“Perdona
hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21-35).
Para entender el mandato de Jesús de perdonar “hasta setenta veces siete” a
nuestros prójimos que nos ofenden, ayuda mucho meditar acerca de la simbología
contenida en la parábola del rey que perdona a su súbdito una cuantiosa deuda,
el cual a su vez no quiere perdonar a un prójimo que le es deudor también, pero
de una deuda mucho más pequeña. En la parábola, el rey que perdona una deuda
enormemente grande, es Dios Padre, que perdona a la humanidad y a cada hombre
en particular, la deuda enorme –infinita- que supone cada pecado cometido y que
ofende su divina majestad: la deuda es insalvable por parte del hombre, y lo
que hace es directamente condonar la deuda al hombre, a todo hombre, entregando
a su Hijo Jesús a morir en el sacrificio de la cruz. En cierta manera, Dios perdona
la deuda –el pecado del hombre-, pero la paga Él mismo, y a un precio altísimo,
la Sangre Preciosísima del Cordero de Dios, degollado en la Cruz. El deudor al
cual el rey le condona la deuda, como vemos, es el hombre, todo hombre, toda la
humanidad, desde Adán y Eva, hasta el último hombre nacido en el último día. La
deuda contraída por el hombre –el pecado- es imposible de saldar, pero el rey
de la parábola, que es Dios, le perdona la deuda a su súbdito, el hombre, sin
pedirle que le devuelva; lo único que quiere es que él, a su vez, haga lo mismo
con su prójimo. En otras palabras, ese deudor, a quien el rey le perdona la
deuda, somos todos y cada uno de nosotros, porque Jesucristo ha muerto en la
cruz por todos los hombres y lo único que Dios quiere de nuestra parte, en
contraprestación por la deuda saldada, es que nosotros seamos igual que Él, que
lo imitemos en su misericordia sin límites y perdonemos las deudas que nuestros
prójimos contraen con nosotros, cuando nos hacen algún mal. El tercer protagonista
de la parábola, el prójimo del súbdito al que el rey le perdonó la deuda, es un
prójimo cualquiera que, por algún motivo, es nuestro deudor, porque nos ha
provocado algún mal. Cuando no perdonamos, somos como el súbdito desagradecido,
que hace encarcelar a su prójimo por una deuda insignificante, y esto es lo que
provoca la indignación, del rey de la parábola, y de Dios en la realidad. La deuda
que el prójimo contrae con nosotros, aun cuando nos provocara el mayor mal o
daño que un hombre puede contraer con otro, es casi inexistente, cuando se
compara en magnitud con la deuda que nosotros contraemos con Dios con cualquier
pecado –mucho más grande cuanto más grande es el pecado-, y lo que Dios espera
de nosotros, es que nosotros, por misericordia, como Él obró con nosotros, “perdonemos
a nuestros deudores”, tal como lo decimos en el Padrenuestros. El valor de la Sangre
de Cristo, derramada por todos y cada uno de nosotros, es incalculable y de
valor infinito, de ahí que alcance, por así decir, para saldar la deuda que el
prójimo contrae con nosotros al infligirnos algún mal. Si Dios nos perdonó al
precio de la Sangre del Cordero, no tenemos excusas para no hacer lo mismo con
nuestro prójimo, cualquiera sea la deuda que éste contraiga con nosotros.
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