“Tus pecados te son perdonados” (Mt 9, 1-8). Quien quiera conocer a Dios,
en su ser más íntimo, no tiene otra cosa que hacer que meditar en las palabras
de Jesús al paralítico, a través de las cuales perdona sus pecados, pues en
ellas se manifiesta la infinita misericordia divina para con el hombre pecador.
Hay quienes acusan a Dios de ser un Dios severo,
castigador, que se complace en castigar hasta la más mínima falta del hombre,
pero quienes así piensan, olvidan precisamente el episodio del paralítico, en
el que está representado el perdón de Dios al hombre. Lejos de castigarlo como
su pecado de rebelión en el Paraíso lo merecía, Dios da paso al Amor infinito
que brota de su Ser divino como de un manantial inagotable, para derramarlo
sobre los hombres, sin tenerles en cuenta la ofensa cometida.
A pesar de esto, el perdón de los pecados no es,
con todo lo que supone, la muestra última del Amor divino: es solo el paso
previo para otra muestra de amor divino, insondable, incomprensible,
inabarcable, y es el don de la filiación divina, por el cual el Hijo de Dios
nos hace ser hijos de Dios con la misma filiación con la cual Él es Hijo de
Dios desde la eternidad.
Este don del Amor misericordioso de Dios,
manifestado en el perdón de los pecados y en el don de la filiación divina, es
el fundamento por el cual el cristiano debe perdonar al prójimo “setenta veces
siete” y también “amar al enemigo”, como lo pide Jesús. Quien obra de esta
manera, es como el que “construye sobre roca firme”, puesto que se convierte,
más que en imitador del mismo Hombre-Dios, en un reflejo y destello de su
bondad y de su misericordia, contribuyendo de esa manera a que este mundo sea
menos sombrío y más luminoso.
Por el contrario, quien se niega a perdonar a su
prójimo, y quien se niega a amar a su enemigo, se convierte a sí mismo en una
tenebrosa sombra viviente, cómplice y aliada en el mal de los ángeles caídos.
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