Jesús expulsa a los demonios que han poseído los
cuerpos de dos hombres y les permite que entren en una piara de cerdos, la cual
se precipita en el lago y termina ahogándose (Mt 8, 28-34).
Para
quienes dudan o directamente niegan la realidad de los ángeles caídos y del
infierno, son los santos quienes nos advierten, por orden del cielo, tener
siempre presente que el infierno es real y dura para siempre. Entre estos
santos, está la hermana Josefa Menéndez, una monja de la Sociedad del Sagrado
Corazón de Jesús, a quien Jesús se le apareció durante los años 1921-22 y 23,
concediéndole una gracia muy particular, poco frecuente entre los santos: conocer
en carne propia los sufrimientos del infierno[1].
Dios le permitió al diablo que la bajase hasta el infierno, en donde pasó
largas horas, a veces una noche entera, en una interminable agonía.
La Virgen le dijo el 25 de
octubre de 1922: “Todo lo que Jesús te da a ver y a sufrir de los tormentos del
infierno es para que puedas hacerlos conocer al mundo. Por lo tanto, olvídate
enteramente de ti misma, y piensa en la gloria de Dios y en la salvación de las
almas”. Entre otras experiencias, Sor Josefa escribe acerca de cuál es el mayor
tormento del infierno: “Una de estas almas condenadas gritó con desesperación: “Esta
es mi tortura... que deseo amar, y no puedo hacerlo; no hay nada que salga de
mi excepto odio y desesperación. Si uno de nosotros pudiese hacer tanto como un
simple acto de amor... esto ya no sería el infierno, pero no podemos. Vivimos
en el odio y la malevolencia” (23 de marzo 1922).
“Los ruidos de confusión y
blasfemias no cesan ni por un sólo instante. Un nauseabundo olor asfixia y
corrompe todo; es como el quemarse de la carne putrefacta, mezclado con
alquitrán y azufre... una mezcla a la que nada en la Tierra puede ser comparable”
(4 de septiembre de 1922).
Sor Josefa escucha también
las acusaciones hechas contra sí mismos por las almas condenadas: “Algunos
gimen a causa del fuego que quema sus manos. Quizás ellos eran ladrones, porque
dicen: “¿Donde está nuestro botín ahora?... Malditas manos... ¿Por qué deseé
poseer lo que no era mío... y que en cualquier caso, sólo podría haber poseído
por unos pocos días?”. Otros maldicen sus lenguas, sus ojos... cualquiera
miembro que fuese la ocasión con la que pecaron... “¡Ahora, oh cuerpo, estás
pagando el precio de los placeres con que te regalaste a ti mismo!... ¡¡¡Y todo
ello lo hiciste por tu propia y libre voluntad...!!!” (2 de abril 1922).
“Me pareció que la mayoría
se acusaba a sí mismos de pecados de impureza, de robo, de comercio
fraudulento; y la mayor parte de los condenados están en el infierno por estos
pecados” (6 de Abril de 1922).
“Algunos acusan a otras
personas, otros a las circunstancias, y todos maldicen las ocasiones de su
condenación” (Septiembre de 1922).
“Vi a mucha gente del mundo
terrenal caer dentro del infierno, y ahora las palabras no pueden describir ni
por asomo sus horribles y espantosos gritos: ‘Condenado para siempre... Yo me
engañaba a mi mismo... Estoy perdido... ESTOY AQUÍ PARA SIEMPRE JAMÁS’”.
“Hoy vi un vasto número de
gente caer dentro del ardiente abismo... Parecían unos vividores acostumbrados
a los placeres del mundo, y un demonio gritó con estruendo: “El mundo está
maduro para mí... Yo sé que la mejor manera de conseguir el control de las
almas es acrecentar su deseo por la diversión y el disfrute de los placeres... “Ponme
a mí en primer lugar...”; “Yo antes que los demás...”; “Y sobre todo nada de
humildad para mí, sino que déjame disfrutar a mis anchas...”. Esta clase de
palabras asegura mi victoria... y ellos mismos se lanzan en multitudes al fondo
del infierno” (4 de octubre de 1922).
“Hoy”, escribe Josefa, “no
bajé al infierno, sino que fui transportada a un lugar donde todo estaba oscuro,
pero en el centro había un enorme y espantoso fuego rojo. Me dejaron inmóvil y
no podía hacer ni el más mínimo movimiento. Alrededor de mí había siete u ocho
personas, sus cuerpos negros estaban desnudos, y yo podía verlos sólo por los
reflejos del fuego. Estaban sentados y hablaban. “Un diablo dijo a otro: “Tenemos
que ser muy cuidadosos para que no nos perciban. Podríamos ser fácilmente
descubiertos”. “El diablo respondió: “Insinuaos procurando que el descuido y la
negligencia se apoderen de ellos, pero manteniéndoos en la sombra, para que no
os descubran... gradualmente, ellos se volverán más y más descuidados,
indiferentes al bien y al mal, sin ningún tipo de compasión ni amor, y vosotros
seréis capaces de inclinarlos hacia el mal. Tentad a estos otros con la
ambición, con el amor por sí mismos, que no busquen nada más que su propio
interés, CON ADQUIRIR RIQUEZAS SIN TRABAJAR... de forma legal o no. Excitad a
aquellos otros hacia la sensualidad y el amor al placer. Dejad que el vicio los
ciegue” (Aquí usaron palabras obscenas). “Y con el resto... explorad sus
corazones... así conoceréis sus inclinaciones... haced que amen
apasionadamente... Actuad sin ningún escrúpulo... no descanséis... no tengáis
piedad... El mundo debe ir hacia la condenación... y que las almas no se me
escapen”.
De vez en cuando, los discípulos
de Satán respondían: “Somos tus esclavos... trabajaremos sin descanso. Sí,
muchos luchan contra nosotros, pero trabajaremos noche y día. ¡Conocemos tu
poder!”. Hablaban todos a la vez, y el que yo entendí que era Satán usaba palabras
espantosas. En la distancia, pude oír un bullicio de fiesta, el tintineo de las
copas, y gritó: “¡Dejad que ellos mismos se junten en sus comidas! Eso lo
pondrá todo más fácil para nosotros. Dejadlos que vayan a sus banquetes. El
amor al placer es la puerta por la que vosotros os apoderaréis de ellos... Y
esas almas ya no serán capaces de escapar de mí”. Añadió cosas tan horribles
que nunca podrían ser escritas ni dichas. Luego, como sumergidos en un remolino
de humo, se desvanecieron (3 de febrero de 1923).
El demonio gritaba
rabiosamente por un alma que se le escapaba: “Llenad su alma de miedo, llevadla
a la desesperación. ¡Si ella pone su confianza en la misericordia de ese...
(aquí usó palabras blasfemas contra Nuestro Señor), todo estará perdido! Pero
no; llevadla a la desesperación, no la dejéis ni por un instante, por encima de
todo, haced que se desespere...”. Entonces el infierno resonó con gritos
frenéticos, y cuando finalmente el diablo me arrojó fuera del abismo, se fue
amenazándome.
Entre otras cosas, decía: “¿Es
posible que tales enclenques criaturas tengan más poder que yo, que soy tan
poderoso?... Debo enmascarar mi presencia, trabajar en la sombra, cualquier
esquina será buena para tentarlos... susurrando a un oído... en las hojas de un
libro... debajo de una cama... Algunas almas no me prestan atención, pero
hablaré y hablaré, y a fuerza de hablar, alguna palabra quedará... ¡Sí, debo
ocultarme en lugares en los que no pueda ser descubierto!” (7, 8 febrero de
1923).
Josefa, en su retorno desde
el infierno, notó lo siguiente: “Vi varias almas caer dentro del infierno, y
entre ellas estaba una niña de quince años, maldiciendo a sus padres por no
haberle hablado del temor de Dios ni por haberla avisado de que existía un
lugar como el infierno. Su vida fue muy corta, decía ella, pero llena de
pecado, porque ella le concedió hasta el límite todo lo que su cuerpo y sus
pasiones le pedían en el camino de su autosatisfacción, especialmente había
leído malos libros” (22 de marzo de 1923).
“Los ruidos de confusión y
blasfemias no cesan ni por un sólo instante. Un nauseabundo olor asfixia y
corrompe todo; es como el quemarse de la carne putrefacta, mezclado con
alquitrán y azufre... una mezcla a la que nada en la Tierra puede ser comparable”
(4 de septiembre de 1922).
Otra vez, escribe: “Las
almas estaban maldiciendo la vocación que habían recibido, pero no seguido...
la vocación que habían perdido, porque no tenían la voluntad de vivir una vida
oculta y mortificada...” (18 de marzo de 1922).
“La noche del miércoles al
jueves 16 de marzo, serían las diez, empecé a sentir como los días anteriores
ese ruido tan tremendo de cadenas y gritos. En seguida me levanté, me vestí y
me puse en el suelo de rodillas. Estaba llena de miedo. El ruido seguía; salí
del dormitorio sin saber a dónde ir ni qué hacer. Entré un momento en la celda
de Nuestra Beata Madre... Después volví al dormitorio y siempre el mismo ruido.
Sería algo más de las doce cuando de repente vi delante de mí al demonio que
decía: “Atadle los pies... atadle las manos”. Perdí conocimiento de dónde
estaba y sentí que me ataban fuertemente, que tiraban de mí, arrastrándome.
Otras voces decían: “No son los pies los que hay que atarle... es el corazón”.
Y el diablo contestó: “Ése no es mío”. Me parece que me arrastraron por un camino muy largo.
Empecé a oír muchos gritos,
y en seguida me encontré en un pasillo muy estrecho. En la pared hay como unos
nichos, de donde sale mucho humo pero sin llama, y muy mal olor. Yo no puedo
decir lo que se oye, toda clase de blasfemias y de palabras impuras y
terribles. Unos maldicen su cuerpo... otros maldicen a su padre o madre...
otros se reprochan a ellos mismos el no haber aprovechado tal ocasión o tal luz
para abandonar el pecado. En fin, es una confusión tremenda de gritos de rabia
y desesperación.
Pasé por un pasillo que no
tenía fin, y luego, dándome un golpe en el estómago, que me hizo como doblarme
y encogerme, me metieron en uno de aquellos nichos, donde parecía que me apretaban
con planchas encendidas y como que me pasaban agujas muy gordas por el cuerpo,
que me abrasaban. En frente de mí y cerca, tenía almas que me maldecían y
blasfemaban. Es lo que más me hizo sufrir... pero lo que no tiene comparación
con ningún tormento es la angustia que siente el alma, viéndose apartada de
Dios.
“Me pareció que pasé muchos
años en este infierno, aunque sólo fueron seis o siete horas... Luego sentí que
tiraban otra vez de mí, y después de ponerme en un sitio muy oscuro, el
demonio, dándome como una patada me dejó libre. No puedo decir lo que sintió mi
alma cuando me di cuenta de que estaba viva y que todavía podía amar a Dios.
“Para poderme librar de este
infierno y aunque soy tan miedosa para sufrir, yo no sé a qué estoy dispuesta. Veo
con mucha claridad que todo lo del mundo no es nada en comparación del dolor
del alma que no puede amar, porque allí no se respira más que odio y deseo de
la perdición de las almas (...) Cuando entro en el infierno, oigo como unos
gritos de rabia y de alegría, porque hay un alma más que participa de sus
tormentos. No me acuerdo entonces de haber estado allí otras veces, sino que me
parece que es la primera vez. También creo que ha de ser para toda la eternidad
y eso me hace sufrir mucho, porque recuerdo que conocía y amaba a Dios, que
estaba en la Religión,
que me ha concedido muchas gracias y muchos medios para salvarme... ¿Qué he
hecho para perder tanto bien...? ¿Cómo he sido tan ciega...? ¡Y ya no hay
remedio...! También me acuerdo de mis Comuniones, de que era novicia, pero lo
que más me atormenta es que amaba a Nuestro Señor muchísimo... Lo conocía y era
todo mi tesoro... No vivía sino para Él... ¿Cómo ahora podré vivir sin Él...?
Sin amarlo.., oyendo siempre estas blasfemias y este odio... siento que el alma
se oprime y se ahoga... Yo no sé explicarlo bien porque es imposible”.
Más de una vez presencia la
lucha encarnizada del demonio para arrebatar a la Misericordia Divina
tal o cual alma que ya creía suya.
Entonces los padecimientos
de Josefa entran, a lo que parece, en los planes de Dios, como rescate de estas
pobres almas, que le deberán la última y definitiva victoria, en el instante de
la muerte.
“El diablo estaba muy
furioso porque quería que se perdieran tres almas... Gritaba con rabia: ‘¡Que
no se escapen...! ¡que se van...! ¡Fuerte...! ¡fuerte!’. Esto así, sin cesar,
con unos gritos de rabia que contestaban, de lejos, otros demonios. Durante
varios días presencié estas luchas. “Yo supliqué al Señor que hiciera de mí lo
que quisiera, con tal que estas almas no se perdiesen. Me fui también a la Virgen Y Ella me dio gran
tranquilidad porque me dejó dispuesta a sufrirlo todo para salvarlas, y creo
que no permitirá que el diablo salga victorioso (...) El demonio gritaba mucho:
‘¡No la dejéis...! ¡Estad atentos a todo lo que las pueda turbar...! ¡Que no se
escapen... haced que se desesperen...!’.
Era tremenda la confusión
que había de gritos y de blasfemias. Luego oí que decía furioso: ‘¡No importa!
Aún me quedan dos... Quitadles la confianza...’. Yo comprendí que se le había
escapado una, que había ya pasado a la eternidad, porque gritaba: ‘Pronto... De
prisa... Que estas dos no se escapen... Tomadlas, que se desesperen... Pronto,
que se nos van’.
En seguida, con un rechinar
de dientes y una rabia que no se puede decir, yo sentía esos gritos tremendos: ‘¡Oh
poder de Dios que tienen más fuerza que yo...! ¡Todavía tengo una.., y no
dejaré que se la lleve...!’.
El infierno todo ya no fue
más que un grito de desesperación, con un desorden muy grande y los diablos
chillaban y se quejaban y blasfemaban horriblemente. Yo conocí con esto que las
almas se habían salvado. Mi corazón saltó de alegría, pero me veía
imposibilitada para hacer un acto de amor. Aún siento en el alma necesidad de amar...
No siento odio hacia Dios como estas otras almas, y cuando oigo que maldicen y
blasfeman, me causa mucha pena; no sé qué sufriría para evitar que Nuestro
Señor sea injuriado y ofendido. Lo que me apura es que pasando el tiempo seré
como los otros.
Esto me hace sufrir mucho,
porque me acuerdo todavía que amaba a Nuestro Señor y que Él era muy bueno
conmigo.
Siento mucho tormento, sobre
todo estos últimos días. Es como si me entrase por la garganta un río de fuego
que pasa por todo el cuerpo, y unido al dolor que he dicho antes. Como si me
apretasen por detrás y por delante con planchas encendidas... No sé decir lo
que sufro... Es tremendo tanto dolor... Parece que los ojos se salen de su
sitio y como si tirasen para arrancarlos... Los nervios se ponen muy tirantes.
El cuerpo está como doblado, no se puede mover ni un dedo... El olor que hay
tan malo, no se puede respirar, pero todo esto no es nada en comparación del
alma, que conociendo la bondad de Dios, se ve obligada a odiarle y, sobre todo,
si le ha conocido y amado, sufre mucho más...”.
Josefa despedía este hedor
intolerable siempre que volvía de una de sus visitas al infierno o cuando la
arrebataba y atormentaba el demonio: olor de azufre, de carnes podridas y
quemadas que, según fidedignos testigos, se percibía sensiblemente durante un cuarto
de hora y a veces media hora, y cuya desagradable impresión conservaba ella
misma mucho más tiempo todavía.
“Oí a un demonio, del cual
había escapado un alma, forzado a confesar su impotencia. ‘Desconcertante...
¿cómo pueden hacer para que se me escapen tantas? Eran mías’ (y enumeró sus
pecados)... ‘Trabajé muy duramente, y aún así se escaparon entre mis dedos...
Alguien debe estar sufriendo y reparando por ellos’ (15 de enero de 1923).
Aquí está, finalmente, el
texto completo de las notas de sor Josefa sobre “El infierno de las almas
consagradas”. (Biografía: Capítulo VII, 4 de septiembre de 1922).
“La meditación del día fue
sobre el Juicio Particular de las almas religiosas. Yo no podía liberar mi
mente de este pensamiento, a pesar de la opresión que sentía. De pronto, me
sentí rodeada y oprimida por un gran peso, de tal forma que en un instante, vi
más claramente que nunca antes lo maravillosa que es la santidad de Dios y Su
aborrecimiento del pecado.
Vi en un instante mi vida entera,
desde mi primera confesión hasta este día. Todo me fue vívidamente presentado:
mis pecados, las gracias que recibí, el día que entré en religión, mis vestidos
de novicia, mis primeros votos, mis lecturas espirituales, mis tiempos de
oración, los avisos que me fueron dados, y todas las ayudas de la vida
religiosa. Imposible describir la confusión y la vergüenza que una alma siente
en ese momento, cuando se da cuenta: ‘Todo está perdido, y estoy condenada para
siempre’”.
Como en sus anteriores
descensos al infierno, sor Josefa nunca se acusaba a sí misma de ningún pecado
específico que pudiera haberla conducido a tal calamidad. Nuestro Señor había
proyectado únicamente que ella sintiera las consecuencias, si hubiera merecido
tal castigo. Sor Josefa escribió: “Instantáneamente, me encontré a mí misma en
el infierno, pero no arrastrada allí como antes. El alma se precipita allí ella
misma, como si fuera para esconderse de Dios y así ser libre de odiarlo y maldecirlo.
Mi alma se precipitó en las profundidades abismales, cuyo fondo no puede ser
visto, porque es inmenso... al mismo tiempo que oí a otras almas riéndose y
alegrándose de verme compartir sus tormentos. Fue martirio suficiente oír las
terribles imprecaciones provenientes de todas partes, pero que no puede ser
comparado con la sed de lanzar maldiciones que se apodera de las almas, y cuanto
más se maldice, más se desea maldecir y más aumenta esta sed. Nunca había
sentido lo mismo antes. Las últimas veces mi alma había sido oprimida de
angustia al oír estas horribles blasfemias, a pesar de ser completamente
incapaz de producir ni un solo acto de amor. Pero hoy fue de otra manera. Vi el
infierno como siempre antes, los largos corredores oscuros, las cavidades, las
llamas... Oí las mismas blasfemias e imprecaciones, porque - y de esto he
escrito ya antes - a pesar de que no eran visibles formas corporales, los
tormentos se sentían como si estuvieran presentes, y las almas se reconocen las
unas a las otras.
Una dijo: ‘Hola, ¿tú por
aquí? ¿Y estás tú como nosotros? Nosotros éramos libres de tomar esos votos o
no... ¡pero no!’. Y maldecían sus votos.
Algunas almas maldecían la
vocación que habían recibido, y a la que no habían correspondido... la vocación
que habían perdido porque no habían querido vivir humildes y mortificados... En
una ocasión, cuando estaba en el infierno, vi un gran número de sacerdotes,
religiosos y monjas, maldiciendo sus votos, sus órdenes, a sus superiores y a
todo aquello que les había dado la
Luz y la gracia que habían perdido.
Vi también a algunos
prelados. Uno se acusaba a sí mismo de haber utilizado ilícitamente los bienes
pertenecientes a la Iglesia.
(28 de septiempre de 1922).
Los sacerdotes lanzaban
maldiciones contra sus lenguas, las cuales habían consagrado; contra sus dedos,
que habían portado el sagrado Cuerpo de Nuestro Señor; contra las absoluciones
que habían concedido; mientras ellos estaban perdiendo sus propias almas; y
contra la ocasión por la cual habían caído en el infierno”.
Según Sor Faustina Kowalska,
están en el infierno quienes no creyeron en su existencia.
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