viernes, 12 de septiembre de 2014

“No te digo que perdones hasta siete veces, sino setenta veces siete”


(Domingo XXIV – TO – Ciclo A – 2014)
         “No te digo que perdones hasta siete veces, sino setenta veces siete” (Mt 18, 21-35). Pedro, llevado por la casuística rabínica, que consideraba al número siete como perfecto, pregunta si debe perdonar las ofensas del prójimo hasta siete veces: de esta manera, llegada a la octava ofensa, el justo quedaba eximido del perdón y en vez del perdón podía aplicar la venganza. Para su sorpresa, Jesús le responde: “No te digo que perdones hasta siete veces, sino setenta veces siete”, con lo cual le quiere decir: “siempre”. El cristiano, por lo tanto, en virtud de la Ley Nueva de la caridad de Cristo, está obligado, por esa ley del amor, a perdonar siempre a su prójimo, aun cuando esa ofensa se repita en el tiempo, es decir, aun cuando esa ofensa se renueve día a día, todos los días de su vida, porque el perdón cristiano no está condicionado por la magnitud de la ofensa recibida.
         ¿Cuál es el fundamento del perdón cristiano? Primero, podemos considerar cuáles no son los fundamentos del perdón: no son ni el paso del tiempo –perdono porque ya pasó mucho tiempo-, ni la bondad del corazón del hombre –perdono porque soy bueno-, ni porque la ofensa fue reparada –perdono porque me pagaron moral o materialmente la ofensa que me hicieron-; tampoco es fundamento del perdón cristiano el que me vengan a pedir perdón: perdono porque me pidieron perdón; tampoco el hecho de que haya cesado la causa de la ofensa -perdono porque ya no me ofenden más. Ninguno de estos motivos constituyen el fundamento del perdón cristiano, porque estos son motivos meramente humanos, naturales. El fundamento del perdón, por parte del cristiano, viene de lo alto, del cielo. Para saber de dónde viene, el cristiano debe, en primer lugar, arrodillarse ante Jesús crucificado y elevar sus ojos hacia Él y hacia la Virgen de los Dolores, que está de pie, al lado de la cruz, al lado de su Hijo que agoniza en la cruz. Sólo así, en la oración ante Cristo crucificado, el cristiano comprenderá el fundamento de porqué tiene que perdonar a su prójimo “setenta veces siete”, es decir, siempre, independientemente de la magnitud de la ofensa recibida, e independientemente de la duración en el tiempo de esa ofensa: el cristiano tiene que perdonar hasta "setenta veces siete", es decir, infinitas veces, a su prójimo, porque infinito es el perdón que ha recibido él mismo desde la cruz, por parte de Jesucristo. Y no solo Jesucristo lo ha perdonado: también lo han perdonado la Virgen -le perdona que le haya matado al Hijo de su Amor- y Dios Padre -le perdona que le haya matado a su Hijo Único, al que Él había enviado a encarnarse en el seno de María-. Al pie de la cruz, el cristiano comprende que ha recibido un triple perdón, de origen celestial, y que ése es el fundamento por el cual él no tiene ninguna excusa, de ningún motivo, para no perdonar a su prójimo, cualquiera sea la ofensa que éste le haga, aún si éste le hace la máxima ofensa que puede cometer un hombre contra otro, como es el de arrebatarle la vida: ha recibido el perdón de Jesucristo, que lo perdona desde la cruz; ha recibido el perdón de la Virgen, que está al pie de la cruz, al lado de su Hijo que agoniza por sus pecados, pero en vez de clamar venganza a la Justicia Divina por la muerte de su Hijo, clama perdón para el pecador; por último, el pecador ha recibido, desde el cielo, el perdón de Dios Padre, que lejos de descargar, como debería hacerlo, todo el peso de la Justicia Divina, porque le ha asesinado a su Hijo Unigénito, envía al Espíritu Santo, al Amor Divino, como sello y prenda del perdón para el pecador, que se derramará sobre los hombres junto con la Sangre del Cordero, cuando el Corazón de su Hijo sea traspasado por la lanza del Soldado romano.
         Arrodillado ante Cristo crucificado, el cristiano comprenderá entonces, que Cristo lo perdona, que la Virgen lo perdona y que Dios Padre lo perdona, y todavía más, que Dios Padre no solo lo perdona, sino que junto con Dios Hijo, le envía el Espíritu Santo, por medio de la Sangre que brota del Corazón traspasado de su Hijo Jesús en la cruz. Y es así como, arrodillado al pie de la cruz, el cristiano recibe de parte de Dios Padre el don inapreciable de la Sangre del Cordero que cae sobre su cabeza, quitándole sus pecados y lavándole la malicia de su corazón, porque la Sangre del Cordero es portadora del Espíritu Santo; Jesús es el Cordero “como degollado” del Apocalipsis (1, 5) cuya Sangre purifica y lava el alma, quitándole la negrura y el hedor del pecado, dejándola resplandeciente y perfumada con el perfume de la gracia divina.
Quien es consciente de que la Sangre del Cordero cae sobre él para quitarle sus pecados y concederle la vida nueva, la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios –esto es lo que sucede en el Sacramento de la Confesión-, no puede, de  ninguna manera, volver a manchar su alma con el pecado de la venganza y del rencor, del enojo y de la impaciencia, levantando su mano o su voz, o generando pensamientos y sentimientos de enojo contra su prójimo; si así lo hace, vuelve a manchar su alma, que había quedado limpia y brillante por la acción de la Sangre del Cordero y su alma y su corazón vuelven a quedar contaminados con la mancha pestilente del pecado de la venganza, del enojo y del rencor, es decir, de la falta del perdón, y así el cristiano, arrojando por el piso la corona de luz y de gloria que Cristo le había conseguido al precio de su Sangre derramada por su sacrificio en la cruz, vuelve a convertirse en enemigo de Dios y en enemigo de su prójimo, y todo por negarse a perdonar a su prójimo, es decir, por cometer el pecado de orgullo, el mismo pecado que cometió Satanás en el cielo y que le valió ser expulsado de la presencia de Dios para siempre.
         Entonces, el cristiano puede elegir entre perdonar, y así convertir su corazón en un nido de luz, en donde vaya a posarse la dulce paloma del Espíritu Santo, con lo cual el cristiano se convertirá en un foco que irradiará luz, amor, paz, serenidad, alegría, justicia, o puede el cristiano elegir el no recibir el perdón de Cristo en la cruz, y quedarse con su rencor y no perdonar a su vez a su prójimo enemigo, convirtiendo a su corazón en una cueva oscura y negra, adonde vayan a refugiarse toda clase de alimañas –escorpiones, arañas- y animales salvajes –lobos, chacales-, convirtiéndose en un foco de discordia, de desunión, de enfrentamiento y también en enemigo de Dios.
         “No te digo que perdones hasta siete veces, sino setenta veces siete”. Jesús nos manda a perdonar hasta “setenta veces siete”, es decir, siempre, independientemente de la magnitud de la ofensa recibida; nos manda “amar a nuestros enemigos” (cfr. Mt 5, 43-45); nos manda “bendecir a los que nos odian”; nos manda “hacer el bien a los que nos persiguen”, porque solo así estaremos participando de su cruz; solo así estaremos lo estaremos imitando a Él en su mansedumbre y en su humildad; sólo así nuestro corazón será transformado, por la gracia, en una imagen y en una copia viviente de su Sagrado Corazón, “manso y humilde”; sólo así se hará realidad en nuestras vidas lo que Jesús quiere de nosotros, que seamos como Él: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29); sólo así, la ofensa que hemos recibido de parte de nuestro prójimo, y que fue permitida por Dios, para que crezcamos en la santidad y para que seamos perfectos en el Amor, es decir, para que seamos una copia viviente del Sagrado Corazón de Jesús y una imitación viva del Inmaculado Corazón de María, por el Amor y la mansedumbre, será realidad, porque nuestro corazón, al perdonar a nuestro prójimo, se convertirá en un nido de luz, en donde vendrá a reposar la dulce paloma del Espíritu Santo, que lo inhabitará y lo colmará con sus dones y lo perfumará con su Presencia, y así nuestro corazón podrá irradiar la santidad divina: amor, paz, luz, alegría, justicia, fortaleza, templanza. De esa manera, comprenderemos que si Dios permitió que nuestro prójimo nos ofendiera, era para que participáramos de la cruz de Jesús, y que cuanto más grave era la ofensa, era porque nos quería más cerca de la cruz de Jesús. Al perdonar a nuestro prójimo en nombre de Jesús, nuestro corazón se vuelve, por lo tanto, en una imagen y en una copia perfecta del Sagrado Corazón de Jesús y del Inmaculado Corazón de María, y el plan de Dios Padre para nosotros, se hace realidad, porque el Espíritu Santo viene a inhabitar en él, porque se convierte en un nido de luz, que atrae a la dulce paloma del Espíritu Santo, enviada por Dios Padre.
De lo contrario, si nos rehusamos perdonar, habremos perdido esta oportunidad, ya que el corazón se convierte en una cueva negra, oscura, fría, refugio de alimañas y animales salvajes; refugio de escorpiones, de arañas venenosas, de serpientes, de lobos y chacales, es decir, refugio de ángeles caídos, que comienzan a destilar su odio angélico, preternatural, que se traduce en pensamientos negativos de venganza, de resentimiento, de odio, de rencor, de malicia, que buscan la destrucción de nuestro prójimo y que blasfeman contra Dios en todo momento.
“No te digo que perdones hasta siete veces, sino setenta veces siete”. Jesús no nos obliga a llevar la cruz, porque Él nos dice: “El que quiera seguirme, que cargue su cruz de cada día y me siga” (Mt 16, 24); Jesús no nos obliga a perdonar; Jesús no cambiará nuestra libre decisión de perdonar o de no perdonar, pero tenemos que saber que si no perdonamos, no somos misericordiosos, y por lo tanto, nos alejamos en una dirección que es la diametralmente opuesta a la dirección de la cruz, es decir, de la salvación ofrecida por Dios Uno y Trino y Dios no intervendrá en nuestra libre decisión, pero si no perdonamos a nuestros enemigos, nos hacemos reos de la Justicia Divina y por lo tanto, reos de muerte y de muerte eterna, ya que eso es lo que dice la Escritura: “Delante del hombre están la muerte y la vida, lo que él elija, eso se le dará” (Eclo 17, 18). Quien elige no perdonar, se aparta de la Misericordia Divina, y elige pasar por la Puerta de la Justicia Divina. Por el contrario, quien elige perdonar a su prójimo, elige también, para sí mismo, la Misericordia Divina, pero lo más importante de todo, es que configura su corazón al Corazón misericordioso del Hombre-Dios Jesucristo.


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