Solo la Iglesia Católica dedica un día del año a la
conmemoración de los fieles difuntos y la razón es que solo la Iglesia Católica
cree firmemente en el Purgatorio. Los protestantes, con Martín Lutero a la
cabeza, eliminaron la creencia del Purgatorio, con lo cual privaron a las
Benditas Almas del Purgatorio, que allí sufren tormentos de un fuego similar al
Infierno, pero con la esperanza de que algún día finalizarán, de las oraciones,
misas y buenas acciones de quienes podrían haberlas ayudado.
Este día está dedicado no solo a recordar, con mayor o menor
nostalgia, a nuestros seres queridos, sino ante todo, a recordar lo que la
Iglesia llama “Novísimos”, y es lo que le ocurre al alma luego de finalizada
esta vida terrena: muerte, juicio particular, Purgatorio, Cielo, Infierno. La Iglesia
nos enseña que no es verdad que, al morir, vamos inmediatamente al Cielo:
mientras el cuerpo queda en la tierra para ser sepultado, el alma es llevada
inmediatamente ante la Presencia de Dios, para recibir el Juicio Particular. Allí,
el alma se ve a sí misma a la luz de Dios y es por eso que no puede engañarse
ni ser engañada: ve cómo fueron las obras que hizo, si buenas o malas, y si las
obras buenas fueron hechas por puro amor a Dios, o para recibir el aplauso y el
honor de los hombres. En el Juicio Particular, el alma ve, con toda claridad,
cuál es el destino que le espera por toda la eternidad, o el Cielo, con paso
previo por el Purgatorio, o el Infierno eterno. Ahora bien, puesto que confiamos
en la Misericordia Divina, esperamos que Dios se haya apiadado de nuestros
seres queridos y, antes de morir, les haya concedido la gracia del
arrepentimiento perfecto de sus pecados, la contrición del corazón, con lo
cual, esperamos que estén con Él, sea en el Purgatorio, o sea en el Cielo. Y esa
es la razón por la cual les dedicamos oraciones, misas y buenas acciones:
porque si están en el Purgatorio, experimentarán alivio, y si están en el
Cielo, la Virgen hará que las gracias sean derivadas a aquellas almas que, por
siglos, están en el Purgatorio, y por las que nadie reza.
Para que nos demos una idea de lo que es el Purgatorio,
recordemos lo que la Virgen le dijo a la Beata Lucía, quien en una de las
apariciones le preguntó por dos amigas suyas que habían fallecido: una niña de
unos ocho años, que ya estaba en el Cielo, y una joven de unos dieciocho años,
la cual le dijo la Virgen que habría de estar en el Purgatorio “hasta el fin
del mundo”.
Al traspasar el umbral de la muerte, Dios ya no se nos
manifiesta como Dios de Misericordia infinita, sino como Dios de Justicia y
santidad infinita, y esa es la razón por la cual todos los pecados que han sido
confesados en esta vida, pero no han sido expiados por la penitencia, el
sacrificio, la oración, deben ser purgados en esa cárcel de fuego que es el
Purgatorio. Allí, el alma se purifica del amor imperfecto que tuvo a Dios en
esta vida, y sale de ella solo cuando todas sus penas han sido expiadas y
cuando su alma está resplandeciente de santidad y llena del amor a Dios; sólo
así, puede un alma comparecer ante la santidad, majestad y Amor infinitos de
Dios. Una santa, entre las más grandes santas de la Iglesia Católica, Santa Teresa
de Ávila, se consideraba indigna de presentarse ante la majestad divina, y decía
así en su última enfermedad: “Dios mío ¿qué alma será lo suficientemente pura
para que pueda entrar al cielo sin pasar por las llamas purificadoras?”. Dice San
Juan María Vianney que “durante su agonía, Dios le permitió ver Su Santidad
como los ángeles y los santos lo veían en el Cielo, lo cual la aterró tanto que
sus hermanas, viéndola temblar muy agitada, le dijeron llorando: “Oh, Madre,
¿qué sucede contigo?, seguramente no temes a la muerte después de tantas
penitencias y tan abundantes y amargas lágrimas…”. “No, hijas mías – replicó
Santa Teresa – no temo a la muerte, por el contrario, la deseo para poder
unirme para siempre con mi Dios”. “¿Son tus pecados, entonces, lo que te
atemorizan, después de tanta mortificación?”, “Sí, hijas mías – les dijo – temo
por mis pecados y por otra cosa más aún”, “¿Es el juicio, entonces?”, “Sí,
tiemblo ante las cuentas que es necesario rendir a Dios, quien en ese momento
no será piadoso, y hay aún algo más cuyo solo pensamiento me hace morir de
terror”. Las pobres hermanas estaban muy perturbadas: “¿Puede ser el Infierno,
entonces?”. “No, gracias a Dios eso no es para mí, oh, mis hermanas, es la
santidad de Dios, mi Dios, ¡ten piedad de mí! Mi vida debe ser puesta cara a
cara con la del mismo Señor Jesucristo. ¡Pobre de mí si tengo la más mínima
mancha! ¡Pobre de mí si aún hay una sombra de pecado!”[1]. Nadie
que tenga una más mínima sombra de malicia, puede comparecer ante Dios, y esa
es la razón por la cual hasta el más pequeño pecado venial, aun ya confesado,
debe ser expiado en el Purgatorio, si no fue expiado en esta tierra. Dice así
San Juan María Vianney: “La Iglesia, a quien Jesucristo prometió la guía del
Espíritu Santo, y que por consiguiente no puede estar equivocada y
extraviarnos, nos enseña sobre el Purgatorio de una manera positiva y clara y
es, por cierto y muy cierto, el lugar donde las almas de los justos completan
la expiación de sus pecados antes de ser admitidos a la gloria del Paraíso, el
cual les está asegurado. Sí, mis queridos hermanos, es un artículo de fe: Si no
hacemos penitencia proporcional al tamaño de nuestros pecados, aun cuando
estemos perdonados en el Sagrado Tribunal, estaremos obligados a expiarlos… En
las Sagradas Escrituras hay muchos textos que señalan que, aun cuando nuestros
pecados puedan ser perdonados, el Señor impone la obligación de sufrir en este
mundo dificultades, o en el siguiente, en las llamas del Purgatorio”[2].
El dolor en el Purgatorio es el mismo que en el Infierno,
con la diferencia que el alma que está en el Purgatorio sabe que algún día
habrá de salir de allí, mientras que el alma que está en el Infierno, se
desespera porque sabe que nunca saldrá de allí.
Las almas del Purgatorio nada pueden hacer por ellas mismas,
pero nosotros sí: nosotros podemos abreviar su estancia allí, con oraciones,
misas y buenas acciones, y por eso ellas nos suplican que lo hagamos. San Juan
María Vianney hace decir así a las almas del Purgatorio: “(…) Vengo en provecho
de Dios mismo. Y de vuestros pobres padres; a despertar en ustedes el amor y la
gratitud que les corresponde. Vengo a recordarles otra vez aquella bondad y
todo el amor que les han dado mientras estuvieron en este mundo. Y vengo a
decirles que muchos de ellos sufren en el Purgatorio, lloran y suplican con
urgencia la ayuda de vuestras oraciones y de vuestras buenas obras. Me parece
oírlos clamar en la profundidad de los fuegos que los devoran: “Cuéntales a
nuestros amados, a nuestros hijos, a todos nuestros familiares cuán grandes son
los demonios que nos están haciendo sufrir. Nosotros nos arrojamos a vuestros
pies para implorar la ayuda de sus oraciones. ¡Ah! ¡Cuéntales que desde que
tuvimos que separarnos, hemos estado quemándonos entre las llamas! ¿Quién
podría permanecer indiferente ante el sufrimiento que estamos soportando?”. ¿Ven,
queridos hermanos? ¿Escuchan a esa tierna madre, a ese dedicado padre, a todos
aquellos familiares que los han atendido y ayudado?, “Amigos míos – gritan –
líbrennos de estas penas, ustedes que pueden hacerlo”. Consideren, entonces,
mis queridos hermanos: a) la magnitud de los sufrimientos que soportan las
almas en el Purgatorio; y b) los medios que ustedes poseen para mitigarlos:
vuestras oraciones, buenas acciones y, sobre todo, el santo sacrificio de la
Misa (…) El fuego del Purgatorio es el mismo fuego que el del Infierno, la única
diferencia es que el fuego del Purgatorio no es para siempre. ¡Oh! Quisiera
Dios, en su gran misericordia, permitir que una de estas pobres almas entre las
llamas apareciese aquí rodeada de fuego y nos diese ella misma un relato de los
sufrimientos que soporta; esta iglesia, mis queridos hermanos, reverberaría con
sus gritos y sollozos y, tal vez, terminaría finalmente por ablandar vuestros
corazones. “¡Oh! ¡Cómo sufrimos!”, nos gritarían a nosotros; “sáquennos de
estos tormentos. Ustedes pueden hacerlo. ¡Si sólo experimentaran el tormento de
estar separados de Dios!… ¡Cruel separación! ¡Quemarse en el fuego por la
justicia de Dios! ¡Sufrir dolores inenarrables al hombre mortal!, ¡Ser
devorados por remordimientos sabiendo que podríamos tan fácilmente evitar tales
dolores!… Oh hijos míos, gimen los padres y las madres, ¿pueden abandonarnos
así a nosotros, que los amamos tanto? ¿Pueden dormirse tranquilamente y
dejarnos a nosotros yacer en una cama de fuego? ¿Se atreven a darse a ustedes
mismos placeres y alegrías mientras nosotros aquí sufrimos y lloramos noche y
día? Ustedes tienen nuestra riqueza, nuestros hogares, están gozando el fruto
de nuestros esfuerzos, y nos abandonan aquí, en este lugar de tormentos, ¡donde
tenemos que sufrir por tantos años!… y nada para darnos, ni una misa… Ustedes
pueden aliviar nuestros sufrimientos, abrir nuestra prisión, pero nos
abandonan. ¡Oh! qué crueles son estos sufrimientos… Sí, queridos hermanos, la
gente juzga muy diferentemente en las llamas del Purgatorio sobre los pecados
veniales, si es que se puede llamar leves a los pecados que llevan a soportar tales
penalidades rigurosas”[3]. Lo
que San Juan María Vianney quiere decirnos es que nuestra relación con las
Almas del Purgatorio es como la relación que hay entre una persona que ve a
otra, que sale corriendo envuelta en llamas de un edificio incendiándose: ¿nos
quedaríamos tan tranquilos, viendo cómo esa persona se quema viva? ¿No
intentaríamos, al menos, envolverla con una frazada, o realizar algo para
apagar las llamas que envuelven su cuerpo? Algo similar, en el mundo
espiritual, es lo que ocurre con nuestras oraciones, sacrificios, buenas obras
y santas misas ofrecidas en sufragio por las almas: calmamos, verdaderamente,
el dolor que experimentan las benditas almas del Purgatorio, al estar envueltas
en las llamas del Purgatorio, expiando sus pecados.
Conmemorar a los fieles difuntos no es, entonces, para el
católico, un mero momento de recuerdo nostálgico del ser querido que ya no
está; es el tiempo para recordar los Novísimos y para redoblar el propósito de
ser misericordiosos para con los difuntos –es una de las obras de misericordia
espirituales recomendadas por la Iglesia-, de manera tal de obtener él mismo
misericordia para sí mismo, en la hora de su muerte. Es el momento también de
aumentar su confianza en la Misericordia Divina, esperando que los seres
queridos estén ya con Él, y de prepararse a su vez para el encuentro con el
Justo Juez, orando, obrando la misericordia, ofreciendo misas, viviendo los
Mandamientos, perdonando las ofensas, amando a los enemigos, cargando la cruz
de todos los días, para así poder ir al encuentro de Jesús y, en Jesús, de los
seres queridos fallecidos.
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