viernes, 16 de octubre de 2015

“¿Podéis beber del cáliz que Yo beberé?”. “Podemos””


(Domingo XXIX - TO - Ciclo B – 2015)

         “¿Podéis beber del cáliz que Yo beberé?”. “Podemos” (Mc 10, 35-45). Santiago y Juan piden a Jesús puestos de honor en el cielo; en su respuesta, Jesús responde con otra pregunta: “¿Podéis beber del cáliz que Yo he de beber y recibir el bautismo que Yo he de recibir?”. Santiago y Juan le responden: “Podemos”. Luego, los restantes discípulos se disgustan con Santiago y Juan.
Para entender este pasaje, tenemos que considerar las tres partes del mismo, comenzando por el pedido que hacen los hermanos: piden un puesto de gloria en el cielo: “sentarse a la derecha e izquierda de Jesús", cuando Él haya resucitado. Santiago y Juan no piden puestos de poder mundano: piden puestos en la gloria del cielo, que es radicalmente opuesta a la gloria del mundo.
En la segunda parte del pasaje, lo que debemos considerar es la pregunta con que Jesús responde a la pregunta de Santiago y Juan:.Jesús les advierte que Él está por “beber del cáliz” amargo de la Pasión, porque será traicionado, condenado a muerte, flagelado, coronado de espinas, insultado y morirá en la cruz y eso es lo que les quiere decir cuando les pregunta: “¿Podéis beber del cáliz que Yo he de beber?”; también, en la pregunta, Jesús les advierte a Santiago y Juan que Él está por recibir un bautismo, pero es el bautismo en su Sangre, porque su Cuerpo recibirá tantos latigazos, tantos golpes y su Cabeza será coronada con espinas tan grandes y filosas, que la Sangre que brote de su Cabeza herida bañará su Rostro, su espalda, su tórax, sus brazos, hasta sus piernas, pero también quedará cubierto de Sangre por las incontables heridas que recibirá en todo su Cuerpo: esto es lo que Jesús les quiere decir cuando les pregunta si “pueden recibir el bautismo que Él ha de recibir”. En otras palabras, Jesús les está diciendo, al responderles con una pregunta, que si quieren sentarse a su derecha e izquierda, deberán participar de su Pasión, es decir, deberán beber del mismo cáliz de amargura de la Pasión y deberán participar del bautismo en su propia Sangre; deberán estar al pie de la Cruz, para ser bañados por su Sangre y así participar de su bautismo de Sangre.
El otro elemento que tenemos que considerar es la respuesta de Santiago y Juan, “Podemos”, respuesta en donde está claro que saben qué es lo que están pidiendo. La respuesta afirmativa, segura, concreta, concisa, demuestra que los hijos de Zebedeo saben, de antemano, antes de preguntar a Jesús, que para entrar en el cielo y tener esos puestos de honor, deben participar de la Pasión y estar al pie de la cruz. Confirma que no están pidiendo puestos de honor mundano, sino que piden estar al pie de la cruz, para luego estar sentados a la derecha e izquierda de Jesús en el Reino de los cielos. Lo que piden los hermanos, participar de la Pasión de Jesús en la tierra para luego participar de su gloria en los cielos, es el pedido que todo cristiano debe hacer.
El otro aspecto para reflexionar en este pasaje es la respuesta de los demás discípulos al enterarse de la petición que hacen Santiago y Juan a Jesús: se indignan, se enojan, murmuran contra ellos. Esta reacción de los discípulos, demuestra que, mientras los hijos de Zebedeo han sido iluminados por el Espíritu Santo acerca de cuál es el fin para el que están en esta vida y para qué misión los eligió Jesús, ellos en cambio permanecen en la oscuridad, encerrados en sus prejuicios, en sus razonamientos puramente humanos, además de estar movidos por la codicia, la ambición y la vanagloria, porque lo que quieren es estar al lado de Jesús, pero no para participar de su Pasión y Cruz, sino para servirse del hecho de que Jesús es seguido por multitudes, para ser ellos aclamados por los hombres. Los discípulos reaccionan enojados porque están pensando humanamente; se enojan contra Santiago y Juan porque ellos también quieren puestos de honor, pero no la cruz, sino el honor del mundo, que es un honor sin cruz; quieren aprovecharse de la amistad de Jesús, para ser reconocidos y alabados por los hombres; quieren, en definitiva, la gloria mundana, pero no quieren beber del cáliz de al amargura de Jesús ni quieren ser bañados en su Sangre. Para eso no dudan, movidos por la envidia, en enojarse y calumniar a Santiago y Juan. Esto sucede con muchos cristianos en la Iglesia: quieren puestos de honor, de poder, pero no la cruz y eso se demuestra en la ambición, la codicia, la soberbia, la envidia, el prejuicio contra el hermano, el hablar con malicia, para desacreditarlo, el sembrar cizaña, para sacar provecho propio; son cristianos que apenas consiguen un espacio de poder, ya se piensan que son los dueños de la Iglesia y que todos deben obedecerles. No buscan servir a los demás, como Jesús, sino que buscan ser servidos por los demás, a través de los puestos de poder y privilegio y para mantenerse en estos puestos, calumnian y difaman, movidos por la envidia y los celos.
Pero Jesús reprocha duramente esta actitud de soberbia y de desprecio del prójimo, acompañada de la calumnia, que es lo que hacen los discípulos contra Santiago y Juan en el Evangelio, y esto es lo que explica la última parte del pasaje evangélico, con la advertencia de Jesús, esta vez a los discípulos rebeldes. Que Jesús los considere mundanos y con apetencias mundanas, se ve en los ejemplos que pone: los príncipes de este mundo –lo que quieren ser ellos- son dominadores de los demás, y con esto, se vuelven injustos ante los ojos de Dios; es lo que pasa con los cristianos que, una vez en el poder, creen que pueden dominar a sus hermanos, para que se haga su voluntad y no la de Dios. Para que no sean mundanos, para que no busquen la gloria del mundo, sino para que busquen la gloria del Reino, les dice qué es lo que deben hacer, como miembros del Reino: servir a los demás, haciéndose los últimos de todos. Notemos que Jesús no desalienta el querer ser el primero, es decir, el querer ser mejor, sino que nos dice de qué manera alguien se convierte en el primero y en el mejor de todos a los ojos de Dios: el que participa de la cruz de Jesús y bebe de su cáliz de amargura, porque así se convierte en esclavo, en servidor de Dios Padre y de los hombres, haciéndose igual a Jesucristo y uniéndose a Él en la cruz y así, unido a Jesús, se convierte en corredentor de la humanidad.
“¿Podéis beber del cáliz que Yo beberé?”. También a nosotros nos dirige Jesús la misma pregunta que a los hijos de Zebedeo; también a nosotros nos invita a la gloria de su Reino, pero pasando por la ignominia de la cruz y nosotros, imitando a Santiago y Juan y confiados en la gracia divina, le decimos: “Podemos”.

miércoles, 14 de octubre de 2015

“¡Ay de ustedes, fariseos que pagan el impuesto de la menta, pero olvidan la justicia y el amor de Dios!”


“¡Ay de ustedes, fariseos que pagan el impuesto de la menta, pero olvidan la justicia y el amor de Dios!” (Lc 11, 42-46). Jesús se lamenta por la hipocresía farisaica: mientras fingen ser por afuera hombres religiosos y cumplidores de la Ley, por dentro son injustos para con el prójimo y faltos de amor a Dios. La hipocresía farisaica es el mal propio de los hombres religiosos, sean laicos o consagrados, y es por eso que no debemos creer que estamos exentos de recibir los “ayes” de Jesús. Todavía más, como cristianos mediocres que somos, debemos tomar los “ayes” dirigidos a los fariseos, como dirigidos a nosotros mismos, a todos y a cada uno en persona, porque desde el momento en que no solo no somos santos, sino que no buscamos la santidad, caemos en el fariseísmo. La hipocresía farisaica es un mal espiritual que caracteriza a quien está en la Iglesia Católica, y sólo se vence ese mal con lo opuesto, el amor y la justicia que vienen de Cristo Jesús. Si no prestamos atención, también a nosotros nos dirige Jesús el mismo reproche: “¡Ay de ti, cristiano fariseo, que piensas que por asistir a misa o por musitar unas pocas oraciones mal hechas, ya estás salvado, pero tu corazón día a día permanece endurecido en la injusticia para con tu prójimo y en la falta de amor a tu Dios!”. Somos merecedores de este reproche, toda vez que comulgamos, es decir, recibimos el infinito Amor del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, pero permanecemos indiferentes para con nuestro prójimo o, peor aún, mascullamos venganza, o continuamos sin perdonar. No nos damos cuenta que nuestros pensamientos, deseos, obras, están a los ojos de Jesús aún antes que se hagan presentes en nosotros a nosotros mismos, con lo cual, si por fuera podemos aparentar religión, pero nuestro corazón no es misericordioso y así engañamos a los hombres, en cambio de ninguna manera podemos engañar a Jesús.
“¡Ay de ustedes, fariseos que pagan el impuesto de la menta, pero olvidan la justicia y el amor de Dios!”. Si hablamos mal de nuestro prójimo, si obramos mal contra nuestro prójimo, o aún antes, si pensamos mal de nuestro prójimo, el “ay” de Jesús se dirige contra nosotros, con todo el peso de la amargura de su Sagrado Corazón y del enojo de su paciencia colmada. Entonces, seamos justos y misericordiosos, para que el Amor de Dios recibido en la comunión eucarística se comunique a nuestros hermanos y así, en vez de los “ayes” de Jesús, dirigidos contra los malos cristianos, escucharemos en cambio sus Bienaventuranzas.

         

martes, 13 de octubre de 2015

“¡Así son ustedes, fariseos, purifican la copa y el plato por fuera, pero por dentro están llenos de voracidad y perfidia!”


“¡Así son ustedes, fariseos, purifican la copa y el plato por fuera, pero por dentro están llenos de voracidad y perfidia!” (cfr. Lc 11, 37-41). Al ir a comer a casa de un fariseo, Jesús se sienta a la mesa pero no se lava las manos antes de la comida, lo cual lo escandaliza al fariseo: Jesús, un rabbí, un maestro, ha cometido una falta legal. Es decir, la ley mandaba purificar las copas, los platos y los utensillos, además de lavar las propias manos, para que el alimento no quedara “impuro”. Sin embargo, como puede advertirse, la prescripción legal permitía, a lo sumo, consumir alimentos en condiciones higiénicas, pero no impedía la impureza del corazón, que es lo que Jesús reprocha al fariseo: “¡Así son ustedes, fariseos, purifican la copa y el plato por fuera, pero por dentro están llenos de voracidad y perfidia!”.
Es decir, si es importante ingerir alimentos en condiciones higiénicas –“puros”, según el término legal-, es mucho más importante consumir los alimentos con un corazón puro, con un corazón libre de codicia, de perfidia, de rapiña, de “voracidad y perfidia”, como lo señala Jesús. Dicho en otros términos, de nada le sirve al hombre cumplir con los preceptos legales que mandan purificar elementos puramente externos, incluidas las manos, si su corazón, cuando se sienta a comer, arde por la rabia, el enojo, el rencor, la venganza, la lujuria, la perfidia, la codicia, la avaricia. Jesús, que es Dios, ve el corazón del hombre, ve el estado del corazón del hombre, si está puro o no, si está limpio o no, si está en paz con Dios y con el prójimo o no, y eso es lo que a Él le importa, no si la vajilla está más o menos limpia. Y lo que purifica al corazón del hombre, lo que lo hace verdaderamente puro, limpio, santo, agradable a Dios, es la gracia santificante. Lo que da paz al hombre no es la condición higiénica de los utensillos, sino el estado de su corazón, si está purificado por la gracia o no.

“¡Así son ustedes, fariseos, purifican la copa y el plato por fuera, pero por dentro están llenos de voracidad y perfidia!”. Al acercarnos a la Mesa celestial, el Banquete servido por Dios Padre, en el que nos alimentamos con el manjar celestial, la Eucaristía, nuestro corazón no sólo no debe tener la más mínima traza de voracidad o de perfidia, sino que tiene que estar purificado por la gracia santificante e inhabitado por el Amor de Dios, el Espíritu Santo.

sábado, 10 de octubre de 2015

“Para ganar la vida eterna, ve y vende lo que tienes y dalo a los pobres"



(Domingo XXVIII - TO - Ciclo B – 2015)
         “Para ganar la vida eterna, ve y vende lo que tienes y dalo a los pobres (…) el hombre se retiró apenado, porque tenía muchos bienes” (Mc 10, 17-30). Un hombre pregunta a Jesús qué tiene que hacer para ganar la vida eterna; no es un hombre malo y demuestra, con su conducta, que es bueno y que realmente quiere ganar la vida eterna y para eso, cumple prácticamente todos los preceptos, sin faltar a ninguno. Jesús le enumera algunos de los preceptos de la Ley de Dios, incluido el Cuarto Mandamiento, y el hombre le dice que los ha cumplido a todos "desde su juventud". Sin embargo, como le dice Jesús, le falta “sólo una cosa”: “vender lo que tiene y dárselo a los pobres”. En efecto, el hombre del Evangelio es bueno, cumple con todos los preceptos y verdaderamente quiere ganar la vida eterna, pero tiene su corazón apegado a los bienes –“tenía muchos bienes”, dice el Evangelio- y es por eso que, cuando Jesús le dice que “debe venderlos” para ganar la vida eterna, se “retira triste, porque poseía muchos bienes”.
Es importante reflexionar en este hombre del Evangelio, porque todos tenemos un poco de él, todos somos un poco este hombre; todos queremos ganar la vida eterna, todos intentamos, con nuestros más y nuestros menos, cumplir con los Mandamientos, todos tratamos de ser buenos, pero también, todos tenemos el corazón apegado a los bienes, que son los que nos mantienen aferrados a este mundo terreno. Son estos bienes temporales, los que poseemos en esta vida, los que constituyen para nosotros un obstáculo para el Reino, porque apegan el corazón a este mundo terrena, a esta vida y a este tiempo que son caducos y pasajeros, impidiéndonos levantar los ojos hacia los bienes eternos, los verdaderos bienes, los bienes celestiales, los bienes del Reino. Lo que nos impide despegarnos de esta vida, son los bienes, como al hombre del Evangelio: “Para ganar la vida eterna, ve y vende lo que tienes y dalo a los pobres (…) el hombre se retiró apenado, porque tenía muchos bienes”.
¿Qué son estos “bienes” que tanto daño nos hacen, porque nos impiden conseguir la vida eterna? Son de dos tipos: materiales y espirituales. Los materiales, que no necesariamente están constituidos por una fortuna, gran porque si tenemos un corazón avaro, podemos estar apegados incluso a una escasa cantidad de dinero; es este apego desordenado a los bienes materiales el que nos aparta del Reino de Dios; los bienes espirituales, a su vez, están constituidos por nuestra propia excelencia: nuestra inteligencia, nuestra voluntad, nuestro querer, nuestro desear; todas estas potencias del alma son bienes, pero al apegarnos a ellas, caemos en la soberbia y en la concupiscencia, y así nos apartamos de la Voluntad de Dios y por lo tanto del cielo. Estas dos clases de bienes, materiales y espirituales, son los que nos apartan del Reino y son los que debemos “vender”, como dice Jesús al hombre del Evangelio, porque cuantos más bienes de éstos poseamos, es decir, cuantos más ricos de éstos bienes seamos, entonces más impedimentos tendremos para entrar en el Reino de Dios.
Entonces, ¿qué hacer? ¿Cómo desprendernos de estos bienes terrenos, materiales, pero también de los bienes inmateriales –nuestro propio querer, pensar, obrar- que son los que nos impiden el ingreso en el Reino? Tengamos en cuenta que somos "ricos" de bienes materiales, aún si tenemos sólo 2 pesos en el bolsillo, y somos "ricos" de bienes inmateriales, aún si tenemos un sólo pensamiento, por simple que sea, que nos pertenezca y al que estemos aferrados. Son bienes que nos impiden ir al cielo y que, por lo tanto, debemos "venderlos", como le dice Jesús al hombre del Evangelio. Entonces, de nuevo la pregunta: ¿cómo hacer para desprendernos de estos bienes, a los que estamos aferrados, y que nos hacen ricos y tan ricos, que nos impiden llegar al cielo?
Hay una sola y única manera: contemplando a Jesús crucificado y pobre en la cruz, porque con la pobreza de la cruz, Jesús nos enseña a despojarnos de estos bienes materiales e inmateriales que adquirimos y que no nos dejan ir al cielo. 
En la cruz, Jesús se dejó clavar sus manos con dos gruesos clavos de hierro, para que nuestras manos se despojaran de los tesoros de la tierra; Jesús dejó que la Sangre manara de las heridas de sus manos, para que nuestras manos se vieran libres de la codicia, de la avaricia y del afán de poseer desmedidamente las cosas materiales; Jesús se dejó clavar sus manos en la cruz, para que eleváramos nuestras manos en acción de gracias y en adoración a Dios Trino y las tendiéramos en auxilio de nuestros hermanos más necesitados y no para que las atáramos al oro, al dinero, a la plata, a los bienes caducos; en la cruz, Jesús dejó atravesar sus pies con un grueso clavo de hierro, para que nos viéramos libres del mal, para que dirigiéramos nuestros pasos en dirección opuesta al pecado, que es la dirección a la que nos llevan nuestras pasiones, nuestro propio querer y nuestro propio desear; Jesús dejó que sus pies fueran atravesados por un grueso clavo de hierro para que nos encamináramos hacia donde se encuentran nuestros hermanos más necesitados y para que nos encamináramos en dirección al Nuevo Calvario, para participar de la renovación incruenta y sacramental de su Sacrificio en la Cruz, la Santa Misa, que es el cielo en la tierra; Jesús se dejó coronar de espinas, para que nos quitáramos de encima los pensamientos de soberbia, de envidia, de impureza, de venganza, de rencor, y para que tuviéramos sólo pensamientos santos y puros, los mismos que Él tiene en la cruz; Jesús se dejó traspasar su Corazón, para que no sólo no tuviéramos malos deseos, sino para que tuviéramos sólo deseos santos y puros, los mismos que Él tiene en la cruz.
“Para ganar la vida eterna, ve y vende lo que tienes y dalo a los pobres”. Si queremos ganar la vida eterna, dejemos todos nuestros bienes al pie de  la cruz, démoselos a Jesús, que en la cruz es el más pobre entre los pobres y Él nos dará a cambio un tesoro, la vida eterna en el Reino de la luz.
        
        


jueves, 8 de octubre de 2015

“Pidan el Espíritu Santo y les será dado”


“Pidan el Espíritu Santo y les será dado” (cfr. Lc 11, 5-13). Jesús nos enseña un nuevo modo de rezar, porque nuevo es nuestro estado, por la gracia santificante: somos hijos adoptivos de Dios y por lo tanto debemos rezar no como simples creaturas, sino como hijos de Dios. También es nueva la forma, porque a partir de Él la oración se convierte en un diálogo filial, en un diálogo de amor entre Dios, nuestro Padre, y nosotros, sus hijos adoptivos. Es nueva la forma de rezar, porque es una oración hecha con el corazón, con amor, porque el motor o combustible de la oración es el amor; por eso Jesús distingue nuestra oración, como cristianos, de la oración de los paganos, “que sólo mueven los labios”, porque es una oración hecha sin amor, a los ídolos que no tienen ni dan amor. La oración a la que nos anima Jesús es nueva también porque al tratarse de una relación como la de un padre con su hijo, es una relación basada en el amor paterno y filial: debemos pedir a Dios como nuestro Padre, que lo es en la realidad por la gracia santificante, y lo debemos pedir desde nuestra condición de verdaderos hijos suyos. Es nueva también la forma de orar que nos enseña Jesús, por la confianza y por la seguridad en obtener de Dios lo que a Dios le pidamos –siempre que sea conveniente para nuestra salvación, obviamente-: así como un padre no niega a su hijo lo que éste le pide, Dios tampoco nos negará lo que le pidamos, y así como un padre “no da a su hijo un escorpión, si le pide un huevo”, así Dios Padre nos dará todo lo bueno que le pidamos. Es nueva la forma de rezar que nos enseña Jesús porque nos asegura que lo que le pidamos a Dios, nos lo dará, sólo tenemos que pedir: “Pidan y se les dará”.

Entonces, ¿qué pedir a Dios, nuestro Padre? ¿Salud, paz, trabajo, bienestar? Lo que le pidamos nos lo dará, pero, ¿no es demasiado poco para Dios, darnos esto? ¿Qué vamos a pedirle a nuestro Padre, con la seguridad de que Dios Padre nos lo concederá? Jesús nos lo dice: “Pidan el Espíritu Santo y les será dado”. Pidamos a Dios Padre su Amor, el Espíritu Santo, y nos lo dará.

martes, 6 de octubre de 2015

“María eligió la mejor parte, que no le será quitada”


“María eligió la mejor parte, que no le será quitada” (Lc 10, 38-42). Jesús va a casa de sus amigos, los hermanos Lázaro, Marta y María. Ante el ingreso de Jesús en la casa, las dos hermanas, Marta y María, realizan acciones opuestas. Mientras María se queda a los pies de Jesús, contemplándolo y “escuchando su Palabra” –es decir, en una actitud aparentemente pasiva-, Marta, por el contrario, se esfuerza por atender a los invitados, con todo lo que esto implica –lavar, cocinar, barrer, etc.-; llegado un momento, la actividad de Marta es tanta, que le pide a Jesús que interceda para que la ayude en los quehaceres hogareños. Jesús da una respuesta un tanto desconcertante, a primera vista: no solo no da lugar a la petición de Marta, sino que le dice que “se afana por muchas cosas y una sola es necesaria”, lo que hace María, esto es, contemplarlo y escuchar su Palabra. Al final de la frase, Jesús dice algo todavía más enigmático, pero que finalmente ayuda a dilucidar el porqué de su respuesta: “María ha elegido la mejor parte, que no le será quitada”.
Para entender esta escena evangélica, podemos decir que las dos hermanas representan, ya sea la vocación religiosa –la vida consagrada, María-, ya sea la vida secular –la vocación al matrimonio, Marta; pueden representar también, dentro de la vida consagrada, los dos estados en los que esta se subdivide, como la vida apostólica –Marta- o la vida contemplativa –María; por último, podríamos decir que las dos hermanas representan a dos estados del alma, en diferentes momentos: María representaría un momento contemplativo de Jesucristo, Palabra del Padre, como lo es la adoración eucarística, por ejemplo; Marta, a su vez, podría representar los momentos de vida activa, en los que el alma busca la santificación, pero por medio del trabajo ordinario.
Es decir, en las dos hermanas, estarían representados todos los estados de vida en la Iglesia, llamados a la santidad.

Ahora bien, ¿por qué Jesús dice que María “eligió” la mejor parte? Porque toda vocación a la santidad es una gracia que Dios da gratuitamente y de las gracias concedidas, María eligió la contemplación, antes que la vida activa. ¿Y por qué es “la mejor parte”? ¿Acaso Marta no representa también la santidad? Sí, pero Marta representa la santidad que se busca en las cosas del mundo y la busca a través de ellas, es decir, busca a Jesús Dios por medio del mundo; en cambio, María busca a Jesús en sí mismo, no por medio de intermediarios. Y también la parte que elige María –amar, contemplar y adorar al Verbo de Dios- es “la mejor”, porque María anticipa el estado del alma bienaventurada, lo que harán los que salven sus almas gracias al sacrificio en cruz del Cordero: contemplarán al Cordero “como degollado” por los siglos, amarán y adorarán eternamente a la Palabra de Dios Encarnada.

viernes, 2 de octubre de 2015

“No separe el hombre lo que Dios ha unido”


(Domingo XXVII  - TO - Ciclo B – 2015)
“No separe el hombre lo que Dios ha unido”. Jesús defiende el matrimonio monogámico, entre el varón y la mujer; además, impide la separación o divorcio, estableciendo así las características del matrimonio cristiano: indisoluble, único, fiel hasta la muerte. ¿Por qué Jesucristo, que es Dios, impide el divorcio? ¿No se comporta de un modo cruel, con aquellos que quieren rehacer su vida, después de fracasar en un primer matrimonio? ¿Por qué no puede disolverse un matrimonio? ¿Por qué tiene que ser sólo entre varón y mujer, sin ninguna otra posibilidad? ¿Por qué tiene que estar abierto a la vida, es decir, porqué los hijos son el bien primario del matrimonio, que es lo que enseña la Iglesia?
Para poder responder a estas preguntas, es necesario meditar y contemplar, previamente, un Matrimonio Primigenio, el matrimonio o unión esponsal entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa, porque los esposos cristianos, por medio del sacramento, son injertados en este matrimonio celestial y místico, así como un sarmiento se injerta en la vid, y es de allí de donde toman las características para su propio matrimonio. Es a este matrimonio místico, esta unión esponsal y celestial, a la que hace referencia San Pablo: “El hombre se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. ¡Gran misterio es éste! Y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia” (Ef 5, 32). San Pablo dice que el sacramento del matrimonio, por el cual el hombre se une a la mujer formando entre ambos una sola carne, es “un gran sacramento”, pero al mismo tiempo dice que “lo refiere a Cristo y a su Iglesia”. Es decir, San Pablo está diciendo que es un “gran sacramento” la unión esponsal entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa; no está hablando directamente del sacramento entre el hombre y la mujer, sino de la unión esponsal entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa. El matrimonio místico, celestial y sobrenatural entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa, es anterior a todo otro matrimonio y todo matrimonio, por el sacramento esponsal, es injertado en este matrimonio primigenio, de manera que los esposos cristianos vienen a ser como una prolongación de este matrimonio celestial, en el tiempo y en el espacio. Injertados en el misterio de la unión mística esponsal de Cristo Esposo con la Iglesia Esposa, los esposos cristianos se convierten en partícipes de esta unión esponsal, recibiendo de este matrimonio celestial todos sus dones y virtudes, participando de sus características, convirtiéndose en los rostros visibles y sensibles de Cristo y la Iglesia. Por estar injertados en la unión esponsal Cristo-Iglesia, el matrimonio de los esposos cristianos adquiere las mismas características de esta unión esponsal: unidad, fidelidad mutua, amor esponsal casto y puro, fecundidad en la prole.
Como podemos ver, todas estas características, propias del matrimonio sacramental cristiano, no son “cargas” impuestas por los hombres de Iglesia, ni tampoco son impuestos artificial y externamente por la Iglesia misma, para hacer más dura y pesada la convivencia matrimonial. Las características del matrimonio cristiano, que hacen imposible, entre otras cosas, el divorcio, tal como lo acepta la ley civil, se derivan todas de la unión esponsal, celestial, mística, sobrenatural, entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa. Entonces, debemos saber cómo es el matrimonio entre Jesús Esposo y la Iglesia Esposa, para darnos cuenta de cómo es –o cómo debe ser- el matrimonio cristiano.
Para saberlo, es necesario contemplar a Jesús en la cruz: allí, Jesús Esposo da la vida, hasta su última gota de su Sangre y hasta su último aliento, por su Esposa, la Iglesia; al serle fiel hasta la muerte, Jesús da el fundamento de la fidelidad y de la indisolubilidad –Jesús es el Esposo Fiel hasta la muerte de cruz y la Iglesia, al pie de la cruz, corresponde a esta fidelidad de su Esposo- del matrimonio cristiano, pero también da el fundamento de la caridad cristiana entre los esposos, es decir, del Amor sobrenatural que se deben mutuamente, amor por el cual los esposos no sólo no pueden permitirse ni el más ligero enojo entre ellos, sino que están obligados a amarse con el mismo amor con el que Jesús ama a su Esposa, el Espíritu Santo, la Persona-Amor de la Trinidad. Los esposos deben amarse mutuamente con el Amor con el Cristo ama a su Esposa, la Iglesia, en la cruz: el Amor del Espíritu Santo, y es un Amor que lleva hasta la muerte de cruz, lleva a dar la vida por el otro cónyuge, y esto literalmente hablando, comenzando desde las pequeñas situaciones cotidianas, viviendo el martirio de inmolarse a sí mismos en el Fuego del Espíritu Santo, en el Amor de Dios. En la cruz, Jesús da el ejemplo del amor martirial con el que los esposos cristianos deben amarse, un Amor que los hace inmolarse el uno por el otro, en el Fuego del Espíritu Santo, y que los capacita para poder ser pacientes, caritativos, misericordiosos, comprensivos de los defectos del otro, sin cometer jamás ni la más mínima falta, nunca, entre los esposos. El Espíritu Santo, el Amor de Dios, el Amor con el que Jesús Esposo ama a su Iglesia Esposa, es donado a los esposos cristianos para que se amen mutuamente con este Amor y no ya con el solo amor humano, que por fuerte que sea, siempre es débil; el Espíritu Santo es el que permite que los esposos no sólo jamás cometan ni la más pequeña falta, el uno contra el otro, sino que los une verdaderamente en el Divino Amor, los hace ser uno en el Espíritu, lo cual constituye la perfección del amor mutuo esponsal.
Por otra parte, el fundamento de la fidelidad mutua esponsal, también está en Cristo crucificado: así como no puede haber un Cristo crucificado, muerto y resucitado, sin la Iglesia Católica, así tampoco puede haber una Iglesia Católica, sin Cristo crucificado, muerto y resucitado.
El fundamento de la fecundidad esponsal, por el cual los esposos están obligados a procrear, sin poner límites artificiales a su capacidad procreadora, se encuentra en Cristo, quien con su Sangre derramada en la cruz, Sangre que se nos comunica por los sacramentos, nos comunica su gracia santificante, por la cual nos convierte en hijos adoptivos de Dios. De parte de la Virgen, puesto que Ella al pie de la cruz, representa a la Iglesia, el fundamento de la fecundidad para los esposos cristianos radica en el hecho de ser Ella Madre de todos los hombres redimidos por Cristo, adoptándolos como hijos suyos e hijos de Dios, ante el pedido de Jesús: “Madre, he ahí a tu hijo” (Jn 19, 26); este cometido lo cumple la Iglesia, representada en la Virgen cuando, por el sacramento del Bautismo, adopta a los hombres como hijos suyos, esto es, de la Iglesia y de Dios.
Por último, el fundamento de porqué el matrimonio sólo puede ser entre el varón y la mujer, sin dar cabida a ninguna otra posibilidad, es porque, por un lado en Cristo Esposo está representado el varón-esposo, mientras que en la Iglesia está representada la mujer-esposa. Además, puesto que el designio salvífico de Dios se cumple sólo a través de Cristo Esposo y la Iglesia Esposa, sólo así, en el binomio complementario del varón-esposo y de la mujer-esposa, puede cumplirse el designio salvífico y redentor de Dios Trino, no sólo para los esposos, sino para toda la humanidad.

Obrar de otra manera, cuando del sacramento del matrimonio se trata, es obrar en contra de los designios divinos. Es esto lo que Jesús nos advierte, cuando dice: “Que el hombre -con su soberbia y falta de amor- no separe lo que Dios –con su Amor, con su Sangre derramada y con su gracia- ha unido”.