“Perdona setenta veces siete” (Mt 18, 21–19, 1). Pedro pregunta a Jesús si debe perdonar a su
prójimo “siete veces”, puesto que éste era el número perfecto para los hebreos;
además, una vez superadas las siete veces, se pensaba que a la octava vez ya se
podía aplicar la ley del Talión –“ojo por ojo, diente por diente”- para con el
prójimo que cometía la ofensa. La respuesta de Jesús deja perplejo a Pedro y
establece cómo ha de ser en adelante el perdón cristiano hacia el prójimo
considerado enemigo, al tiempo que deja abolida la ley del Talión: Jesús dice
que se debe perdonar al prójimo que nos ofende “siete veces siete”, lo cual
significa, en la práctica, siempre, es decir, todo el día, todos los días, si
la ofensa se repitiera todo el día, todos los días.
El fundamento del perdón cristiano se encuentra en la Santa Cruz:
es allí donde Dios Padre nos perdona, en Cristo Jesús, nuestros innumerables
pecados, al lavarnos con la Sangre de su Hijo, que se nos derrama en nuestras
almas por el Sacramento de la Penitencia. Esto significa que si Dios nos
perdona a nosotros, siendo sus enemigos, en la Cruz y cada vez que nos
acercamos al Sacramento de la Confesión, con un perdón que ha costado la Sangre
de su Hijo y que por lo tanto es un perdón basado en el Amor infinito, divino y
eterno de Dios, nosotros, pobres creaturas, no tenemos ninguna excusa para no
perdonar a nuestro prójimo que nos ofende, con el mismo perdón con el que somos
perdonados por Dios en Cristo Jesús.
Para ejemplificar tanto el perdón divino como nuestra mala
predisposición a perdonar al prójimo, Jesús narra la parábola del siervo que
debía una inmensa fortuna al rey: llamado por este para que le salde la deuda,
el deudor suplica el perdón de la deuda, a lo que accede el rey, perdonándole
todo lo que debía, pero cuando el hombre, que acababa de ser perdonado sale y
se encuentra a su vez con alguien que le debía una pequeña suma de dinero, lo
hace apresar porque no tenía con qué pagarle la deuda. Al enterarse el rey,
ordena a este hombre malvado, que no perdonó a su prójimo, que lo traigan ante
su presencia y, en castigo, ordena que lo pongan en la cárcel hasta que cumpla
todo lo que debe, cancelando el perdón de la deuda que había concedido antes. En
el rey que perdona una deuda imposible de pagar, está figurado Dios Padre,
quien nos perdona, por la Sangre de su Hijo Jesús derramada en la Cruz, la
deuda imposible de pagar por parte nuestra, que es el pecado; en el hombre
perdonado pero que a su vez no perdona a su prójimo, estamos figurados nosotros
cuando, habiendo recibido el perdón de los pecados por el Sacramento de la Penitencia,
al salir de la Iglesia nos encontramos con un prójimo que nos debe algo o nos
causó algún daño y nos negamos a perdonarlo, exigiendo, en vez del perdón, la
justicia para con él. Ese hombre que, a pesar de haber sido perdonado, se
muestra rencoroso y malvado, somos nosotros, toda vez que nos negamos a
perdonar “setenta veces siete”, como nos manda Jesús.
“Perdona setenta veces siete”. ¿De dónde sacar el amor con
el cual perdonar a nuestro prójimo? De la contemplación de Cristo crucificado,
considerando cómo Dios Padre nos perdona siendo nosotros sus enemigos y
alimentándonos del Amor del Sagrado Corazón de Jesús, contenido en la Sagrada
Eucaristía. Sólo así podremos perdonar “setenta veces siete”, como nos manda
Jesús.
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