sábado, 11 de junio de 2011

El Espíritu Santo donado en Pentecostés, convierte al cuerpo humano en su templo



Cristo envía el Espíritu Santo sobre su Iglesia, y éste se aparece como “lenguas de fuego” que se posan sobre la Virgen y los Apóstoles (cfr. Jn 20, 19-23).

Este descenso del Espíritu Santo como lenguas de fuego, como fuego venido de lo alto, estaba prefigurado en el Antiguo Testamento, en la disputa entre el profeta Elías y los sacerdotes de Baal: mientras estos últimos invocan en vano a sus demonios, Elías obtiene de Yahvéh un fuego abrasador que consume el novillo colocado en un altar de doce piedras. Dice así la Escritura: “A la hora en que se presenta la ofrenda, se acercó el profeta Elías y dijo: «Yahveh, Dios de Abraham, de Isaac y de Israel, que se sepa hoy que tú eres Dios en Israel y que yo soy tu servidor y que por orden tuya he ejecutado toda estas cosas. Respóndeme, Yahveh, respóndeme, y que todo este pueblo sepa que tú, Yahveh, eres Dios que conviertes sus corazones». Cayó el fuego de Yahveh que devoró el holocausto y la leña, y lamió el agua de las zanjas. Todo el pueblo lo vió y cayeron sobre su rostro y dijeron: «¡Yahveh es Dios, Yahveh es Dios!»” (1 Reyes 18, 21, 23-26, 36-3).

Los sacerdotes de Baal gritan a su dios, pero este “ni escucha ni responde”, pero no porque no exista, puesto que Baal es uno de los demonios más grandes del infierno, sino porque si no habla, es que es Yahvéh quien no permite que hable. Los demonios, en el infierno, están sujetos al poder de Dios, y sufren su ira por la eternidad, y puesto que no quisieron doblegar su orgullo por el amor, lo hacen por la eternidad, sufriendo terriblemente el poder de la Justicia divina. En vano rinden culto los sacerdotes de Baal, a un demonio, que nada puede hacer si Dios no se lo permite, y es por eso que el novillo de los adoradores del demonio permanece sin quemarse sobre la leña.

Por el contrario, cuando Elías invoca a Yahveh., desciende del cielo sobre el altar un fuego que devora el holocausto, a pesar de que había sido rociado con abundante agua.

Esta acción divina, en la que Yahveh envía fuego del cielo para consumir la ofrenda que se encuentra sobre el altar, es una pre-figuración del Santo Sacrificio del altar, la Santa Misa, en donde Dios Padre envía al Espíritu Santo, que desciende como fuego abrasador y celestial que convierte las ofrendas del altar, el pan y el vino, en el Cuerpo resucitado de Jesús. Así como el fuego enviado por Yahveh –que es Dios Uno y Trino, que todavía no se ha auto-revelado como Trinidad de Personas- consume la víctima, asándola en las llamas, convirtiendo la materialidad de la carne en humo que asciende al cielo, y significando con esto que la ofrenda ha pasado, de materia a espíritu, y ha pasado a ser propiedad de Dios -puesto que, convertida la carne en humo, asciende al cielo-, así también, en el Sacrificio del Altar, el Fuego venido del cielo, el Espíritu Santo, a través de la voz humana del sacerdote ministerial al pronunciar las palabras de la consagración, convierte el pan y el vino en el Cuerpo de Jesús resucitado -cuya carne fue sublimada en la cruz por el Espíritu Santo, ya que al penetrarla y asarla con sus llamas, hizo que la materia se espiritualizara y glorificara, y así, espiritualizada y glorificada, ascendiera en la Resurrección, como el humo del incienso quemado asciende en honor de Dios Uno y Trino.

El descenso del fuego, de parte de Dios, como el verificado en el sacrificio de Elías, se da entonces también en la consagración eucarística, en la Santa Misa, a través de las palabras de la consagración. Así como Jesús -junto a su Padre- espira el Espíritu Santo en la eternidad, en cuanto Segunda Persona de la Trinidad, así lo espira también en cuanto Hombre en el tiempo de la Iglesia, en la Santa Misa, por medio de las palabras de la consagración del pan y del vino: “Esto es mi cuerpo… Esta es mi sangre”. En ese momento, el Espíritu Santo, como fuego abrasador surgido del seno de Dios, consume la ofrenda del altar, y de la materialidad en la que consisten el pan y el vino, los convierte en la carne y sangre espirituales del Hombre-Dios resucitado.

En Pentecostés, el Espíritu Santo, fuego celestial que brota de ese horno ardiente que es el Corazón único de Dios Uno y Trino, desciende sobre la Iglesia Naciente, la Virgen y los Apóstoles reunidos en oración, para abrasar los corazones y encenderlos en las llamas ardientes del Amor divino. El don del Espíritu Santo constituye el Don de dones, pues Dios dona al Dador de dones; no hay don más grande, porque el Espíritu Santo es el Amor de Dios; al donar al Espíritu Santo, Dios se dona a sí mismo, en una muestra de amor impensable e inimaginable para la criatura.

El don del Espíritu Santo en Pentecostés implica algo más grande aún que la infinita grandeza que significa que sea donado el Amor divino: en su envío, el Espíritu Santo tiene una misión, que es tomar posesión de las almas de los bautizados, en su cuerpo y en su alma –una posesión menos imperfecta, moral y no hipostática, que la posesión que significa la asunción de la naturaleza humana por parte de la Segunda Persona de la Trinidad-, y al mismo tiempo, en esta posesión, constituirse en las arras o garantía de aquello que el alma poseerá en su plenitud por la eternidad, las Personas divinas del Padre y del Hijo.

En otras palabras, el Espíritu Santo se posesiona de los hombres, y estos a su vez, -en virtud de la circuminsesio- en el Espíritu Santo, poseen ya, en anticipo, en esta vida, a las Personas divinas del Padre y del Hijo, pues donde está una Persona, están las otras.

Sin embargo, este proceso no es “automático”, puesto que se requiere la cooperación de la persona para que el Espíritu Santo pueda concederle sus dones. El Espíritu Santo convierte al cuerpo de aquel a quien es enviado, en un templo de su propiedad, de modo que habita en él: “¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros, que tenéis de Dios, y que no sois vuestros?” (1 Cor 6, 19). Es decir, el cuerpo humano es convertido en verdadero templo del Espíritu, en donde Él inhabita, y es por esto que una profanación a ese cuerpo, es profanación, ante todo, de la Persona del Espíritu Santo, a quien el cuerpo pertenece.

De modo análogo, es como si alguien dejara entrar, en un templo que se encuentra limpio, iluminado, arreglado con flores, y con la Presencia sacramental de Jesús en la Eucaristía, a numerosos animales, de todo tipo, y los dejara encerrados allí por un largo tiempo. Los animales ensuciarían el templo con sus necesidades fisiológicas, y profanarían el templo. Lo mismo sucede cuando ese templo, que es el cuerpo humano, es profanado, del modo que sea: ya sea por medio de relaciones pre-matrimoniales, extra-matrimoniales, o con la visualización de imágenes impuras, o de cualquier otro modo, como por ejemplo, el uso del cuerpo para cometer un robo, una violencia, o un crimen cualquiera. En todos estos casos, el cuerpo es usado no como corresponde a su consagración por el Espíritu Santo, sino de modo sacrílego y profano, siendo profanado el Espíritu Santo a quien le pertenece.

Hoy en día, en donde el materialismo, el hedonismo, el relativismo, han construido una sociedad atea y materialista, consumista, cuyo único objetivo en la vida es el goce de los sentidos y el placer, no se tiene en cuenta el inmenso don que constituye el Espíritu Santo, y así el cuerpo humano es profanado de mil modos, todo el día, todos los días.

“No entristezcáis al Espíritu Santo” (Ef 5, 1-3), nos exhorta San Pablo. El Espíritu Santo se entristece al verse rechazado y profanado, y al ver cómo tantos templos suyos, terminan incendiados, pero no por el fuego de su Amor, sino por el fuego de las pasiones sin control. Y muchos, muchos templos, se encaminan hacia el lugar en donde el fuego arde por la eternidad, provocando dolor y llanto sin fin.

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