Las Bienaventuranzas
de Jesús (Lc 6, 20-26) encierran una paradoja: cuanta mayor infelicidad experimente un alma en este mundo, mayor felicidad experimentará en la otra vida, y
puesto que las Bienaventuranzas tienen su contrapartida en los "ayes",
se sigue también que, a mayor felicidad mundana, mayor desdicha sufrirá
en la otra vida. Para poder entender esta paradoja, hay que interpretar las
Bienaventuranzas -y también los "ayes"- no con ojos humanos, sino con
los ojos de Dios, y como Dios nos mira a nosotros y al mundo solamente a través
de la Cruz de Jesús, entonces es a la luz de la Cruz en donde debemos leer el
camino que nos señala Dios para nuestra eterna felicidad.
Es a la luz de la
Cruz de Jesús que se entiende la felicidad de la pobreza, pobreza que hace adquirir
la riqueza del Reino de los cielos, porque Jesús en la Cruz es el Sumo
Indigente, que despojado de todo bien material -nada le pertenece: ni el paño
con el que se cubre pudorosamente, ni la corona de espinas, ni los clavos, ni
el madero de la cruz-, muere para dar muerte a la muerte y para concedernos la más grande fortuna que ni siquiera puede ser imaginada: la Vida eterna, la vida de los hijos de Dios.
Es a la luz de la
Cruz de Jesús que se entiende que sean felices los hambrientos, los que tienen
hambre y sed de justicia, porque Jesús en la Cruz padece hambre y sed: hambre
de almas y sed del amor humano, y con su hambre y sed repara y expía por los amores mundanos y pecaminosos, al tiempo que santifica los amores puros de los hombres justos que, unidos a Él en la Cruz, se hacen merecedores
del Amor divino.
Es a la luz de la
Cruz de Jesús que se entiende que sean felices los que lloran, porque Jesús en
la Cruz llora lágrimas de sangre, acongojado y entristecido por la dureza del
corazón humano, y así con sus lágrimas lava las impurezas de los corazones
endurecidos y les concede lágrimas de conversión y de arrepentimiento, haciéndolos merecedores de las eternas alegrías de la Casa del
Padre.
Es en la Cruz de
Jesús que se entiende que quien sea odiado, excluido, insultado y proscripto, y
considerado infame a causa de Él, sea exaltado en lo más alto del cielo, porque
Él muere en la Cruz odiado, excluido, insultado, proscripto, para destruir con su Cuerpo el "muro de odio" que
separa a los hombres (cfr. Ef 2, 14-15), y así abrir las puertas del
cielo a quienes se asocien a Él en la soledad del Calvario.
Y es también a la
luz de la Cruz de Jesús que se entiende que los ricos sean objeto de los "ayes", aunque no se refiera tanto a los ricos
materialmente hablando, sino ante todo a aquellos que, a causa de su soberbia, se enriquecen vanamente con su ego, dejando de lado a Dios y considerando que no tienen necesidad de Él, convirtiéndose así en los ricos del Apocalipsis, ricos que a los ojos de Dios son "miserables, pobres,
ciegos y desnudos", y que serán vomitados de la boca de Jesús al final de los
tiempos (cfr. Ap 3, 14-22), a menos que compren a tiempo "oro refinado
en fuego" -es decir, que obren obras de misericordia-, vestiduras blancas
-la gracia santificante- y colirio para los ojos -la fe en Cristo Jesús-.
Jesús proclama las Bienaventuranzas desde la Cruz, y es en la Cruz entonces en donde debemos aprender a ser felices, pero es en la
Eucaristía en donde Él se nos dona en Persona para concedernos de su propia alegría y hacernos felices con su propia felicidad; en la Eucaristía, Jesús está a las puertas de nuestro corazón, y toca la puerta porque
quiere entrar; si le abrimos con el Espíritu de las Bienaventuranzas, nos hará
sentar con Él en su trono, es decir, nos dará la más grande de las
Bienaventuranzas, la contemplación en el Amor de Dios Uno y Trino.
No hay comentarios:
Publicar un comentario