jueves, 5 de julio de 2012

Tus pecados te son perdonados



“Tus pecados te son perdonados” (Mt 9, 1-8). Quien quiera conocer a Dios, en su ser más íntimo, no tiene otra cosa que hacer que meditar en las palabras de Jesús al paralítico, a través de las cuales perdona sus pecados, pues en ellas se manifiesta la infinita misericordia divina para con el hombre pecador.
Hay quienes acusan a Dios de ser un Dios severo, castigador, que se complace en castigar hasta la más mínima falta del hombre, pero quienes así piensan, olvidan precisamente el episodio del paralítico, en el que está representado el perdón de Dios al hombre. Lejos de castigarlo como su pecado de rebelión en el Paraíso lo merecía, Dios da paso al Amor infinito que brota de su Ser divino como de un manantial inagotable, para derramarlo sobre los hombres, sin tenerles en cuenta la ofensa cometida.
A pesar de esto, el perdón de los pecados no es, con todo lo que supone, la muestra última del Amor divino: es solo el paso previo para otra muestra de amor divino, insondable, incomprensible, inabarcable, y es el don de la filiación divina, por el cual el Hijo de Dios nos hace ser hijos de Dios con la misma filiación con la cual Él es Hijo de Dios desde la eternidad.
Este don del Amor misericordioso de Dios, manifestado en el perdón de los pecados y en el don de la filiación divina, es el fundamento por el cual el cristiano debe perdonar al prójimo “setenta veces siete” y también “amar al enemigo”, como lo pide Jesús. Quien obra de esta manera, es como el que “construye sobre roca firme”, puesto que se convierte, más que en imitador del mismo Hombre-Dios, en un reflejo y destello de su bondad y de su misericordia, contribuyendo de esa manera a que este mundo sea menos sombrío y más luminoso.
Por el contrario, quien se niega a perdonar a su prójimo, y quien se niega a amar a su enemigo, se convierte a sí mismo en una tenebrosa sombra viviente, cómplice y aliada en el mal de los ángeles caídos.

martes, 3 de julio de 2012

Jesús, los endemoniados de Gerasa y la eternidad del infierno



     
Jesús expulsa a los demonios que han poseído los cuerpos de dos hombres y les permite que entren en una piara de cerdos, la cual se precipita en el lago y termina ahogándose (Mt 8, 28-34).
         Para quienes dudan o directamente niegan la realidad de los ángeles caídos y del infierno, son los santos quienes nos advierten, por orden del cielo, tener siempre presente que el infierno es real y dura para siempre. Entre estos santos, está la hermana Josefa Menéndez, una monja de la Sociedad del Sagrado Corazón de Jesús, a quien Jesús se le apareció durante los años 1921-22 y 23, concediéndole una gracia muy particular, poco frecuente entre los santos: conocer en carne propia los sufrimientos del infierno[1]. Dios le permitió al diablo que la bajase hasta el infierno, en donde pasó largas horas, a veces una noche entera, en una interminable agonía.
         La Virgen le dijo el 25 de octubre de 1922: “Todo lo que Jesús te da a ver y a sufrir de los tormentos del infierno es para que puedas hacerlos conocer al mundo. Por lo tanto, olvídate enteramente de ti misma, y piensa en la gloria de Dios y en la salvación de las almas”. Entre otras experiencias, Sor Josefa escribe acerca de cuál es el mayor tormento del infierno: “Una de estas almas condenadas gritó con desesperación: “Esta es mi tortura... que deseo amar, y no puedo hacerlo; no hay nada que salga de mi excepto odio y desesperación. Si uno de nosotros pudiese hacer tanto como un simple acto de amor... esto ya no sería el infierno, pero no podemos. Vivimos en el odio y la malevolencia” (23 de marzo 1922).
“Los ruidos de confusión y blasfemias no cesan ni por un sólo instante. Un nauseabundo olor asfixia y corrompe todo; es como el quemarse de la carne putrefacta, mezclado con alquitrán y azufre... una mezcla a la que nada en la Tierra puede ser comparable” (4 de septiembre de 1922).
Sor Josefa escucha también las acusaciones hechas contra sí mismos por las almas condenadas: “Algunos gimen a causa del fuego que quema sus manos. Quizás ellos eran ladrones, porque dicen: “¿Donde está nuestro botín ahora?... Malditas manos... ¿Por qué deseé poseer lo que no era mío... y que en cualquier caso, sólo podría haber poseído por unos pocos días?”. Otros maldicen sus lenguas, sus ojos... cualquiera miembro que fuese la ocasión con la que pecaron... “¡Ahora, oh cuerpo, estás pagando el precio de los placeres con que te regalaste a ti mismo!... ¡¡¡Y todo ello lo hiciste por tu propia y libre voluntad...!!!” (2 de abril 1922).
“Me pareció que la mayoría se acusaba a sí mismos de pecados de impureza, de robo, de comercio fraudulento; y la mayor parte de los condenados están en el infierno por estos pecados” (6 de Abril de 1922).
“Algunos acusan a otras personas, otros a las circunstancias, y todos maldicen las ocasiones de su condenación” (Septiembre de 1922).
“Vi a mucha gente del mundo terrenal caer dentro del infierno, y ahora las palabras no pueden describir ni por asomo sus horribles y espantosos gritos: ‘Condenado para siempre... Yo me engañaba a mi mismo... Estoy perdido... ESTOY AQUÍ PARA SIEMPRE JAMÁS’”.
“Hoy vi un vasto número de gente caer dentro del ardiente abismo... Parecían unos vividores acostumbrados a los placeres del mundo, y un demonio gritó con estruendo: “El mundo está maduro para mí... Yo sé que la mejor manera de conseguir el control de las almas es acrecentar su deseo por la diversión y el disfrute de los placeres... “Ponme a mí en primer lugar...”; “Yo antes que los demás...”; “Y sobre todo nada de humildad para mí, sino que déjame disfrutar a mis anchas...”. Esta clase de palabras asegura mi victoria... y ellos mismos se lanzan en multitudes al fondo del infierno” (4 de octubre de 1922).
“Hoy”, escribe Josefa, “no bajé al infierno, sino que fui transportada a un lugar donde todo estaba oscuro, pero en el centro había un enorme y espantoso fuego rojo. Me dejaron inmóvil y no podía hacer ni el más mínimo movimiento. Alrededor de mí había siete u ocho personas, sus cuerpos negros estaban desnudos, y yo podía verlos sólo por los reflejos del fuego. Estaban sentados y hablaban. “Un diablo dijo a otro: “Tenemos que ser muy cuidadosos para que no nos perciban. Podríamos ser fácilmente descubiertos”. “El diablo respondió: “Insinuaos procurando que el descuido y la negligencia se apoderen de ellos, pero manteniéndoos en la sombra, para que no os descubran... gradualmente, ellos se volverán más y más descuidados, indiferentes al bien y al mal, sin ningún tipo de compasión ni amor, y vosotros seréis capaces de inclinarlos hacia el mal. Tentad a estos otros con la ambición, con el amor por sí mismos, que no busquen nada más que su propio interés, CON ADQUIRIR RIQUEZAS SIN TRABAJAR... de forma legal o no. Excitad a aquellos otros hacia la sensualidad y el amor al placer. Dejad que el vicio los ciegue” (Aquí usaron palabras obscenas). “Y con el resto... explorad sus corazones... así conoceréis sus inclinaciones... haced que amen apasionadamente... Actuad sin ningún escrúpulo... no descanséis... no tengáis piedad... El mundo debe ir hacia la condenación... y que las almas no se me escapen”.
De vez en cuando, los discípulos de Satán respondían: “Somos tus esclavos... trabajaremos sin descanso. Sí, muchos luchan contra nosotros, pero trabajaremos noche y día. ¡Conocemos tu poder!”. Hablaban todos a la vez, y el que yo entendí que era Satán usaba palabras espantosas. En la distancia, pude oír un bullicio de fiesta, el tintineo de las copas, y gritó: “¡Dejad que ellos mismos se junten en sus comidas! Eso lo pondrá todo más fácil para nosotros. Dejadlos que vayan a sus banquetes. El amor al placer es la puerta por la que vosotros os apoderaréis de ellos... Y esas almas ya no serán capaces de escapar de mí”. Añadió cosas tan horribles que nunca podrían ser escritas ni dichas. Luego, como sumergidos en un remolino de humo, se desvanecieron (3 de febrero de 1923).
El demonio gritaba rabiosamente por un alma que se le escapaba: “Llenad su alma de miedo, llevadla a la desesperación. ¡Si ella pone su confianza en la misericordia de ese... (aquí usó palabras blasfemas contra Nuestro Señor), todo estará perdido! Pero no; llevadla a la desesperación, no la dejéis ni por un instante, por encima de todo, haced que se desespere...”. Entonces el infierno resonó con gritos frenéticos, y cuando finalmente el diablo me arrojó fuera del abismo, se fue amenazándome.
Entre otras cosas, decía: “¿Es posible que tales enclenques criaturas tengan más poder que yo, que soy tan poderoso?... Debo enmascarar mi presencia, trabajar en la sombra, cualquier esquina será buena para tentarlos... susurrando a un oído... en las hojas de un libro... debajo de una cama... Algunas almas no me prestan atención, pero hablaré y hablaré, y a fuerza de hablar, alguna palabra quedará... ¡Sí, debo ocultarme en lugares en los que no pueda ser descubierto!” (7, 8 febrero de 1923).
Josefa, en su retorno desde el infierno, notó lo siguiente: “Vi varias almas caer dentro del infierno, y entre ellas estaba una niña de quince años, maldiciendo a sus padres por no haberle hablado del temor de Dios ni por haberla avisado de que existía un lugar como el infierno. Su vida fue muy corta, decía ella, pero llena de pecado, porque ella le concedió hasta el límite todo lo que su cuerpo y sus pasiones le pedían en el camino de su autosatisfacción, especialmente había leído malos libros” (22 de marzo de 1923).
“Los ruidos de confusión y blasfemias no cesan ni por un sólo instante. Un nauseabundo olor asfixia y corrompe todo; es como el quemarse de la carne putrefacta, mezclado con alquitrán y azufre... una mezcla a la que nada en la Tierra puede ser comparable” (4 de septiembre de 1922).
Otra vez, escribe: “Las almas estaban maldiciendo la vocación que habían recibido, pero no seguido... la vocación que habían perdido, porque no tenían la voluntad de vivir una vida oculta y mortificada...” (18 de marzo de 1922).
“La noche del miércoles al jueves 16 de marzo, serían las diez, empecé a sentir como los días anteriores ese ruido tan tremendo de cadenas y gritos. En seguida me levanté, me vestí y me puse en el suelo de rodillas. Estaba llena de miedo. El ruido seguía; salí del dormitorio sin saber a dónde ir ni qué hacer. Entré un momento en la celda de Nuestra Beata Madre... Después volví al dormitorio y siempre el mismo ruido. Sería algo más de las doce cuando de repente vi delante de mí al demonio que decía: “Atadle los pies... atadle las manos”. Perdí conocimiento de dónde estaba y sentí que me ataban fuertemente, que tiraban de mí, arrastrándome. Otras voces decían: “No son los pies los que hay que atarle... es el corazón”. Y el diablo contestó: “Ése no es mío”. Me parece que me arrastraron por un camino muy largo.
Empecé a oír muchos gritos, y en seguida me encontré en un pasillo muy estrecho. En la pared hay como unos nichos, de donde sale mucho humo pero sin llama, y muy mal olor. Yo no puedo decir lo que se oye, toda clase de blasfemias y de palabras impuras y terribles. Unos maldicen su cuerpo... otros maldicen a su padre o madre... otros se reprochan a ellos mismos el no haber aprovechado tal ocasión o tal luz para abandonar el pecado. En fin, es una confusión tremenda de gritos de rabia y desesperación.
Pasé por un pasillo que no tenía fin, y luego, dándome un golpe en el estómago, que me hizo como doblarme y encogerme, me metieron en uno de aquellos nichos, donde parecía que me apretaban con planchas encendidas y como que me pasaban agujas muy gordas por el cuerpo, que me abrasaban. En frente de mí y cerca, tenía almas que me maldecían y blasfemaban. Es lo que más me hizo sufrir... pero lo que no tiene comparación con ningún tormento es la angustia que siente el alma, viéndose apartada de Dios.
“Me pareció que pasé muchos años en este infierno, aunque sólo fueron seis o siete horas... Luego sentí que tiraban otra vez de mí, y después de ponerme en un sitio muy oscuro, el demonio, dándome como una patada me dejó libre. No puedo decir lo que sintió mi alma cuando me di cuenta de que estaba viva y que todavía podía amar a Dios.
“Para poderme librar de este infierno y aunque soy tan miedosa para sufrir, yo no sé a qué estoy dispuesta. Veo con mucha claridad que todo lo del mundo no es nada en comparación del dolor del alma que no puede amar, porque allí no se respira más que odio y deseo de la perdición de las almas (...) Cuando entro en el infierno, oigo como unos gritos de rabia y de alegría, porque hay un alma más que participa de sus tormentos. No me acuerdo entonces de haber estado allí otras veces, sino que me parece que es la primera vez. También creo que ha de ser para toda la eternidad y eso me hace sufrir mucho, porque recuerdo que conocía y amaba a Dios, que estaba en la Religión, que me ha concedido muchas gracias y muchos medios para salvarme... ¿Qué he hecho para perder tanto bien...? ¿Cómo he sido tan ciega...? ¡Y ya no hay remedio...! También me acuerdo de mis Comuniones, de que era novicia, pero lo que más me atormenta es que amaba a Nuestro Señor muchísimo... Lo conocía y era todo mi tesoro... No vivía sino para Él... ¿Cómo ahora podré vivir sin Él...? Sin amarlo.., oyendo siempre estas blasfemias y este odio... siento que el alma se oprime y se ahoga... Yo no sé explicarlo bien porque es imposible”.
Más de una vez presencia la lucha encarnizada del demonio para arrebatar a la Misericordia Divina tal o cual alma que ya creía suya.
Entonces los padecimientos de Josefa entran, a lo que parece, en los planes de Dios, como rescate de estas pobres almas, que le deberán la última y definitiva victoria, en el instante de la muerte.
“El diablo estaba muy furioso porque quería que se perdieran tres almas... Gritaba con rabia: ‘¡Que no se escapen...! ¡que se van...! ¡Fuerte...! ¡fuerte!’. Esto así, sin cesar, con unos gritos de rabia que contestaban, de lejos, otros demonios. Durante varios días presencié estas luchas. “Yo supliqué al Señor que hiciera de mí lo que quisiera, con tal que estas almas no se perdiesen. Me fui también a la Virgen Y Ella me dio gran tranquilidad porque me dejó dispuesta a sufrirlo todo para salvarlas, y creo que no permitirá que el diablo salga victorioso (...) El demonio gritaba mucho: ‘¡No la dejéis...! ¡Estad atentos a todo lo que las pueda turbar...! ¡Que no se escapen... haced que se desesperen...!’.
Era tremenda la confusión que había de gritos y de blasfemias. Luego oí que decía furioso: ‘¡No importa! Aún me quedan dos... Quitadles la confianza...’. Yo comprendí que se le había escapado una, que había ya pasado a la eternidad, porque gritaba: ‘Pronto... De prisa... Que estas dos no se escapen... Tomadlas, que se desesperen... Pronto, que se nos van’.
En seguida, con un rechinar de dientes y una rabia que no se puede decir, yo sentía esos gritos tremendos: ‘¡Oh poder de Dios que tienen más fuerza que yo...! ¡Todavía tengo una.., y no dejaré que se la lleve...!’.
El infierno todo ya no fue más que un grito de desesperación, con un desorden muy grande y los diablos chillaban y se quejaban y blasfemaban horriblemente. Yo conocí con esto que las almas se habían salvado. Mi corazón saltó de alegría, pero me veía imposibilitada para hacer un acto de amor. Aún siento en el alma necesidad de amar... No siento odio hacia Dios como estas otras almas, y cuando oigo que maldicen y blasfeman, me causa mucha pena; no sé qué sufriría para evitar que Nuestro Señor sea injuriado y ofendido. Lo que me apura es que pasando el tiempo seré como los otros.
Esto me hace sufrir mucho, porque me acuerdo todavía que amaba a Nuestro Señor y que Él era muy bueno conmigo.
Siento mucho tormento, sobre todo estos últimos días. Es como si me entrase por la garganta un río de fuego que pasa por todo el cuerpo, y unido al dolor que he dicho antes. Como si me apretasen por detrás y por delante con planchas encendidas... No sé decir lo que sufro... Es tremendo tanto dolor... Parece que los ojos se salen de su sitio y como si tirasen para arrancarlos... Los nervios se ponen muy tirantes. El cuerpo está como doblado, no se puede mover ni un dedo... El olor que hay tan malo, no se puede respirar, pero todo esto no es nada en comparación del alma, que conociendo la bondad de Dios, se ve obligada a odiarle y, sobre todo, si le ha conocido y amado, sufre mucho más...”.
Josefa despedía este hedor intolerable siempre que volvía de una de sus visitas al infierno o cuando la arrebataba y atormentaba el demonio: olor de azufre, de carnes podridas y quemadas que, según fidedignos testigos, se percibía sensiblemente durante un cuarto de hora y a veces media hora, y cuya desagradable impresión conservaba ella misma mucho más tiempo todavía.
“Oí a un demonio, del cual había escapado un alma, forzado a confesar su impotencia. ‘Desconcertante... ¿cómo pueden hacer para que se me escapen tantas? Eran mías’ (y enumeró sus pecados)... ‘Trabajé muy duramente, y aún así se escaparon entre mis dedos... Alguien debe estar sufriendo y reparando por ellos’ (15 de enero de 1923).
Aquí está, finalmente, el texto completo de las notas de sor Josefa sobre “El infierno de las almas consagradas”. (Biografía: Capítulo VII, 4 de septiembre de 1922).
“La meditación del día fue sobre el Juicio Particular de las almas religiosas. Yo no podía liberar mi mente de este pensamiento, a pesar de la opresión que sentía. De pronto, me sentí rodeada y oprimida por un gran peso, de tal forma que en un instante, vi más claramente que nunca antes lo maravillosa que es la santidad de Dios y Su aborrecimiento del pecado.
Vi en un instante mi vida entera, desde mi primera confesión hasta este día. Todo me fue vívidamente presentado: mis pecados, las gracias que recibí, el día que entré en religión, mis vestidos de novicia, mis primeros votos, mis lecturas espirituales, mis tiempos de oración, los avisos que me fueron dados, y todas las ayudas de la vida religiosa. Imposible describir la confusión y la vergüenza que una alma siente en ese momento, cuando se da cuenta: ‘Todo está perdido, y estoy condenada para siempre’”.
Como en sus anteriores descensos al infierno, sor Josefa nunca se acusaba a sí misma de ningún pecado específico que pudiera haberla conducido a tal calamidad. Nuestro Señor había proyectado únicamente que ella sintiera las consecuencias, si hubiera merecido tal castigo. Sor Josefa escribió: “Instantáneamente, me encontré a mí misma en el infierno, pero no arrastrada allí como antes. El alma se precipita allí ella misma, como si fuera para esconderse de Dios y así ser libre de odiarlo y maldecirlo. Mi alma se precipitó en las profundidades abismales, cuyo fondo no puede ser visto, porque es inmenso... al mismo tiempo que oí a otras almas riéndose y alegrándose de verme compartir sus tormentos. Fue martirio suficiente oír las terribles imprecaciones provenientes de todas partes, pero que no puede ser comparado con la sed de lanzar maldiciones que se apodera de las almas, y cuanto más se maldice, más se desea maldecir y más aumenta esta sed. Nunca había sentido lo mismo antes. Las últimas veces mi alma había sido oprimida de angustia al oír estas horribles blasfemias, a pesar de ser completamente incapaz de producir ni un solo acto de amor. Pero hoy fue de otra manera. Vi el infierno como siempre antes, los largos corredores oscuros, las cavidades, las llamas... Oí las mismas blasfemias e imprecaciones, porque - y de esto he escrito ya antes - a pesar de que no eran visibles formas corporales, los tormentos se sentían como si estuvieran presentes, y las almas se reconocen las unas a las otras.
Una dijo: ‘Hola, ¿tú por aquí? ¿Y estás tú como nosotros? Nosotros éramos libres de tomar esos votos o no... ¡pero no!’. Y maldecían sus votos.
Algunas almas maldecían la vocación que habían recibido, y a la que no habían correspondido... la vocación que habían perdido porque no habían querido vivir humildes y mortificados... En una ocasión, cuando estaba en el infierno, vi un gran número de sacerdotes, religiosos y monjas, maldiciendo sus votos, sus órdenes, a sus superiores y a todo aquello que les había dado la Luz y la gracia que habían perdido.
Vi también a algunos prelados. Uno se acusaba a sí mismo de haber utilizado ilícitamente los bienes pertenecientes a la Iglesia. (28 de septiempre de 1922).
Los sacerdotes lanzaban maldiciones contra sus lenguas, las cuales habían consagrado; contra sus dedos, que habían portado el sagrado Cuerpo de Nuestro Señor; contra las absoluciones que habían concedido; mientras ellos estaban perdiendo sus propias almas; y contra la ocasión por la cual habían caído en el infierno”.
Según Sor Faustina Kowalska, están en el infierno quienes no creyeron en su existencia.


[1] http://uncioncatolica.blogspot.com.ar/2012/01/el-infierno-de-sor-josefa-menendez-oi.html

Felices los que creen sin ver



“Felices los que creen sin ver”. El Apóstol Tomás se muestra incrédulo frente al testimonio de los que han sido testigos de la resurrección, y exige la presencia sensible de Jesús para creer que Él ha resucitado. Días después, estando Tomás presente, Jesús se aparece a los discípulos, y le dice a Tomás que toque sus heridas, con lo cual Tomás finalmente cree en la Resurrección de Cristo. Sin embargo, a pesar de este reconocimiento, Jesús no felicita a Tomás, sino a quienes “creen sin ver”.
La razón es que la incredulidad de Tomás implica una doble desacreditación: del hecho de la Resurrección en sí mismo, con lo cual desacredita a la Persona de Jesucristo, con toda su vida y sus milagros, y reduce a la nada su Pasión y Muerte en Cruz, y del testimonio de la Iglesia naciente, representada en el resto de los Apóstoles y en los discípulos que fueron testigos presenciales de Cristo resucitado, con lo cual Tomás desacredita a la Iglesia en su condición de Esposa del Cordero y Testigo privilegiada de su Muerte y Resurrección.
Y con esta doble desacreditación, de Cristo y de su Iglesia, no queda otra opción que la construcción antitética de un nuevo cristo y de una nueva iglesia. La incredulidad de Tomás, por lo tanto, no es inocua, ya que se acerca peligrosamente al pecado contra el Espíritu Santo, y da lugar al anti-cristo y a la anti-iglesia. Por gracia y misericordia de Dios, Tomás corrige su incredulidad y se convierte en Santo Tomás, creyendo plenamente en Cristo resucitado.
Sin embargo, muchos en la Iglesia, actualmente, profundizan la postura incrédula de Tomás antes de la conversión, por medio de las teologías de la liberación, feminista, ecologista, progresista, y muchas otras, con lo que pretenden suplantar a Cristo y a su Iglesia por una falsa iglesia “progresista”, sin misterios sobrenaturales, sin milagros, sin resurrección, sin Dios Trino, sin Eucaristía.

lunes, 2 de julio de 2012

El Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza



“El Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza”. Ante el deseo expresado de un discípulo de “seguirlo adonde vaya”, Jesús le responde que Él no tiene “donde reclinar la cabeza”. Debido a que antes ha mencionado a las aves y a los zorros, que sí tienen dónde dormir, podría suponerse que con la expresión “el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza” se está refiriendo a la situación de carencia material que Él afrontará en su condición de misionero que anuncia el Evangelio. Así, quien siga a Jesús, no tendrá techo ni almohada mullida para descansar, debido a la pobreza evangélica, necesaria para alcanzar el Reino de los cielos.
Pero con esta expresión está significando también otra cosa, no solo que quien lo siga deberá vivir como Él, en la extrema pobreza, sino ante todo que deberá seguirlo en la Cruz, porque es ahí en donde literalmente no tiene “donde reclinar la cabeza”. Es en la Cruz, en la posición de crucificado, en donde Jesús no tiene descanso, debido a la posición de los brazos, y debido también a la pesada y enorme corona de espinas que le impide cualquier posición de reposo.
Quien quiera seguir a Cristo crucificado, debe estar dispuesto no sólo a vivir la pobreza de la Cruz, sino también a ser crucificado junto con Cristo y, como Él, en la Cruz, estar dispuesto también no tener un lugar donde reclinar la cabeza.

domingo, 1 de julio de 2012

"Tu fe te ha salvado"


       


 (Domingo XIII - TO - Ciclo B - 2012)

“Tu fe te ha salvado” (Mt 9, 18-26). En los dos episodios del Evangelio de hoy domina un solo gran tema: la fe. En el primer episodio, una mujer que padecía hemorragia crónica, se acerca a Jesús, y haciendo un gran acto de fe –“Con solo tocar su manto, quedaré curada”-, toca el manto de nuestro Señor, quedando inmediatamente curada. La mujer queda inmediatamente curada, y el milagro lo tiene merecido por su fe[1].
En el otro episodio, el jefe de la sinagoga, Jairo, acude a Cristo para que “imponga las manos” a su pequeña hija, que está gravemente enferma; antes de llegar Jesús, la niña muere pero Jesús la resucita.
En las dos personas que acuden a Jesús –una, secretamente, la mujer hemorroísa; la otra, abiertamente, el jefe de la sinagoga-, se resalta la solidez de la fe de ambos: la mujer hemorroísa cree tan firmemente en el poder de Jesús, que está segura que con solo tocar su manto, no a Él, quedará curada. Es tan fuerte su fe en Jesús, que no pretende ni siquiera que Él se moleste en hablarle o en curarla personalmente: con solo tocar el manto quedará curada. Una fe igualmente fuerte muestra el jefe de la sinagoga: su hija está enferma, gravemente enferma, probablemente agonizando ya en el momento en el que él se decide acudir a Jesús -y de hecho la niña muere en el transcurso del breve episodio de Jesús con la mujer hemorroísa-, y sin embargo, a pesar de que su hija agoniza, es decir, a pesar de que humanamente ya no hay esperanzas, porque la agonía es la etapa previa a la muerte, en donde nada se puede hacer desde el punto de vista humano y médico, el jefe de la sinagoga acude a Jesús: sabe que con solo imponerle las manos, su hija sanará.
La fe en Jesucristo que muestran tanto la mujer hemorroísa como el jefe de la sinagoga, son ejemplares para los cristianos, y de tal manera, que cada cristiano debería tener esa misma fe. En otras palabras, podríamos decir que si el cristiano no tiene la fe de la mujer hemorroísa y de Jairo, que es, nada menos, la misma fe de Pedro, la misma fe de Juan el Bautista, y la misma fe de la Iglesia, su fe en Cristo es demasiado débil o incluso errada. La Iglesia cree que Cristo es  el Hombre-Dios, Dios Hijo encarnado, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que ha asumido una naturaleza humana, sin dejar de ser Dios, que ha venido a este mundo para deshacer las obras del demonio, para derrotar al demonio y al infierno entero, para perdonarnos los pecados y, mucho más que eso, para donarnos su filiación divina, para hacernos ser hijos adoptivos de Dios, enalteciéndonos a una dignidad inimaginable, que no la tienen los ángeles más poderosos del cielo. La Iglesia cree que Cristo es el Cordero de Dios, el Cordero enviado por Dios Padre, para ser inmolado en el altar de la Cruz, para donarnos su Cuerpo como alimento y para que bebiendo su Sangre del cáliz nuestros corazones se inflamen en el fuego del Amor divino por el don del Espíritu Santo. La Iglesia cree que Jesucristo es Dios Hijo en Persona, que sin dejar de ser Dios, se ha anonadado, asumiendo una naturaleza humana, haciéndose hombre, para que los hombres nos hagamos Dios, para que seamos no solo infinitamente más grandes que los ángeles más grandes, sino para que seamos Dios, y esto es un don de su Amor tan inmensamente grande, que es inabarcable, y tanto, que no basta la eternidad para agradecerlo.
Es por esto que no da lo mismo tener la fe de la mujer hemorroísa y del jefe de la sinagoga, es decir, la fe de la Iglesia, a no tenerla. Es importante esta fe, porque es el paso previo para la gracia, y por lo tanto, para recibir los milagros, los dones y los prodigios que Jesús quiere hacer en nuestras vidas. En el evangelio se dice explícitamente de algunos lugares que Jesús “no pudo hacer milagros, a causa de la poca fe” (Mt 13, 58) que tenía la gente de esos lugares. Es decir, quien no creen en Cristo Dios, quien piensa que Jesús es solo un hombre santo, bueno, ejemplar, pero solo un hombre, no puede obtener de Él lo que Él nos quiere dar. Jesús quiere darnos milagros inimaginables, muchísimos, de todo tipo, pero con mucha frecuencia, se detiene con pena a las puertas de nuestro corazón, porque nuestra incredulidad en su condición de Dios le impide entregarnos la enorme cantidad de regalos celestiales que tiene para cada uno de nosotros.
Es importante la fe recta en Jesús, porque al dirigirnos a Jesús nos dirigimos a Dios, y así como nos dirijamos a Jesús, así es como tratamos a Dios, porque Él es Dios: el amor que le demos a Jesús, es el amor que le damos a Dios.
Finalmente, es importante la fe en Jesús, porque según sea nuestra fe en Él, así será nuestra fe en la Eucaristía, porque la Eucaristía es Jesús sacramentado; la Eucaristía es el mismo Jesús resucitado, es el mismo Dios que murió en la Cruz en el Calvario el Viernes Santo y que resucitó en el sepulcro el Domingo de resurrección; la Eucaristía es el mismo Cristo Jesús que curó a la mujer hemorroísa y que resucitó a la hija del jefe de la sinagoga.
Solo si tenemos esta fe en Jesús y en su presencia sacramental, la Eucaristía, y solo si adecuamos nuestro obrar a la fe que creemos, es decir, solo si obramos la misericordia para con nuestro prójimo más necesitado, podremos escuchar, del mismo Jesús, el día de nuestra muerte, el día en el que pasemos de esta vida a la vida eterna, el día en que seamos juzgados en nuestro juicio particular: “Tu fe te ha salvado”. 



[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, 380.

jueves, 28 de junio de 2012

El que escucha la Palabra y la pone en práctica entrará en el Reino



“El que escucha la Palabra y la pone en práctica entrará en el Reino” (cfr. Mt 7, 21-29). Jesús pone el acento en la práctica de la Palabra escuchada: el que escucha y practica, es el que “construye en roca firme”, es el que “entrará en el Reino”, porque será “reconocido” por Él. Por el contrario, el que escucha y no practica, “construye sobre arena” y no entrará en el Reino” porque “no será reconocido” por Jesús.
         La puesta en práctica de lo que se conoce teóricamente es esencial en el hombre para conocer cuál es su última intención, debido a la naturaleza misma del hombre, compuesta de materia y espíritu, de un alma “interior” y de un cuerpo “exterior”: el hombre es alma y cuerpo en unidad substancial, de modo tal que su expresión más perfecta es aquella originada en su interior que se completa con la obra exterior. Así, al buen pensamiento y al buen deseo, le debe seguir la buena obra, para que se refleje en esta la totalidad del hombre. En caso contrario, los buenos pensamientos y los buenos deseos quedan solo como expresiones de deseo que nunca se concretan; en este caso, la ausencia de acción buena contradice al buen pensamiento y al buen deseo, y en la práctica, la ausencia de bien es igual al mal.
         En otras palabras, no da lo mismo obrar la misericordia o no obrarla: en el primer caso, el hombre demuestra que quiere imitar a Cristo; en el segundo caso, al no obrar –siempre por negligencia, se entiende-, demuestra con su falta de obras que la imitación de Cristo no le interesa. En la misma línea, sostiene el Papa Benedicto XVI que “el cristiano debe pensar, actuar y amar como Jesús”[1]; sólo en ese caso demostrará no solo unidad en todo su ser, sino también que la imitación de Cristo en el amor es el objetivo de su paso por la tierra.
         No es lo mismo, por lo tanto, saber cuáles son las obras de misericordia, y a pesar de eso no ponerlas en práctica, a saberlas y ponerlas en práctica. Quien sabe y no obra, no entrará en el Reino de los cielos. Quien sabe y obra, sí entrará. Ésa es la única lógica de la salvación eterna.
        

martes, 26 de junio de 2012

Por sus frutos los conoceréis



“Por sus frutos los conoceréis” (Mt 7, 15-20). Jesús compara a las personas con árboles que dan frutos: así como los árboles buenos dan solo frutos buenos, y así como los malos dan solo frutos malos, de igual modo sucede con las personas.
         Pero el ejemplo se restringe a las personas religiosas, y específicamente, a aquellas que son cristianas católicas, las que han recibido el bautismo y, aún más a aquellas que practican de modo activo la religión. El ejemplo es necesario, puesto que la religión y la religiosidad, es decir, su práctica, son algo que aparece como común a todos, como cuando alguien ve a lo lejos un bosque: todos los árboles le parecen iguales, sin distinguir si unos están enfermos o sanos.
         La analogía con los frutos permite descubrir cuál es el espíritu que anima a la persona: así como un árbol enfermo, es decir, que está intoxicado con alguna plaga, da frutos malos, también intoxicados, así también una persona, que aunque siendo religiosa no está animada por el Espíritu Santo, sino por el espíritu de las tinieblas, da frutos espirituales malos: su llegada es sinónimo de división, de discordia, de enfrentamiento, de faltas de caridad. Por el contrario, la persona que está animada por el Espíritu Santo, es como el árbol cuyas raíces llegan hasta un arroyo de aguas límpidas: sus frutos espirituales son: caridad, comprensión, perdón.
         Finalmente, el cristiano que no da frutos buenos es, en las palabras de Cristo, un falso profeta, un anti-cristo que usa la religión y su práctica para esconder sus malos propósitos; es un lobo disfrazado de oveja, un engañador serial que, lejos de reflejar a Cristo y su misericordia, se convierte en un tenebroso destello del Príncipe de este mundo.