sábado, 18 de noviembre de 2017

“El Reino de los Cielos es también como un hombre que, al salir de viaje, llamó a sus servidores y les confió sus bienes”


"Parábola de los talentos"
(Mironov)

(Domingo XXXIII - TO - Ciclo A – 2017)

         “El Reino de los Cielos es también como un hombre que, al salir de viaje, llamó a sus servidores y les confió sus bienes” (Mt 25, 14-30). En la parábola de los talentos, Jesús narra la diversa situación de tres servidores a quienes su señor les otorga talentos –monedas de plata- para que multipliquen sus beneficios mientras él está de viaje. El primero de los sirvientes recibió cinco y, negociando, ganó otros cinco; el que recibió dos, hizo lo mismo y ganó otros dos, pero el que recibió uno, en vez de negociar para ganar, tal como les había pedido su señor, fue y lo enterró, por temor a perderlo y así enojar a su señor. A su regreso, el señor recompensa –de manera exorbitada y desmesurada- a los dos primeros, ya que por el solo hecho de haber ganado cinco y dos talentos de plata, respectivamente, les concede “participar del gozo de tu señor”, lo cual significa participar de todo lo que su señor es y tiene. Sin embargo, implícitamente, se refiere ya aquí al Reino de Dios, que es gozo, en el Amor de Dios, por la contemplación de la Trinidad. Esto es lo que significa, en última instancia, la expresión de Jesús “participar del gozo de tu señor”. En la práctica, los nombra reyes, tal como es él. Sin embargo, con el tercero, con el que enterró el talento, el señor no se mostró indulgente ni comprensivo: luego de retarlo y de describir su falta –lo trata de servidor “malo y perezoso”-, le dice lo que tendría que haber hecho –colocar el dinero en el banco y así ganar intereses-, le retira a este servidor inútil lo que tenía y se lo da al que tenía más, y lo echa “afuera, a las tinieblas, donde hay llanto y rechinar de dientes”. Está claro que el “afuera” no se refiere a una propiedad terrena, sino al Infierno, porque es ahí en donde hay “llanto y rechinar de dientes”.
Como en toda parábola de Jesús, es necesario, luego de la composición de lugar, reemplazar los elementos naturales por los sobrenaturales -aunque aquí lo sobrenatural ya está explicitado en el “gozo del señor”, esto es, el Cielo, y en el “llanto y rechinar de dientes”, el Infierno- para reflexionar acerca de su enseñanza.
El centro de la parábola son los talentos, ya que del uso que hacen de ellos, depende el destino de los servidores: en la parábola, los talentos son monedas de plata; en nuestra vida, los talentos son todos los dones, tanto naturales –vida, inteligencia, voluntad, libertad, memoria-, como sobrenaturales –fe, esperanza, caridad, la gracia de la filiación divina en el bautismo, la gracia del Cuerpo y Sangre de Jesús en la Eucaristía; el don del Espíritu Santo en la Confirmación; el don de la Santa Misa, renovación incruenta del Santo Sacrificio de la Cruz; el don de la Virgen como Nuestra Madre celestial; el don de la Confesión Sacramental; el don de la oración; el don de la Adoración Eucarística; y así, con infinidades de dones sobrenaturales; los siervos de la parábola, somos los católicos; el señor de la parábola, es Dios Uno y Trino; la partida de su señor, es la Ascensión de Jesús a los cielos y su regreso, en el que pide cuentas de los talentos, es el día de la muerte y Juicio Particular consecutivo, como así también el Día del Juicio Final y su Segunda Venida en la gloria; la rendición de cuentas, es también la rendición de cuentas que Nuestro Señor nos pedirá en el Juicio Particular y en el Juicio Final, acerca de cómo obramos con los dones o talentos que nos dio. Allí, en ese momento, nos daremos cuenta del don inapreciable que es el poder asistir a una sola Misa, siquiera; nos daremos cuenta del don inapreciable del perdón divino recibido en la Confesión Sacramental; de lo que significa ser hijo adoptivo de Dios; de lo que significa la gracia santificante, que nos hace partícipes de la vida divina; lo que significa la Cruz de cada día, camino y fuente de salvación eterna; lo que significan las enfermedades y tribulaciones, que son dones del Amor de Dios, que por su medio quiere santificarnos y llevarnos al Cielo.
En ese día, en el Día del Juicio Particular, nos daremos cuenta de la inmensidad de dones del Amor de Dios que recibimos, y nos daremos cuenta también, cuán poco o nada de ese Amor Divino devolvimos. Renegar de la Cruz, renegar de una enfermedad y no sobrellevarla con amor por Cristo; faltar a Misa por pereza; dejar de lado la oración por pasatiempos vanos; comulgar distraída y mecánicamente; no perdonar a nuestro prójimo; no saber pedir perdón; no amar al enemigo, como nos pide Jesús, y tantos otros dones más, son talentos enterrados, de los cuales deberemos rendir cuentas. Que el amor al enemigo sea un don propio del cristiano, y que debe ser visto por los demás para que crean en Jesús, y si no lo hace, los paganos blasfeman el Nombre de Jesús, lo dice uno de los Padres de la Iglesia: “Cuando nos oyen decir que Dios afirma: Si amáis a los que os aman no es grande vuestro mérito, pero grande es vuestra virtud si amáis a vuestros enemigos y a quienes os odian, se llenan de admiración ante la sublimidad de estas palabras; pero luego, al contemplar cómo no amamos a los que nos odian y que ni siquiera sabemos amar a los que nos aman, se ríen de nosotros y con ello el nombre de Dios es blasfemado”[1]. En este caso, por ejemplo, no amar al enemigo es enterrar el talento, es decir, la gracia, según la cual debíamos perdonar setenta veces siete y amar al enemigo. Y si enterramos los dones, si despreciamos la gracia, escucharemos la espantosa sentencia del Terrible Juez: “Vete de Mi Presencia, aléjate de Mí para siempre, siervo malo y perezoso. Puesto que no aprovechaste los dones que te di en la vida terrena, necesarios para entrar en la vida eterna, te quedarás para siempre en el Abismo del dolor, en donde solo hay odio, llanto y rechinar de dientes”. Por este motivo, es urgente, para la vida espiritual del cristiano, el saber no solo reconocer los dones dados por Dios, sino hacerlos fructificar.
Si no queremos ser como el tercer siervo –malo y perezoso-, luchemos contra el pecado -es decir, la malicia- que anida en nuestro propio corazón, no en el corazón del prójimo; luchemos contra la pereza, madre de todos los pecados y vicios, y luchemos por hacer fructificar los dones que Dios nos dio. Sólo así, podremos escuchar, al final de nuestra vida terrena, y en el inicio de la vida eterna: “Servidor bueno y fiel, entra a participar del gozo de tu Señor”.





[1] De la Homilía de un autor del siglo segundo, Cap. 13, 2--14, 5: Funk 1, 159-161.

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