“¡Así
son ustedes, fariseos, purifican la copa y el plato por fuera, pero por dentro
están llenos de voracidad y perfidia!” (cfr. Lc 11, 37-41). Al ir a comer a casa de un fariseo, Jesús se sienta
a la mesa pero no se lava las manos antes de la comida, lo cual lo escandaliza
al fariseo: Jesús, un rabbí, un maestro, ha cometido una falta legal. Es decir,
la ley mandaba purificar las copas, los platos y los utensillos, además de
lavar las propias manos, para que el alimento no quedara “impuro”. Sin embargo,
como puede advertirse, la prescripción legal permitía, a lo sumo, consumir
alimentos en condiciones higiénicas, pero no impedía la impureza del corazón,
que es lo que Jesús reprocha al fariseo: “¡Así son ustedes, fariseos, purifican
la copa y el plato por fuera, pero por dentro están llenos de voracidad y
perfidia!”.
Es
decir, si es importante ingerir alimentos en condiciones higiénicas –“puros”,
según el término legal-, es mucho más importante consumir los alimentos con un
corazón puro, con un corazón libre de codicia, de perfidia, de rapiña, de “voracidad
y perfidia”, como lo señala Jesús. Dicho en otros términos, de nada le sirve al
hombre cumplir con los preceptos legales que mandan purificar elementos
puramente externos, incluidas las manos, si su corazón, cuando se sienta a
comer, arde por la rabia, el enojo, el rencor, la venganza, la lujuria, la
perfidia, la codicia, la avaricia. Jesús, que es Dios, ve el corazón del
hombre, ve el estado del corazón del hombre, si está puro o no, si está limpio
o no, si está en paz con Dios y con el prójimo o no, y eso es lo que a Él le
importa, no si la vajilla está más o menos limpia. Y lo que purifica al corazón
del hombre, lo que lo hace verdaderamente puro, limpio, santo, agradable a
Dios, es la gracia santificante. Lo que da paz al hombre no es la condición
higiénica de los utensillos, sino el estado de su corazón, si está purificado
por la gracia o no.
“¡Así
son ustedes, fariseos, purifican la copa y el plato por fuera, pero por dentro
están llenos de voracidad y perfidia!”. Al acercarnos a la Mesa celestial, el
Banquete servido por Dios Padre, en el que nos alimentamos con el manjar
celestial, la Eucaristía, nuestro corazón no sólo no debe tener la más mínima traza de voracidad o de perfidia, sino que tiene que estar purificado por la gracia
santificante e inhabitado por el Amor de Dios, el Espíritu Santo.
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