“No
hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado” (Mc 11, 11-26). Jesús expulsa a los mercaderes del templo, movido
por una más que justa indignación e ira, y lo hace de modo intempestivo: “Jesús
entró en el Templo y comenzó a echar a los que vendían y compraban en él.
Derribó las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores de palomas, y
prohibió que transportaran cargas por el Templo”. La razón de su ira santa
queda expuesta en sus propias palabras: “¿Acaso no está escrito: Mi Casa será
llamada Casa de oración para todas las naciones? Pero ustedes la han convertido
en una cueva de ladrones”. Y en el Evangelio de Juan dice: “Quitad esto de
aquí. No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado” (2, 13-25). Con su
actitud y sus palabras, Jesús revela que Él es el Hijo de Dios, pues lo llama “mi
Padre”, y es Dios como el Padre, puesto que llama al templo “mi Casa” y “Casa
de mi Padre”. Queda así revelada su condición divina y la razón que justifica
ampliamente su ira: a la Casa de Dios se va a orar, pero la han convertido en “mercado”,
lo cual, además de constituir la compra-venta una acción extemporánea, por
cuanto está fuera de lugar, ya que no es el lugar indicado para hacerlo, ofende
a Dios porque expresa, en quien lo hace, la primacía del dinero por encima del
amor debido a Dios.
Jesús
actúa, por lo tanto, con toda justicia, desalojando a quienes, a sabiendas, han
profanado “su Casa” y “Casa de su Padre”. Pero además del hecho real con su
significación directa, hay un sentido figurado, puesto que cada elemento de la
escena evangélica corresponde a una realidad sobrenatural: el templo representa
el cuerpo y el alma del cristiano que, por la gracia, se convierte en “templo
de Dios” y que, por el pecado, desplaza a Dios de su altar, el corazón, para
entronizar algún ídolo, sea el dinero o algún amor profano y mundano; los
animales irracionales –con la falta de higiene y la irracionalidad- representan,
a su vez, a las pasiones que, sin el control de la razón y de la gracia,
contribuyen a profanar el cuerpo y el alma del cristiano, “templo de Dios”; los
cambistas con sus mesas de dinero, por último, representan a los cristianos
que, seducidos por los bienes materiales, desplazan a Dios de sus corazones,
emplazando en su lugar al dinero y sirviendo a Satanás, su dueño.
“No
hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado”. La advertencia de Jesús no
es solo para los fariseos, sino sobre todo para nosotros. Estemos atentos,
entonces, para no profanar el cuerpo y el alma, puesto que desde el Bautismo,
han sido convertidos en templos de Dios, en donde inhabita el Espíritu Santo y
en cuyo altar, que es el corazón, sólo debe ser adorado Jesús Eucaristía.
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