(Domingo XIII - TO - Ciclo B - 2012)
“Tu fe te ha salvado” (Mt 9, 18-26). En los dos episodios del
Evangelio de hoy domina un solo gran tema: la fe. En el primer episodio, una
mujer que padecía hemorragia crónica, se acerca a Jesús, y haciendo un gran acto
de fe –“Con solo tocar su manto, quedaré curada”-, toca el manto de nuestro
Señor, quedando inmediatamente curada. La mujer queda inmediatamente curada, y
el milagro lo tiene merecido por su fe[1].
En el otro episodio, el jefe
de la sinagoga, Jairo, acude a Cristo para que “imponga las manos” a su pequeña
hija, que está gravemente enferma; antes de llegar Jesús, la niña muere pero
Jesús la resucita.
En las dos personas que
acuden a Jesús –una, secretamente, la mujer hemorroísa; la otra, abiertamente,
el jefe de la sinagoga-, se resalta la solidez de la fe de ambos: la mujer
hemorroísa cree tan firmemente en el poder de Jesús, que está segura que con
solo tocar su manto, no a Él, quedará curada. Es tan fuerte su fe en Jesús, que
no pretende ni siquiera que Él se moleste en hablarle o en curarla
personalmente: con solo tocar el manto quedará curada. Una fe igualmente fuerte
muestra el jefe de la sinagoga: su hija está enferma, gravemente enferma,
probablemente agonizando ya en el momento en el que él se decide acudir a Jesús
-y de hecho la niña muere en el transcurso del breve episodio de Jesús con la
mujer hemorroísa-, y sin embargo, a pesar de que su hija agoniza, es decir, a
pesar de que humanamente ya no hay esperanzas, porque la agonía es la etapa
previa a la muerte, en donde nada se puede hacer desde el punto de vista humano
y médico, el jefe de la sinagoga acude a Jesús: sabe que con solo imponerle las
manos, su hija sanará.
La fe en Jesucristo que
muestran tanto la mujer hemorroísa como el jefe de la sinagoga, son ejemplares
para los cristianos, y de tal manera, que cada cristiano debería tener esa
misma fe. En otras palabras, podríamos decir que si el cristiano no tiene la fe
de la mujer hemorroísa y de Jairo, que es, nada menos, la misma fe de Pedro, la
misma fe de Juan el Bautista, y la misma fe de la Iglesia, su fe en Cristo
es demasiado débil o incluso errada. La Iglesia cree que Cristo es el Hombre-Dios, Dios Hijo encarnado, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad,
que ha asumido una naturaleza humana, sin dejar de ser Dios, que ha venido a
este mundo para deshacer las obras del demonio, para derrotar al demonio y al
infierno entero, para perdonarnos los pecados y, mucho más que eso, para
donarnos su filiación divina, para hacernos ser hijos adoptivos de Dios,
enalteciéndonos a una dignidad inimaginable, que no la tienen los ángeles más
poderosos del cielo. La
Iglesia cree que Cristo es el Cordero de Dios, el Cordero
enviado por Dios Padre, para ser inmolado en el altar de la Cruz, para donarnos su Cuerpo
como alimento y para que bebiendo su Sangre del cáliz nuestros corazones se
inflamen en el fuego del Amor divino por el don del Espíritu Santo. La Iglesia cree que
Jesucristo es Dios Hijo en Persona, que sin dejar de ser Dios, se ha anonadado,
asumiendo una naturaleza humana, haciéndose hombre, para que los hombres nos
hagamos Dios, para que seamos no solo infinitamente más grandes que los ángeles
más grandes, sino para que seamos Dios, y esto es un don de su Amor tan
inmensamente grande, que es inabarcable, y tanto, que no basta la eternidad
para agradecerlo.
Es por esto que no da lo
mismo tener la fe de la mujer hemorroísa y del jefe de la sinagoga, es decir,
la fe de la Iglesia,
a no tenerla. Es importante esta fe, porque es el paso previo para la gracia, y
por lo tanto, para recibir los milagros, los dones y los prodigios que Jesús
quiere hacer en nuestras vidas. En el evangelio se dice explícitamente de
algunos lugares que Jesús “no pudo hacer milagros, a causa de la poca fe” (Mt 13, 58) que tenía la gente de esos
lugares. Es decir, quien no creen en Cristo Dios, quien piensa que Jesús es
solo un hombre santo, bueno, ejemplar, pero solo un hombre, no puede obtener de
Él lo que Él nos quiere dar. Jesús quiere darnos milagros inimaginables,
muchísimos, de todo tipo, pero con mucha frecuencia, se detiene con pena a las
puertas de nuestro corazón, porque nuestra incredulidad en su condición de Dios
le impide entregarnos la enorme cantidad de regalos celestiales que tiene para
cada uno de nosotros.
Es importante la fe recta en
Jesús, porque al dirigirnos a Jesús nos dirigimos a Dios, y así como nos
dirijamos a Jesús, así es como tratamos a Dios, porque Él es Dios: el amor que
le demos a Jesús, es el amor que le damos a Dios.
Finalmente, es importante la
fe en Jesús, porque según sea nuestra fe en Él, así será nuestra fe en la Eucaristía, porque la Eucaristía es Jesús
sacramentado; la Eucaristía
es el mismo Jesús resucitado, es el mismo Dios que murió en la Cruz en el Calvario el
Viernes Santo y que resucitó en el sepulcro el Domingo de resurrección; la Eucaristía es el mismo
Cristo Jesús que curó a la mujer hemorroísa y que resucitó a la hija del jefe
de la sinagoga.
Solo si tenemos esta fe en
Jesús y en su presencia sacramental, la Eucaristía, y solo si adecuamos nuestro obrar a
la fe que creemos, es decir, solo si obramos la misericordia para con nuestro
prójimo más necesitado, podremos escuchar, del mismo Jesús, el día de nuestra
muerte, el día en el que pasemos de esta vida a la vida eterna, el día en que
seamos juzgados en nuestro juicio particular: “Tu fe te ha salvado”.
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