(Domingo
XXXI - TO - Ciclo A – 2017)
“El que se ensalza será humillado, y el que se humilla será
ensalzado” (cfr. Mt 23, 1-12). Jesús
advierte a sus discípulos y a la multitud acerca de la soberbia de los escribas
y fariseos, previniéndolos para que no los imiten en aquello que es su defecto
dominante, la soberbia.
Comentando este pasaje del Evangelio, San Hilario[1]
nos advierte que, como siervos del Señor, seremos juzgados, no por las hermosas
palabras que podamos llegar a decir –como las dicen los fariseos-, ya que solo
las obras buenas alcanzan el Reino de los cielos, mientras que las bellas
palabras, sin obras, son palabras que se lleva el viento: “El Señor nos
advierte que las palabras halagadoras y el aspecto amable deben juzgarse por
los frutos que producen. Debemos entonces apreciar a alguien, no por cómo se
presenta en palabras, pero tal y como realmente es en sus actos”. Muchos
cristianos tienen a flor de labios palabras mansas y suaves, pero esconden una “rabia
de lobo”; son espinos que solo producen espinos y no uvas ni higos: “Pues a
menudo bajo apariencias de ovejas se disimula una rabia de lobo (Mt 7,15). Y así como los espinos no
producen uvas, ni los abrojos higos..., nos dice Jesús, no es en esas bellas
palabras que consiste la realidad de las buenas obras; todos los hombres deben
ser juzgados según sus frutos (v.16-18)”. Si nosotros, como cristianos, nos
limitamos solo a decir bellas palabras, pero no las acompañamos de obras
buenas, no nos alcanza para ingresar en el Reino de Dios: “No, un servicio que
se limitaría a pronunciar bellas palabras no es suficiente para obtener el
Reino de los cielos; no es aquel que diga: “Señor, Señor” quien será el
heredero (v.21)”.
Luego
continúa San Hilario, advirtiéndonos en el mismo sentido, que el Reino de los
cielos se gana cumpliendo la Voluntad de Dios –manifestada en la Pasión de
Jesús, esto es, la Voluntad de Dios es que imitemos a su Hijo en la Pasión-,
obrando el bien y cumpliendo la Ley de Dios; en caso contrario, si obramos
obras de injusticia –maldad, envidia, lujuria, rencor, pereza, gula, etc.-,
seremos rechazados por Dios: “¿A qué rimaría una santidad que se limitaría
solamente a la invocación de un nombre, si el camino del Reino de los cielos se
encuentra en la obediencia de la Voluntad de Dios? Debemos poner de nuestra
parte, si queremos alcanzar la felicidad eterna. Debemos dar algo de nuestros
fondos propios: desear el bien, evitar el mal y obedecer de todo corazón los
preceptos divinos. Seremos reconocidos por Dios como suyos por una actitud como
esta. Conformemos pues nuestros actos a su voluntad en vez de glorificarnos de
su poder. Porque despreciará y rechazará
aquellos que se alejaran ellos mismos de él por la injusticia de sus actos”[2]. Hasta aquí, el comentario de San Hilario acerca de la prevención que nos hace Jesús de evitar la soberbia y malas obras de los fariseos.
Entonces, seremos rechazados si nuestras obras son injustas, aun cuando nuestras palabras sean buenas. Un ejemplo de obras injustas, de nuestros días, que nos produce vergüenza ajena y que nos da una idea del grado de decadencia moral y espiritual de gran parte de la sociedad, es que un fornicario y adúltero público obtiene un reconocimiento social explosivo por el hecho de ser adúltero y fornicario. Lo que es peor y lo que indigna mucho más que el odioso pecado de la fornicación, es que muchos de los que lo reconocen y lo aplauden en su pecado mortal, y lo alaban y propagan su adulterio y fornicación como un mérito, son católicos, que con dichas obras injustas, se convierten en el ejemplo perfecto de quienes desmerecen por completo el Reino de los cielos. O se cumplen los Mandamientos de la Ley de Dios, o se cumplen los mandamientos de Satanás y quienes alaban la fornicación y el adulterio, cumplen los mandamientos de Satanás y hacen sus obras y no las de Dios.
Entonces, seremos rechazados si nuestras obras son injustas, aun cuando nuestras palabras sean buenas. Un ejemplo de obras injustas, de nuestros días, que nos produce vergüenza ajena y que nos da una idea del grado de decadencia moral y espiritual de gran parte de la sociedad, es que un fornicario y adúltero público obtiene un reconocimiento social explosivo por el hecho de ser adúltero y fornicario. Lo que es peor y lo que indigna mucho más que el odioso pecado de la fornicación, es que muchos de los que lo reconocen y lo aplauden en su pecado mortal, y lo alaban y propagan su adulterio y fornicación como un mérito, son católicos, que con dichas obras injustas, se convierten en el ejemplo perfecto de quienes desmerecen por completo el Reino de los cielos. O se cumplen los Mandamientos de la Ley de Dios, o se cumplen los mandamientos de Satanás y quienes alaban la fornicación y el adulterio, cumplen los mandamientos de Satanás y hacen sus obras y no las de Dios.
Ahora bien, es verdad que Nuestro Señor Jesús, poniéndonos
como contra-ejemplos a los escribas y fariseos, nos anima a evitar la soberbia
y a cultivar la humildad, pero si hace esto, no es debido a las virtudes en sí
mismas, sino a un motivo sobrenatural, de fondo, más importante que las mismas
virtudes. Es decir, las virtudes son buenas –y mucho más, la humildad-, pero
Jesús no quiere que seamos simplemente “virtuosos”; Jesús quiere de nosotros
algo más grande que el meramente ser virtuosos, lo cual es en sí mismo algo
grande y bueno. ¿Qué es lo que quiere Jesús de nosotros? No solo quiere que
evitemos la soberbia, para lo cual pone como anti-ejemplos a los escribas y
fariseos, sino que quiere, positivamente, que seamos como Él, que lo imitemos a
Él, que es “manso y humilde de corazón”: “Aprended de Mí, que soy manso y
humilde de corazón”. En otras palabras, Jesús quiere que seamos humildes, pero
no por la virtud en sí, sino porque nos asemeja a Él, que es humilde. Todavía
más, la humildad nos hace participar de la humildad divina, de la humildad de
su Sagrado Corazón, que es también la humildad de su Madre, María Santísima. La
humildad agrada a Dios, no solo porque es la virtud que se opone a soberbia,
sino porque, junto con la caridad, es la virtud que asemeja al alma al Ser
divino trinitario, perfectísimo y por eso mismo, humilde, al tiempo que la hace
partícipe de la vida divina, vida divina que le comunica al alma la divina
humildad.
Y con respecto a la soberbia, lo opuesto es también verdad:
cuando Jesús nos pide que seamos humildes, y nos advierte las consecuencias de
no serlo –“el que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será
humillado”-, nos lo advierte no solo porque la soberbia se opone en forma
diametralmente opuesta a la humildad –por eso el soberbio no agrada a Dios-,
sino porque se asemeja y se hace partícipe del principal pecado de Satanás, el
Ángel caído, cometido en el cielo, y que le valió el perder el cielo para
siempre. El orgullo, la soberbia, que se manifiesta de muchas formas, como la
vanidad, el egoísmo, el egocentrismo, la indiferencia por el destino del
prójimo, el rechazo a toda corrección, etc., es el pecado capital del Demonio
en el cielo y el alma que es soberbia, no solo se hace semejante al Demonio,
sino que, en cierto modo, participa de su rebelión contra Dios, sus
Mandamientos y su Amor.
“El
que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado”. El Demonio
se ensalzó a sí mismo, creyéndose igual o superior a Dios, y fue humillado y
vencido en la Cruz por Jesús, y aplastada su soberbia cabeza de Serpiente
Antigua por el talón de la Virgen María; Jesús, el Hijo de Dios, se humilló a
sí mismo, porque siendo Dios de majestad infinita, asumió nuestra naturaleza humana,
infinitamente inferior a la naturaleza divina, encarnándose en el seno virgen
de María y sufriendo luego la Pasión y Muerte en Cruz, para salvarnos de la
eterna condenación, y fue ensalzado y glorificado, con la gloria que poseía
desde la eternidad, como Unigénito, en su gloriosa Ascensión, luego de
resucitar. Si de veras queremos ganar el cielo, debemos pedir a María
Santísima, Mediadora de todas las gracias, la gracia de participar en la Pasión
de Jesús y en su humillación, para luego ser coronados de gloria en el Reino de
los cielos.
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