(Domingo
III - TC - Ciclo B – 2021)
“Jesús hizo un látigo (…) expulsó a los mercaderes del
Templo” (Jn 2, 13-25). El Evangelio
nos muestra a un Jesús un tanto distinto al de otras ocasiones: aquí no es el
Jesús misericordioso y bondadoso, que se compadece del dolor humano y cura
enfermedades y resucita muertos. Aquí se trata de un Jesús distinto, el mismo
Jesús, pero con una faceta no mostrada antes: su ira, que al ser la ira del
Hombre-Dios, no es una ira en modo alguno pecaminosa, como la del hombre o la
del demonio, sino que es la justa ira de Dios encarnado, encendida al comprobar
en persona cómo el Templo ha sido convertido en una “cueva de ladrones” y en un
refugio de animales, cuando la función central y única del Templo es el
recogimiento del alma en el silencio y en la oración, para adorar a Dios en su
altar. Es la perversión de esta función del Templo y también del altar lo que
enciende la justa ira de Jesús, que así expulsa a los mercaderes, los cuales se
habían apropiado de un lugar que no les pertenecía, para desarrollar
actividades que no debían ser desarrolladas de ninguna manera en ese lugar
sagrado.
La
expulsión de los mercaderes del Templo fue un hecho real, es decir, sucedió en
un tiempo determinado, pero es también una prefiguración de realidades
celestiales y sobrenaturales. En efecto, en los mercaderes del Templo están
prefigurados la ambición, la avaricia, la codicia, es decir, el deseo
desordenado de los bienes materiales, que llega hasta el extremo de adorar al
dinero, convirtiéndolo en un ídolo; los animales, con su irracionalidad y con
sus funciones fisiológicas, representan a las pasiones desordenadas, que obran
fuera del control tanto de la razón humana como de la gracia santificante; el
Templo es figura del cuerpo del bautizado, predestinado por Dios para ser
morada de la Santísima Trinidad y Templo del Espíritu Santo, en tanto que el
corazón del hombre está prefigurado por el altar del Templo, en donde se debe
adorar solo y exclusivamente al Cordero de Dios, Cristo Jesús. El deseo
desordenado del dinero y las pasiones descontroladas son colocadas por el
hombre pecador en el altar de su templo, es decir, en el corazón, para ser
adorados, cuando el único que debe ser adorado en el corazón humano es Jesús
Eucaristía.
Otro
elemento que debemos considerar es que la expulsión de los mercaderes del
Templo prefigura la acción de la gracia santificante, que restituye la función
primigenia del corazón dada por la Trinidad, que es la adoración del Cordero
Místico, el Hombre-Dios Jesucristo.
Cuando
ingresa en nuestras almas por la gracia santificante, Jesús destruye nuestros
ídolos –el dinero, el placer, el poder, el tener-; Jesús con su gracia domina y
controla las pasiones desordenadas; Jesús con su gracia restituye la función
primigenia del cuerpo del bautizado, que es ser “templo del Espíritu Santo” y
“Casa de oración”; Jesús restituye la función del corazón del hombre, destinado
por la gracia a ser altar en donde se adore al Cordero de Dios, Jesús
Eucaristía.
Por
último, la ira santa de Jesús es también prefiguración del Día de la Ira de Dios,
el Día del Juicio Final, en el que Jesús, como Justo Juez, juzgará a la
humanidad, conduciendo a los elegidos al Reino de Dios y condenando a los
réprobos al Infierno eterno, en donde compartirán una eternidad de dolores y
tormentos con los ángeles caídos y el cabecilla de los ángeles apóstatas,
Satanás. Al contemplar esta escena de la expulsión de los mercaderes del Templo
por parte de Jesús, pidamos la gracia de no encontrarnos a la izquierda de
Jesús, entre los réprobos, en el Día del Juicio Final, para lo cual debemos
hacer el propósito de vivir –y sobre todo morir- en estado de gracia
santificante.
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