“¡Ay
de ustedes, fariseos que pagan el impuesto de la menta, pero olvidan la
justicia y el amor de Dios!” (Lc 11,
42-46). Jesús se lamenta por la hipocresía farisaica: mientras fingen ser por
afuera hombres religiosos y cumplidores de la Ley, por dentro son injustos para
con el prójimo y faltos de amor a Dios. La hipocresía farisaica es el mal
propio de los hombres religiosos, sean laicos o consagrados, y es por eso que
no debemos creer que estamos exentos de recibir los “ayes” de Jesús. Todavía
más, como cristianos mediocres que somos, debemos tomar los “ayes” dirigidos a
los fariseos, como dirigidos a nosotros mismos, a todos y a cada uno en
persona, porque desde el momento en que no solo no somos santos, sino que no
buscamos la santidad, caemos en el fariseísmo. La hipocresía farisaica es un
mal espiritual que caracteriza a quien está en la Iglesia Católica, y sólo se
vence ese mal con lo opuesto, el amor y la justicia que vienen de Cristo Jesús.
Si no prestamos atención, también a nosotros nos dirige Jesús el mismo
reproche: “¡Ay de ti, cristiano fariseo, que piensas que por asistir a misa o
por musitar unas pocas oraciones mal hechas, ya estás salvado, pero tu corazón
día a día permanece endurecido en la injusticia para con tu prójimo y en la
falta de amor a tu Dios!”. Somos merecedores de este reproche, toda vez que
comulgamos, es decir, recibimos el infinito Amor del Sagrado Corazón
Eucarístico de Jesús, pero permanecemos indiferentes para con nuestro prójimo
o, peor aún, mascullamos venganza, o continuamos sin perdonar. No nos damos
cuenta que nuestros pensamientos, deseos, obras, están a los ojos de Jesús aún
antes que se hagan presentes en nosotros a nosotros mismos, con lo cual, si por
fuera podemos aparentar religión, pero nuestro corazón no es misericordioso y
así engañamos a los hombres, en cambio de ninguna manera podemos engañar a
Jesús.
“¡Ay
de ustedes, fariseos que pagan el impuesto de la menta, pero olvidan la
justicia y el amor de Dios!”. Si hablamos mal de nuestro prójimo, si obramos
mal contra nuestro prójimo, o aún antes, si pensamos mal de nuestro prójimo, el
“ay” de Jesús se dirige contra nosotros, con todo el peso de la amargura de su
Sagrado Corazón y del enojo de su paciencia colmada. Entonces, seamos justos y
misericordiosos, para que el Amor de Dios recibido en la comunión eucarística
se comunique a nuestros hermanos y así, en vez de los “ayes” de Jesús,
dirigidos contra los malos cristianos, escucharemos en cambio sus
Bienaventuranzas.
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