vivir el deber de caridad,
evitando atribuir malicia a la intención del prójimo, aún cuando el hecho sea
objetivamente malo en sí mismo, el cual, por otra parte, es necesario juzgar-, recibiremos
misericordia; por el contrario, si somos inmisericordiosos y lapidamos al
prójimo con nuestro juicio, entonces tampoco recibiremos misericordia de parte
de Dios.
De esto se ve la importancia
trascendental del juicio que emitimos sobre el prójimo, ya que en él se juega
nuestro propio destino eterno.
La razón de su importancia
es que detrás de la emisión de un juicio, hay dos espíritus distintos: en el
juicio misericordioso, está el Espíritu de Dios; en el juicio sin misericordia,
no siempre se origina en el espíritu maligno, el ángel caído, Satanás, porque
puede originarse en el mismo hombre, pero en este tipo de juicios puede
fácilmente introducirse el espíritu del ángel caído.
En otras palabras, los
dichos y juicios de una persona expresan el espíritu que las anima y origina:
si son palabras de misericordia, de comprensión, de indulgencia, es señal de la
presencia, en esa persona, del Espíritu Santo; si en sus juicios, por el
contrario, hay maledicencia, calumnias, juicios sin misericordia, es señal de
que esa persona escucha y repite lo que le dicta el espíritu del mal, el ángel
caído.
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