“Esta pobre viuda dio de lo que tenía para
vivir” (Lc 21,
1-14). Mientras un grupo de personas adineradas está haciendo grandes
donaciones en el templo, se acerca a ellos una viuda pobre que deposita sólo
dos monedas de cobre.
Visto con ojos humanos, la viuda pobre
pasa desapercibida, porque frente a la cantidad de dinero depositado por los
ricos, su ofrenda es menos que insignificante. Para los hombres, que juzgan
siempre por las apariencias, la ofrenda de la viuda no tiene valor, mientras
que las ofrendas de los ricos sí son dignas de tener en cuenta.
Sin embargo, el juicio de los hombres
sobre las intenciones del prójimo es siempre erróneo y falso, porque el hombre
no tiene la capacidad de escrutar el fondo del alma y la raíz metafísica del
ser, como sí la tiene Jesús, puesto que Él es la Segunda Persona de la
Santísima Trinidad. A diferencia de los hombres, que siempre se equivocan, el
que juzga sin jamás equivocarse, es Jesús, porque en cuanto Dios, Él ve en lo
más profundo y recóndito del alma. Cada ser humano está ante su Presencia, y
nada del alma, ni siquiera el pensamiento más pequeño, se le escapa, y es esto
lo que hace a sus juicios certeros e infalibles.
Éste es el motivo del elogioso juicio
de Jesús a la viuda pobre: en su
indigencia, dio de lo que tenía para vivir, mientras los demás daban de lo que
les sobraba. En otras palabras, Jesús basa su juicio sobre la viuda en aquello
que ve en el interior del alma de esta mujer, algo que no encuentra en los
ricos que hacen las ofrendas. ¿Qué es lo que ve Jesús, que está presente en la
viuda y ausente en los ricos? Jesús ve la grandeza de la fe y del amor a Dios
que hay en la viuda, fe y amor que la llevan a donar no de lo que le sobra,
sino de lo que tiene para vivir. La pobreza material se contrapone con la
enorme riqueza espiritual que suponen la presencia de fe y de amor a Dios, que
a su vez son los que la conducen a donar a Dios toda su fortuna material, aún
cuando esta sea objetiva y económicamente insignificante. De modo inverso
sucede con los ricos que depositan grandes sumas de dinero: aunque la ofrenda
en sí misma, objetiva y materialmente, es muy valiosa, valen menos que la
ofrenda de la viuda, porque no los mueve ni la fe ni el amor a Dios, sino su
propio orgullo, ya que lo que pretenden, al hacer las donaciones en el templo,
es ser vistos, halagados y ensalzados por los hombres.
“Esta
pobre viuda dio de lo que tenía para vivir”. Si el mismo Jesús en Persona
halaga a la viuda pobre, entonces todo cristiano está llamado a imitarla,
puesto que el halago proviene del mismísimo Dios Hijo en Persona, y es así que
el ejemplo de la viuda pobre tiene que ser el parámetro comparativo con el cual
medir la propia donación material.
Pero hay otro ejemplo más en la viuda,
además de cómo tiene que ser el don material: en las dos monedas de cobre,
insignificantes en sí mismas, está representada nuestra humanidad, alma y
cuerpo, que se ofrenda en Cristo ante el altar de Dios, por eso, nuestra
oración en la Santa Misa podría ser así: “Señor, acepta la humilde ofrenda de
mi don, mis dos monedas de cobre: mi cuerpo y mi alma; dispón de ellos como te
parezca, ya que todo lo que soy en la vida, te lo ofrezco a Ti, en señal de
amor y adoración”.
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